El largo discurso dirigido a los apóstoles (resumido en los
domingos 11-13) termina con una serie de frases de Jesús que son, al mismo
tiempo, muy severas y muy consoladoras. Las severas se dirigen a los apóstoles;
las consoladoras, a quienes los acogen.
¿Quién no es digno de Jesús?
En aquel tiempo, dijo
Jesús a sus apóstoles:
-«El que quiere a su
padre o a su madre más que a mí no es digno de mí;
el que quiere a su hijo o
a su hija más que a mí, no es digno de mí;
y el que no coge su cruz
y me sigue no es digno de mí.
El que encuentre su vida
la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará.
La sección comienza con tres frases
que terminan de la misma manera: “no es digno de mí”. Las dos primeras están
muy relacionadas: no es digno de Jesús el que ama a su padre o a su madre más
que a él, o el que ama a sus hijos o a su hija más que a él.
Una leyenda cruel
ayuda a explicar la postura de Jesús
En el libro del Éxodo se cuenta que,
mientras Moisés estaba en el monte Sinaí recibiendo del Señor las tablas de la
Ley, los diez mandamientos, el pueblo, cansado de esperar, decidió fabricar un
becerro de oro y adorarlo. Cuando Moisés baja del monte y contempla el
espectáculo, rompe las tablas, se planta a la puerta del campamento y grita: «¡A
mí los del Señor! Y se le juntaron todos los levitas.» Moisés les ordena: «Ciña
cada uno la espada; pasad y repasad el campamento de puerta en puerta, matando,
aunque sea al hermano, al compañero, al pariente». Los levitas cumplieron las
órdenes de Moisés y este, al final, les dice: «¡Hoy os habéis consagrado al
Señor a costa del hijo o del hermano, ganándoos hoy su bendición» (Éxodo 32,25-29).
El historiador moderno duda que los
levitas tuvieran espadas en el desierto y que llevaran a cabo esta matanza. Pero
los antiguos no eran tan críticos. Aceptaban las cosas que se contaban, e
incluso alaban a los levitas, ya que en un caso de grave conflicto entre los
vínculos familiares y la fidelidad a Dios, optaron por lo segundo: «Dijeron a
sus padres: ‘No os hago caso’; a sus hermanos: ‘No os reconozco’; a sus hijos:
‘No os conozco’. Cumplieron tus mandatos y guardaron tu alianza» (Deuteronomio
33,9).
Se podría decir que Jesús exige a
sus discípulos la misma actitud de los levitas. Pero hay dos diferencias
importantísimas: 1) Jesús no ordena matar a los padres o a los hermanos en caso
de conflicto. 2) Los levitas se comportaron así por fidelidad a los mandatos de
Dios y a su alianza; los discípulos deben hacerlo por amor a Jesús. Al exigir
este amor superior al de los seres más queridos, Jesús se está poniendo al
nivel de Dios, al que hay que amar sobre todas las cosas. Los primeros
cristianos, en momentos de persecución, se vieron a veces en la necesidad de
optar entre el amor y la fidelidad a Jesús y el amor a la familia. La elección
era dura, pero muchos la hicieron, convencidos de que recuperarían a sus padres
e hijos en la vida futura. (La misma fe que confiesan la madre y sus siete
hijos en el Segundo libro de los Macabeos, capítulo 7).
La frase siguiente (“el que no coge
su cruz…”) también se entiende mejor a la luz del texto del Deuteronomio. En él
se dice que los levitas, por haber mostrado esa fidelidad a Dios, recibieron un
gran premio y dignidad: “Enseñarán tus preceptos a Jacob y tu ley a Israel;
ofrecerán incienso en tu presencia y holocaustos en tu altar.” Jesús no promete
nada de esto a sus discípulos. Añade una nueva exigencia, mucho más dura: ya no
se trata de posponer a los seres queridos sino de renunciar a la propia vida,
con la seguridad de recobrarla en el futuro.
Acogida y recompensa
El que
os recibe a vosotros me recibe a mí,
y el que me recibe,
recibe al que me ha enviado.
El que recibe a un profeta porque es
profeta tendrá paga de profeta;
y el que recibe a un justo porque es
justo tendrá paga de justo.
El que dé a beber, aunque
no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque
es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.»
La última parte se dirige a las
personas que acojan a los discípulos: recibirlos a ellos equivale a recibir a
Jesús y recibir al Padre. Estas palabras los sitúan muy por encima de profetas
y justos, los grandes personajes religiosos de la época. La primera lectura
cuenta como un matrimonio de Sunám decidió acoger en su casa al profeta Eliseo cuando
pasaba por el pueblo; le construyeron una habitación en el piso de arriba y le
proporcionaron una cama, una silla, una mesa y un candil. Una gran inversión
para aquel tiempo. Pero recibieron su recompensa con el nacimiento de un hijo.
En comparación con Eliseo, los
discípulos pueden parecer unos “pobrecillos” sin importancia. A nadie se le
ocurrirá darles alojamiento permanente. Pero basta un vaso de agua fresca (algo
muy de agradecer cuando no existen bares ni agua corriente en las casas) para
que esas personas reciban su recompensa.
Resumen
Si en la primera parte entreveíamos
los grandes conflictos familiares provocados por las persecuciones, en este
final intuimos lo que experimentaron muchas veces los misioneros cristianos: la
acogida amable y sencilla de personas que no los conocían. De estos últimos
versículos, solo uno tiene paralelo en el evangelio de Marcos. El resto es
original de Mateo, que ha querido redactar un final consolador, para dejarnos
al final de este duro discurso un buen sabor de boca.
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