En aquel
tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en
dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía:
‒ La mies es
abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande
obreros a su mies. ¡Poneos en camino!
Mirad que os
mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni
sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino.
Cuando entréis en una casa, decid primero: "Paz a esta casa." Y si allí
hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a
vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece
su salario. No andéis cambiando de casa.
Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: "Está cerca de vosotros el Reino de Dios."
Quien conoce
el evangelio de Mateo sabe que Jesús envió a los Doce con instrucciones muy
parecidas. Pero Lucas no habla de doce, sino de setenta y dos (6 x 12: otro
número simbólico). En su perspectiva, la misión no es obra de un pequeño
grupo de selectos; si el mensaje del evangelio se difundió por el imperio
romano fue gracias a gran número de personas anónimas, igual que ocurre en
nuestros días.
Curiosamente, lo primero que deben hacer los setenta y dos es rezar para
que el Señor envíe operarios a su mies. El tema empalma con el del domingo
pasado, a propósito de los tres casos de vocación. Jesús hablaba con tanta
dureza que parecía no querer seguidores. Aquí queda claro que son absolutamente
necesarios y hay que pedir al dueño de la mies que los envíe. El dueño de la
mies no es Dios Padre, sino el mismo que Jesús, que les ordena ponerse en
camino. Con una advertencia y unas órdenes.
La advertencia: no van a una labor fácil ni agradable. Van como corderos en
medio de lobos. El peligro no es la dentellada que provoca la muerte sino la
que desprestigia y tira por tierra el mensaje del evangelio. El imperio romano
estaba repleto de grupos y predicadores religiosos parecidos a muchos de los
actuales que utilizan la religión como forma de ganarse la vida. Por eso, la
mejor forma de evitar las dentelladas de los lobos es llevar una forma de vida
totalmente pobre y austera: No llevéis talega, ni alforja,
ni sandalias. La talega hace referencia al dinero, la alforja al
alimento, las sandalias al vestido.
Luego añade Lucas unas palabras que sólo se encuentran
en su evangelio: y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Eso
mismo le dijo el profeta Eliseo a su criado Guejazí, un día que lo envió a una
misión urgente (curar al hijo de la sunamita). Lucas, que conocía el Antiguo
Testamento de memoria, pensó que este momento era el adecuado para poner en
boca de Jesús las mismas palabras. La misión de los discípulos es urgente, no
se puede perder el tiempo charlando a mitad de camino.
¿Qué hacer cuando llegan a un pueblo o aldea? Jesús
concede una importancia capital al alojamiento, insistiendo en no cambiar de
casa, ya que esto puede provocar muchos celos y tensiones. Probablemente
refleja su experiencia personal; y Lucas, la de los primeros misioneros.
Las palabras siguientes resultan extrañas en este sitio: Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: "Está cerca de vosotros el Reino de Dios." Los discípulos ya habían llegado a un pueblo y habían sido bien acogidos por una familia, que les da de comer. Si Lucas hubiera escrito con ordenador, quizá hubiera marcado bloque, cortado y pegado, cambiando el orden de las frases. O quizá no, porque este orden ilógico deja para el final, dándole mayor importancia, la misión de los discípulos: curar a los enfermos y anunciar la cercanía del Reino de Dios. Exactamente lo mismo que hacía Jesús.
Continuación, políticamente incorrecta (Lucas 10,17-20)
Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: "Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que está cerca el reino de Dios." Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo.
[La liturgia omite la condena de Corozaín y Betsaida, dos ciudades galileas que no aceptaron a Jesús].
Los
setenta y dos volvieron muy contentos y le dijeron:
‒ Señor,
hasta los demonios se nos someten en tu nombre.
Él les
contestó:
‒ Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo.
Lectura del libro de Isaías 66,
10-14c
El texto, muy poético, puede
desconcertar al lector moderno. Por eso comienzo con dos aclaraciones:
1) Para un judío, Jerusalén
representa infinitamente más que para un católico Roma o el Vaticano. Desde el
siglo VI a.C. hasta el tiempo de Jesús, que fueron los siglos más duros en la
historia de Judá (dominio sucesivo de babilonios, persas, griegos y romanos),
la mayor esperanza se centraba en la gloria y esplendor de Jerusalén. El tema
aparece en numerosos textos proféticos y Salmos.
2) Jerusalén es representada
como ciudad y como madre. Como ciudad, quedó totalmente destruida después de la
conquista de los babilonios en el año 586 a.C. Como madre, se vio desprovista
de hijos, porque fueron deportados. Y los hijos, a su vez, están desprovistos
del alimento y el cariño de su madre.
En este contexto, el profeta
proclama su mensaje utópico, centrado en la vuelta de los hijos a su madre, la
mayor alegría para Jerusalén y el mayor consuelo para los desterrados. También
habla, en el centro, de la paz y la riqueza que inundarán la ciudad. Un mundo
maravilloso de alegría, consuelo, paz y esplendor.
¿Cómo se consigue? ¿Qué deben hacer los judíos? Según este poema, nada. Todo lo hace Dios. Es él quien hace derivar hacia Jerusalén la paz y la riqueza de las naciones; es él quien consuela. Es él quien manifiesta a sus siervos su poder (su mano), como dice la última frase del poema.
Festejad a
Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis,
alegraos de su alegría, los que
por ella llevasteis luto.
Mamaréis a sus pechos y os
saciaréis de sus consuelos,
y apuraréis las delicias de sus
ubres abundantes.
Porque así dice el Señor:
«Yo haré derivar hacia ella, como
un río, la paz,
como un torrente en crecida, las
riquezas de las naciones.
Llevarán en brazos a sus
criaturas y sobre las rodillas las acariciarán;
como a un niño a quien su madre
consuela, así os consolaré yo,
y en Jerusalén seréis
consolados.
Al verlo, se alegrará vuestro
corazón,
y vuestros huesos florecerán como
un prado;
la mano del Señor se manifestará a sus siervos.
El contraste entre la lectura de Isaías y el evangelio
El mundo utópico de Isaías, el esplendor
de Jerusalén, se realiza sin esfuerzo alguno, por pura obra de Dios. En cambio,
el mundo utópico que predican Jesús y los discípulos conlleva mucho sacrificio
y esfuerzo. Además, es un mensaje que puede ser rechazado, como le ocurrió al
mismo Jesús en Corozaín y Betsaida. Pero la última palabra es de victoria y
esperanza: Satanás, símbolo de la oposición al evangelio, cae del cielo como un
rayo, mientras que los discípulos triunfan sobre los espíritus inmundos y,
sobre todo, sus nombres están escritos en el cielo.
Además, y esta es la gran aportación de Lucas, esos discípulos enviados a
la misión no son un grupo de selectos. Todos hemos conocido gente que nos ha
hecho gran bien desde el punto de vista humano y cristiano, que nos han
anunciado el Reino de Dios. Y también nosotros hemos llevado y debemos llevar
adelante esa tarea, a veces dura, y muchas veces con sensación de fracaso. Pero
esto no es motivo para dejar de esperar en el triunfo de la utopía.