En el famoso cuadro de Pentecostés pintado por El Greco, que
ahora se conserva en el museo del Prado, hay un detalle que puede pasar
desapercibido: junto a la Virgen se encuentra María Magdalena. Por
consiguiente, el Espíritu Santo no baja solo sobre los Doce (representantes de
los obispos) sino también sobre la Virgen (se le permite, por ser la madre de
Jesús) e incluso sobre una seglar de pasado dudoso (a finales del siglo XVI María
Magdalena no gozaba de tan buena fama como entre las feministas actuales). Ya
que el Greco se inspira en el relato de los Hechos, donde se habla de una
comunidad de ciento veinte personas, podemos concluir que la Magdalena
representa a ciento siete. ¿Cómo se compagina esto con el relato del evangelio
de Juan que leemos hoy, donde Jesús aparentemente sólo otorga el Espíritu a los
Once? Una vez más nos encontramos con dos relatos distintos, según el mensaje
que se quiera comunicar. Pero es preferible comenzar por la segunda lectura, de
la carta a los Corintios, que ofrece el texto más antiguo de los tres (fue
escrita hacia el año 51).
La importancia del Espíritu
(1 Corintios 12, 3b-7.12-13)
En este
pasaje Pablo habla de la acción del Espíritu en todos los cristianos. Gracias
al Espíritu confesamos a Jesús como Señor (y por confesarlo se jugaban la vida,
ya que los romanos consideraban que el Señor era el César). Gracias al Espíritu
existen en la comunidad cristiana diversidad de ministerios y funciones (antes
de que el clero los monopolizase casi todos). Y, gracias al Espíritu, en la
comunidad cristiana no hay diferencias motivadas por la religión (judíos ni
griegos) ni las clases sociales (esclavos ni libres). En la carta a los Gálatas
dirá Pablo que también desaparecen las diferencias basadas en el género
(varones y mujeres). En definitiva, todo lo que somos y tenemos los cristianos
es fruto del Espíritu, porque es la forma en que Jesús resucitado sigue
presente entre nosotros.
Hermanos: Nadie
puede decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay
diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios,
pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra
todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.
Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los
miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también
Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido
bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos
bebido de un solo Espíritu.
Volvemos a las dos versiones del don del
Espíritu: Hechos y Juan.
La versión de Lucas (Hechos
de los apóstoles 2,1-11)
A nivel
individual, el Espíritu se comunica en el bautismo. Pero Lucas, en los Hechos, desea
inculcar que la venida del Espíritu no es sólo una experiencia personal y
privada, sino de toda la comunidad. Por eso viene sobre todos los presentes,
que, como ha dicho poco antes, era unas ciento veinte personas (cantidad
simbólica: doce por diez). Al mismo tiempo, vincula estrechamente el don del
Espíritu con el apostolado. El Espíritu no viene solo a cohesionar a la
comunidad internamente, también la lanza hacia fuera para que proclame «las maravillas de Dios»,
como reconocen al final los judíos presentes.
Al llegar el día de
Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del
cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban.
Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose
encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en
lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
Se encontraban entonces
en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el
ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía
hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos, preguntaban:
― ¿No son galileos
todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar
en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros
vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en
Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos
forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes;
y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.
La versión de Juan 20,
19-23
El
evangelio de Juan, en línea parecida a la de Pablo, habla del Espíritu en
relación con un ministerio concreto, que originariamente sólo compete a los
Doce: admitir o no admitir a alguien en la comunidad cristiana (perdonar los
pecados o retenerlos).
Al anochecer de
aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con
las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en
medio y les dijo:
― Paz a vosotros.
Y, diciendo esto,
les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al
ver al Señor. Jesús repitió:
― Paz a vosotros.
Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y, dicho esto,
exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
― Recibid el
Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Estas
breves ideas dejan clara la importancia esencial del Espíritu en la vida de
cada cristiano y de la Iglesia. El lenguaje posterior de la teología, con el
deseo de profundizar en el misterio, ha contribuido a alejar al pueblo
cristiano de esta experiencia fundamental. En cambio, la preciosa Secuencia de
la misa ayuda a rescatarla.
El don de lenguas
«Y empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el
Espíritu les concedía expresarse». El primer problema consiste en saber si se trata
de lenguas habladas en otras partes del mundo, o de lenguas extrañas,
misteriosas, que nadie conoce. En este relato es claro que se trata de lenguas
habladas en otros sitios. Los judíos presentes dicen que «cada uno los oye hablar en su lengua nativa». Pero esta interpretación no es válida para los
casos posteriores del centurión Cornelio y de los discípulos de Éfeso. Aunque
algunos autores se niegan a distinguir dos fenómenos, parece que nos
encontramos ante dos hechos distintos: hablar idiomas extranjeros y hablar «lenguas extrañas» (lo que Pablo llamará «las lenguas de los ángeles»).
El
primero es fácil de racionalizar. Los primeros misioneros cristianos debieron enfrentarse
al mismo problema que tantos otros misioneros a lo largo de la historia:
aprender lenguas desconocidas para transmitir el mensaje de Jesús. Este hecho,
siempre difícil, sobre todo cuando no existen gramáticas ni escuelas de
idiomas, es algo que parece impresionar a Lucas y que desea recoger como un don
especial del Espíritu, presentando como un milagro inicial lo que sería fruto
de mucho esfuerzo.
El
segundo es más complejo. Lo conocemos a través de la primera carta de Pablo a
los Corintios. En aquella comunidad, que era la más exótica de las fundadas por
él, algunos tenían este don, que consideraban superior a cualquier otro. En la
base de este fenómeno podría estar la conciencia de que cualquier idioma es
pobrísimo a la hora de hablar de Dios y de alabarlo. Faltan las palabras. Y se
recurre a sonidos extraños, incomprensibles para los demás, que intentan
expresar los sentimientos más hondos, en una línea de experiencia mística. Por
eso hace falta alguien que traduzca el contenido, como ocurría en Corinto.
(Creo que este fenómeno, curiosamente atestiguado en Grecia, podría ponerse en
relación con la tradición del oráculo de Delfos, donde la Pitia habla un
lenguaje ininteligible que es interpretado por el “profeta”).
Sin
embargo, no es claro que esta interpretación tan teológica y profunda sea la
única posible. En ciertos grupos carismáticos actuales hay personas que siguen «hablando en lenguas»; un observador imparcial me comunica que lo
interpretan como pura emisión de sonidos extraños, sin ningún contenido. Esto
se presta a convertirse en un auténtico galimatías, como indica Pablo a los
Corintios. No sirve de nada a los presentes, y si viene algún no creyente,
pensará que todos están locos.
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