viernes, 31 de octubre de 2014

Dos malos ejemplos y uno bueno. Domingo 31. Ciclo A

Los protagonistas de las tres lecturas (hoy tendré también en cuenta la segunda) son las personas que deberían estar al servicio de la comunidad. Unos se portan mal con Dios y con el prójimo; Pablo se entrega por completo a sus cristianos.

El mal ejemplo de los sacerdotes (1ª lectura)

            La primera lectura nos traslada a Judá en el siglo IV a.C. Por entonces, los judíos están sometidos al imperio persa. No tienen rey, sólo un gobernador, y los sacerdotes gozan cada vez de mayor poder y autoridad. Pero no lo ejercen como correspondería. Contra ellos se alza este profeta anónimo (Malaquías no es nombre propio sino título; significa “mi mensajero”). Las acusaciones que hace a los sacerdotes son muy duras, pero parecen muy genéricas: no dar gloria a Dios, no obedecerle, no guardar sus caminos, hacer tropezar a muchos. Si la liturgia no hubiese mutilado el texto, quedarían claras algunas de las cosas con las que los sacerdotes desprecian a Dios: ofreciendo sobre el altar pan manchado, animales ciegos, cojos, enfermos o incluso robados. En definitiva, no dan importancia al altar ni a lo que se ofrece a Dios.

Lectura de la profecía de Malaquías 1, 14-2, 2b. 8-10
«Yo soy el Gran Rey, y mi nombre es respetado en las naciones -dice el Señor de los ejércitos. Y ahora os toca a vosotros, sacerdotes. Si no obedecéis y no os proponéis dar gloria a mi nombre -dice el Señor de los ejércitos-, os enviaré mi maldición. Os apartasteis del camino, habéis hecho tropezar a muchos en la ley, habéis invalidado mi alianza con Leví -dice el Señor de los ejércitos-. Pues yo os haré despreciables y viles ante el pueblo, por no haber guardado mis caminos, y porque os fijáis en las personas al aplicar la ley. ¿No tenemos todos un solo padre? ¿No nos creó el mismo Señor? ¿Por qué, pues, el hombre despoja a su prójimo, profanando la alianza de nuestros padres?»

El mal ejemplo de los escribas y fariseos (evangelio)

            En los domingos anteriores leíamos diversos enfrentamientos de grupos religiosos judíos con Jesús. Ahora le toca a él contraatacar. Y lo hace con un discurso muy extenso, del que hoy sólo se lee la primera parte, dirigido contra los escribas y fariseos, los principales representantes religiosos de los judíos después del año 70 (cuando los romanos incendiaron el templo de Jerusalén, los sacerdotes pasaron a segundo plano porque no podían ejercer su función cultual).
            Los escribas eran los especialistas en la Ley de Moisés, algo así como nuestros canonistas y moralistas. Los fariseos eran los seglares piadosos, que se esforzaban sobre todo por cumplir las normas de pureza y por pagar el diezmo incluso de lo más pequeño.

            Ni buen ejemplo ni buena enseñanza

En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. 

El discurso comienza con una afirmación llena de ironía. Aparentemente distingue entre lo que dicen y lo que hacen. Lo que dicen es bueno, lo que hacen... es que no hacen nada. Sin embargo, esta afirmación hay que matizarla teniendo en cuenta el resto del evangelio. Entonces se advierte que Jesús no está de acuerdo con la enseñanza de escribas y fariseos, porque en otras ocasiones ha mostrado su desacuerdo con ellos, e incluso ha puesto en guardia a los discípulos contra su doctrina («la levadura de los escribas y fariseos»). Así lo demuestra la referencia a su enseñanza: toda ella se resume en agobiar a la gente con cargas pesadas, que ellos no se molestan en empujar ni con el dedo. Por consiguiente, la única forma adecuada de interpretar las palabras iniciales es la ironía. Jesús está en desacuerdo con la conducta de escribas y fariseos, y también con su enseñanza.

Filacterias y alzacuellos, borlas y colorines

Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros.

            El discurso sigue con el mismo enfoque irónico. Después de afirmar que «no hacen», dice que hacen muchas cosas, pero todas para llamar la atención. Y se detiene en algo a lo que Jesús daba mucha importancia: la forma de vestir.
            Las filacterias eran pequeñas cajas forradas de pergamino o de piel negra de vaca que contienen tiras de pergamino en las que están escritos cuatro textos bíblicos (Dt 11,13-22; 6,4-9; Ex 13,11-16; Ex 13,2-10). Desde los trece años, durante la oración de la mañana en los días laborables, el israelita varón se ponía una sobre la cabeza y otra en el brazo izquierdo, pronunciando estas palabras: «Bendito seas, Yahvé, Dios, Rey del Universo, que nos has santificado por tus mandamientos y que nos has ordenado llevar tus filacterias». Mateo alude a una costumbre de los judíos beatos, que llevaban las filacterias todo el día y agrandaban las borlas para hacerlas más visibles.
            El origen de las borlas se remonta a Nm 15,38s: «Di a los israelitas: Haceos borlas y cosedlas con hilo violeta a la franja de vuestros vestidos. Cuando las veáis, os recordarán los mandamientos del Señor y os ayudarán a cumplirlos sin ceder a los caprichos del corazón y de los ojos, que os suelen seducir». Los judíos beatos agrandaban esas borlas que llamar la atención. Escribas y fariseos caen en estos defectos, a los que se añaden otros detalles de presunción.

            Ni maestro, ni padre
           
            Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

            Mateo, que no quiere limitarse a ironizar, sino que desea evitar los mismos peligros en la comunidad cristiana, termina esta parte introductoria exhortando a evitar todo título honorí­fico: maes­tro, padre, consejero. En su opinión, no se trata de una cuestión secundaria: el uso de estos títulos equivale a introducir dife­rencias dentro de la comunidad, olvidando que todos somos igua­les: todos herma­nos, todos hijos del mismo Padre. Más aún, esos títulos signifi­can desposeer a Dios y al Mesías de la dignidad exclusiva que les pertenece, para atribuírsela a simples hombres. Por eso, frente al deseo de aparentar de escri­bas y fariseos, el principio que debe regir entre los cristianos es que «el más grande de vosotros será servidor vuestro». Y el que no esté dispuesto a aceptarlo, que se atenga a las consecuen­cias: «A quien se eleva, lo abajarán, y a quien se abaja, lo elevarán».

            Una anécdota que viene a cuento

            Me contaban hace poco que un compañero fue a visitar a un cardenal. Cometió el tremendo error de llamarle “Reverencia” (título de un obispo) en vez de “Eminencia”. Al interesado se le mudó la cara ante tamaña ofensa. Y mi compañero no consiguió lo que pedía. Lógico.

El buen ejemplo de Pablo (2ª lectura)

            Por pura casualidad, y sin que sirva de precedente, la segunda lectura de hoy se puede relacionar con las otras dos. Frente al mal ejemplo de desinterés, autoritarismo, vanidad y presunción, Pablo ofrece un ejemplo de entrega absoluta a los cristianos de Tesalónica, como una madre, trabajando día y noche para no resultarles gravoso.

Hermanos:
Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos. Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais ganado nuestro amor. Recordad si no, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios. Ésa es la razón por la que no cesamos de dar gracias a Dios, porque al recibir la palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyentes.



jueves, 23 de octubre de 2014

Aprenda a salvarse en treinta segundos. Domingo 30. Ciclo A.

¿Cuál es el mandamiento principal? Muchos católicos responderían: «Ir a misa el domingo». Los que piensan así probablemente no irán a misa este domingo. A los que piensen de otro modo y vayan, les gustará recordar lo que pensaba Jesús.

El problema de los contemporáneos de Jesús

En los domingos anteriores, diversos grupos religiosos se han ido enfrentado a Jesús, y no han salido bien parados. Los fariseos envían ahora a un especialista, un doctor de la Ley, que le plantea la pregunta sobre el mandamiento principal. Para comprenderla, debemos recordar que la antigua sinagoga contaba 613 mandamientos (248 preceptos y 365 prohibiciones), que se dividían en fáciles y difíciles: fáciles, los que exigían poco esfuer­zo o poco dinero; difíciles, los que exigían mucho dinero (como honrar padre y madre) o ponían en peligro la vida (la circuncisión). Generalmente se pensaba que los importantes eran los difíciles, y entre ellos estaban los relativos a la idolatría, la lascivia, el asesinato, la profanación del nombre divino, la santificación del sábado, la calumnia, el estudio de la Torá.

¿Se puede reducir todo a uno?

Ante este cúmulo de mandamientos, es lógico que surgiese el deseo de sintetizar, de saber qué era lo más importante. Este deseo se encuentra en una anécdota a propósito de los famosos rabinos Shammai y Hillel, que vivie­ron pocos años antes de Jesús. Una vez llegó un pagano a Shammai y le dijo: «Me haré prosélito con la condición de que me enseñes toda la Torá mien­tras aguanto a pata coja». Shammai lo despidió amenazándolo con una vara de medir que tenía en la mano. El pagano acudió entonces a Hillel, que le dijo: «Lo que no te guste, no se lo hagas a tu prójimo. En esto consiste toda la Ley, lo demás es interpreta­ción" (Schabat 31a). También el Rabí Aquiba (+ hacia 135 d.C.) sintetizó toda la Ley en una sola frase: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo; este es un gran princi­pio general en la Torá». 

La novedad de Jesús

Mateo había puesto en boca de Jesús una síntesis parecida al final del Sermón del Monte: «Todo lo que querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos, porque eso significan la Ley y los Profetas» (Mt 7,12). Pero en el evangelio de hoy Jesús responde con una cita expresa de la Escritura:

En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús habla hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba:
̶ Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?
Él le dijo:
̶  Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.
            «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente» (Deuteronomio 6,5). Son parte de las palabras que cualquier judío piadoso recita todos los días, al levantarse y al ponerse el sol. En este sentido, la respuesta de Jesús es irreprochable. No peca de originalidad, sino que aduce lo que la fe está confesando continuamente.
            La novedad de la respuesta de Jesús radica en que le han preguntado por el manda­miento principal, y añade un segundo, tan importante como el primero: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19,18). Una vez más, su respuesta entronca en la más auténtica tradición profética. Los profetas denunciaron continuamente el deseo del hombre de llegar a Dios por un camino individual e intimista, que olvida fácilmente al prójimo. Durante siglos, muchos israelitas, igual que muchos cristianos, pensaron que a Dios se llegaba a través de actos de culto, peregrinaciones, ofrendas para el templo, sacrificios costosos... Sin embargo, los profetas les enseñaban que, para llegar a Dios, hay que dar necesariamente el rodeo del prójimo, preocuparse por los pobres y oprimidos, buscar una sociedad justa. Dios y el prójimo no son magnitudes separables. Tampoco se puede decir que el amor a Dios es más importante que el amor al prójimo. Ambos preceptos, en la mentalidad de los profetas y de Jesús, están al mismo nivel, deben ir siempre unidos. «De estos dos mandamientos penden la Ley entera y los Profetas» (v.40).

El prójimo son los más pobres (1ª lectura)

            En esta misma línea, la primera lectura es muy significativa. Podían haber elegido el texto de Deuteronomio 6,4ss donde se dice lo mismo que Jesús al principio: «Escucha, Israel, el Señor tu Dios es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...» Sin embargo, han elegido un texto del Éxodo que subraya la preocupación por los inmigrantes, viudas y huérfanos, que son los grupos más débiles de la sociedad (la traducción que se usa en España dice los «forasteros», pero en realidad son los inmigrantes, los obligados a abandonar su patria en busca de la supervivencia, marroquíes, senegaleses, rumanos, etc.). Luego habla del préstamo, indicando dos normas: si se presta dinero, no se pueden cobrar intereses; si se pide el manto como garantía, hay que devolverlo antes de ponerse ponerse el sol, para que el pobre no pase frío. Es una forma de acentuar lo que dice Jesús: sin amor al prójimo, sobre todo sin amor y preocupación por los más pobres, no se puede amar a Dios.
   
Así dice el Señor: «No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos, porque, si los explotas y ellos gritan a mí, yo los escucharé. Se encenderá mi ira y os haré morir a espada, dejando a vuestras mujeres viudas y a vuestros hijos huérfanos. Si prestas dinero a uno de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero, cargándole intereses. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo, ¿y dónde, si no, se va a acostar? Si grita a mí, yo lo escucharé, porque yo soy compasivo.»


jueves, 16 de octubre de 2014

¿Qué tributo hay que pagar a Dios? Domingo 29 Ciclo A

Dos posturas ante el tributo al César

Seguimos en la explanada del templo de Jerusalén, en medio de los enfrentamientos de diversos grupos con Jesús. Esta vez, fariseos y herodianos lo van a poner en un serio compromiso preguntándole sobre la licitud del tributo al emperador romano. Por entonces, además de los impuestos que se pagaban a través de peajes, aduanas, tasas de sucesión y de ventas, los judíos debían pagar el tributo al César, que era la señal por excelencia de sometimiento a él.
            Fariseos y herodianos no tenían dudas sobre este tema; ambos grupos eran partida­rios de pagarlo. Los fariseos, porque no querían con­flictos con los romanos mientras les permitieran observar sus prácticas religiosas. Los herodianos, porque mantenían buenas relaciones con Roma.           Como a nadie le gusta pagar, los rabinos discutían si se podía eludir el tributo. Y algunos adoptaban la postura pragmática que refleja el tratado Pesajim 112b: «... no trates de eludir el tributo, no sea que te descubran y te quiten todo lo que tienes» (consejo aplicable a otras actividades económicas, que no tuvieron presente muchos jefes de Caja Madrid).
            Sin embargo, otros judíos adoptaban una postura de oposición radical, basada en motivos religiosos. Dado que el pago del tributo era signo de sometimiento al César, algunos lo interpretaban como un pecado de idolatría, ya que se reconocía a un señor distinto de Dios. Este era el punto de vista de los sicarios, grupo que comienza con Judas el Galileo, cuando el censo de Quirino, a comienzos del siglo I de nuestra era. Al narrar los comienzos del movimiento cuenta Flavio Josefo: «Durante el mandato del procurador Coponio, un hombre galileo, llamado Judas, indujo a los campesinos a rebelarse, insultándolos si consentían pagar tributo a los romanos y toleraban, junto a Dios, señores morta­les» (Guerra de los Judíos II, 118). Más adelante repite afirmaciones muy pareci­das: «Judas, llamado el galileo..., en tiempos de Quirino había atacado a los judíos por someterse a los romanos al mismo tiempo que a Dios» (Guerra de los Judíos II, 433).

La trampa de la pregunta

            Con este presupuesto, se advierte que la pregunta que le hacen a Jesús sobre si es lícito pagar el tributo podía compro­meterlo gravemente ante las autoridades romanas (si decía que no), o ante los sectores más progresistas y politizados del país (si decía que sí). Además, la pregunta es especialmente insidiosa, porque no se mueve a nivel de hechos, sino a nivel principios, de licitud o ilicitud.

En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron:
̶  Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?

La respuesta de Jesús

Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús:
̶  Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.
Le presentaron un denario. Él les preguntó:
̶  ¿De quién son esta cara y esta inscripción?
Le respondieron:
̶  Del César.
Entonces les replicó:
                ̶  Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.  

            Jesús, que advierte enseguida la mala intención, ataca desde el comienzo: «¿Por qué me tentáis, hipócritas?» Pide la moneda del tributo, devuelve la pregunta y saca la conclusión. Jesús, como sus contemporáneos, acepta que el ámbito de dominio de un rey es aquel en el que vale su moneda. Si en Judá se usa el denario, con la imagen del César, significa que quien manda allí es el César, y hay que darle lo que es suyo.
            Estas palabras de Jesús, tan breves, han sido de enorme trascen­dencia al elaborar la teoría de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Y se han prestado también a inter­pretaciones muy distin­tas.

Las cosas de Dios

            Si analizamos el texto, las palabras: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios», no constituyen una evasiva, como algunos piensan. Van al núcleo del problema. Los fariseos y herodianos han preguntado si es lícito pagar tributo desde un punto de vista religioso, si ofende a Dios el que se pague. La respuesta contundente de Jesús es que a Dios le interesan otras cosas más importantes, y ésas no se las quieren dar. Teniendo presente el conjunto del evangelio, «las cosas de Dios», lo que le interesa, es que se escuche a Jesús, su enviado, que se acepte el mensaje del Reino, que se adopte una actitud de conversión, que se ponga término al raquitismo espiritual y religioso, que se sepa acoger a los débiles, a los menesterosos, a los marginados. Eso no interesa ni preocupa a fariseos y herodianos, pero es la cuestión principal. Si el evangelio no fuese tan escueto, podría haber parafraseado la respuesta de Jesús de esta manera: ¿Es lícito poner el sábado por encima del hombre? ¿Es lícito cargar fardos pesados sobre las espaldas de los hombres y no empujar ni con un dedo? ¿Es lícito llamar la atención de la gente para que os hagan reverencias y os llamen maestros? ¿Es lícito impedir a la gente el acceso al Reino de Dios? ¿Es lícito hacer estúpidas disquisiciones sobre los votos y juramentos? ¿Es lícito dejar morir de hambre al padre o a la madre por cumplir un voto? ¿Es lícito pagar los diezmos de la menta y del comino, y olvidar la honradez, la compasión y la sinceridad? En todo esto es donde están en juego «las cosas de Dios», no en el pago del tributo al César.
            Naturalmente, la comunidad cristiana pudo sacar de aquí conse­cuencias prácticas. Frente a la postura intransigente de los sicarios, defender que no era pecado pagar tributo al César. Y, con una perspectiva más amplia, fundamentar una teoría sobre la conviven­cia del cristiano en la sociedad civil, sin necesidad de buscar por todas partes enfrentamientos inútiles. Siempre, incluso en las peores circunstancias políticas, nadie podrá arrebatarle a la iglesia y al cristiano la posibilidad de dar a Dios lo que es de Dios.

El emperador no siempre es enemigo (1ª lectura)

En Israel, desde los primeros siglos, hubo gente fanática y enemiga de conceder el poder político a un hombre mortal. El único rey debía ser Dios, aunque no quedaba claro cómo ejercía en la práctica esa realeza. Otros grupos, sin negarle la autoridad suprema a Dios, aceptaban el gobierno de un rey humano. Pero siempre debía tratarse de un israelita, no de un extranjero. La novedad del texto de Isaías, una auténtica revolución teológica para la época, es que Dios, aunque afirma su suprema autoridad («Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios»), él mismo escoge al rey persa Ciro, lo lleva de la mano, le pone la insignia y le concede la victoria. Porque Ciro, al cabo de pocos años, será quien conquiste Babilonia y libere a los judíos, permitiéndoles volver a su tierra.
            Este proceso de esclavitud – liberación – vuelta a la tierra recuerda al ocurrido siglos antes, cuando el pueblo salió de Egipto. La gran novedad, escandalosa para muchos judíos, es que ahora el salvador humano no es un nuevo Moisés sino un emperador pagano.
            El texto ha sido elegido para confirmar con un ejemplo histórico que se puede respetar al emperador, pagar tributo, sin por ello ofender a Dios.

Asi dice el Señor a su Ungido, a Ciro, a quien lleva de la mano: «Doblegaré ante él las naciones, desceñiré las cinturas de los reyes, abriré ante él las puertas, los batientes no se le cerrarán. Por mi siervo Jacob, por mi escogido Israel, te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías. Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios. Te pongo la insignia, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí. Yo soy el Señor, y no hay otro.
 

miércoles, 8 de octubre de 2014

Un banquete que termina mal. Domingo 28. Ciclo A


El domingo anterior, la parábola de los viñadores homicidas terminaba diciendo que la viña sería consignada «a un pueblo que produzca sus frutos» (v.43). Algo parecido afirma la parábola de hoy, la de los invitados al banquete, que nos ha llegado a través de Mateo y Lucas. Para comprender el enfoque de Mateo considero esencial tener en cuenta no sólo el texto de Isaías sino también el de Lucas.

El punto de partida: un festín de manjares suculentos (1ª lectura)

            La parábola de los invitados a la boda se inspira en un poema del libro de Isaías a propósito del gran banquete que Dios organizará “en este monte”, Jerusalén, que supondrá la alegría, la salvación y la victoria sobre la muerte para todos los pueblos.

            Aquel día,
            el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos,             en este monte,
            un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera;
            manjares enjundiosos, vinos generosos.
            Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos,
            el paño que tapa a todas las naciones. 
            Aniquilará la muerte para siempre.
            El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros,
            y el oprobio de su pueblo lo alejará de todo el país.
            Aquel día se dirá:
            «Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara;
            celebremos y gocemos con su salvación.
            La mano del Señor se posará sobre este monte

La reinterpretación irónica de Lucas (Lc 14,15-24)

            El texto de Isaías podía provocar en cualquiera el sentimiento que pone Lucas en boca de un oyente de Jesús: «¡Dichoso el que coma en el Reino de Dios!». Entonces Jesús, con gran dosis de ironía y realismo, cuenta una parábola que podemos dividir en dos actos:

            Acto I:
ü  un hombre organiza un gran banquete;
ü  envía a un criado a llamar a los invitados;
ü  los invitados se excusan de buena manera.
            Acto II:
ü  El hombre, irritado, manda al criado a invitar al banquete a pobres, lisiados, ciegos y cojos;
ü  el criado obedece, pero todavía sobra sitio;
ü  el hombre vuelve a enviarlo «hasta que se llene la casa».
            Moraleja:
«Ninguno de aquellos invitados probará mi banquete».
            En la versión de Lucas, la parábola contada por Jesús explica por qué en la comunidad cristiana (el banquete) no están los que cabría esperar (los judíos), sino otros (los paganos). Del optimismo exagerado de Isaías pasamos al terrible realismo con que Jesús enfoca siempre las cuestiones.

La reinterpretación más dura y crítica de Mateo

            La versión de Lucas podía suscitar en las comunidades cristianas un sentimiento de satisfacción y de falsa seguridad. Para evitarlo, Mateo añade una última escena e introduce también interesantes cambios; los dos actos se convierten cuatro:

            «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: "Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda. " Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: "La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda." Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales.
            Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?" El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: "Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes." Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.»

            Acto I:
ü  Un rey invita a la boda de su hijo;
ü  envía criados (en plural);
ü  los invitados no quieren ir.
            Acto II:
ü  El rey vuelve a enviar criados;
ü  los invitados no hacen caso a los criados e incluso matan a algunos de ellos;
ü  el rey mata a los asesinos y prende fuego a su ciudad.
            Acto III:
ü  El rey manda a recoger a por las calles a todo, malos y buenos;
ü  La sala se llena de comensales.
            Acto IV:
ü  El rey descubre a un comensal sin traje de fiesta;
ü  manda expulsarlo del banquete.
            Moraleja:
                        «Hay más llamados que escogidos».

            Mateo ha reinterpretado la parábola a la luz de los acontecimientos posteriores y en clara polémica con las autoridades religiosas judías.
            En el Acto I, el protagonista no es un hombre cualquiera, sino un rey (Dios), que celebra la boda de su hijo (Jesús). Y no envía a un solo criado, sino a muchos (referencia a los antiguos profetas y a los misioneros cristianos). Los invitados, en vez de excusarse de buena manera, como en Lucas, simplemente no quieren ir.
            Entonces introduce Mateo un acto nuevo (II), donde la invitación del rey encuentra una oposición mucho mayor (incluso llegan a matar a algunos criados) y la reacción del monarca es terrible, porque manda su ejército a acabar con los asesinos y a prender fuego a la ciudad (destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70).
            El Acto III también representa una novedad con respecto a Lucas: no se invita a pobres, lisiados, ciegos y cojos, sino a todos, buenos y malos. El enfoque socio-económico de Lucas (en el banquete entran los marginados sociales) lo sustituye Mateo por el moral (todo tipo de personas).
            Pero Mateo añade un nuevo Acto, el IV, que es la que más le interesa: un invitado se presenta sin vestido de boda y es echado fuera.
            Con estos cambios, la parábola explica por qué la comunidad cristiana está compuesta de personas tan imprevisibles y, al mismo tiempo, contiene un toque de atención para todas ellas. En el Reino de Dios puede entrar cualquiera, bueno o malo. Pero, si se acepta la invitación, hay que presen­tarse dignamente vestido.

Ni frac ni maxifalda

            Para entrar en una mezquita hay que descalzarse. Para entrar en una sinagoga hay que cubrirse la cabeza. Para entrar en cualquier iglesia se aconseja o exige un vestido digno. Pero el vestido del que habla la parábola no se mide en centímetros ni se debe caracterizar por su elegancia. Es una forma de comportarse con Dios y con el prójimo. O, utilizando una metáfora de san Pablo, hay que vestirse de nuestro Señor Jesucristo. No es un disfraz. Es un modo de vivir y de actuar que recuerde a los demás, dentro de lo posible, como él vivió y actuó.



miércoles, 1 de octubre de 2014

De canción de amor a canción de muerte. Domingo 27 Ciclo A.

Acto I: Explanada del templo de Jerusalén. Hacia 735 a.C.

El murmullo se apaga lentamente. Cuando se hace silencio, Isaías se dirige a la gente congregada: «Voy a cantar una canción de amor. Del amor de mi amigo a su viña». El público sonríe incrédulo. No imagina al profeta cantando una canción de amor. Lo más frecuente en él son denuncias y elegías.
            La canción habla del trabajo entusiasta que dedica su amigo a una hermosa viña: entrecava el terreno, lo descanta, plata buenas cepas, construye una atalaya y, esperando una magnífica cosecha, cava un lagar. Pero, al cabo del tiempo, la viña, en vez de dar uvas hermosas y dulces, da ácidos agrazones.
            Isaías aparta la cítara y mira fijamente al público: «Ahora os toca a vosotros hacer de jueces entre mi amigo y su viña. ¿Podía hacer por ella más de lo que hizo».
La gente guarda silencio e Isaías continúa: «Voy a deciros lo que hará mi amigo: derribará su valla para que sirva de pasto a ovejas y cabras, para que la pisoteen mulos y toros; la arrasará para que crezcan en ella zarzas y cardos, y prohibirá a las nubes que lluevan sobre ella».
El profeta se interrumpe y pregunta de nuevo: «¿Quién es mi amigo y cuál es su viña?» Pero no da tiempo a que nadie intervenga: «La viña del Señor sois vosotros, los hombres de Israel y de Judá. Dios ha hecho mucho por vosotros, y esperó a cambio que practicarais el derecho y la justicia, que os portarais bien con el prójimo. Pero sólo habéis producido asesinatos y provocado lamentos».
            El texto de la canción es la 1ª lectura de hoy:

Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña. 
Mi amigo tenía una viña en fértil collado. 
La entrecavó, la descantó, y plantó buenas cepas;
construyó en medio una atalaya y cavó un lagar. 
Y esperó que diese uvas, pero dio agrazones. 
Pues ahora, habitantes de Jerusalén, hombres de Judá,
por favor, sed jueces entre mí y mi viña. 
¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? 
¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones? 
Pues ahora os diré a vosotros lo que voy a hacer con mi viña:
quitar su valla para que sirva de pasto,
derruir su tapia para que la pisoteen. 
La dejaré arrasada:
no la podarán ni la escardarán, crecerán zarzas y cardos;
prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella. 
La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel;
son los hombres de Judá su plantel preferido.
Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; 
esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos.

Acto II: Explanada del templo de Jerusalén. Hacia año 29 de nuestra era.

Jesús acaba de contar a los sacerdotes y senadores la parábola de los dos hermanos, advirtiéndoles que las prostitutas y los publicanos les llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Inmediatamente, sin darles tiempo a reaccionar ni responder, les dice:
Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar…
― Ésa ya la sabemos, comenta uno en voz alta. Ésa no es tuya, es de Isaías.
Jesús no se inmuta. Y la parábola toma de repente un rumbo imprevisible. A diferencia de la viña de Isaías, ésta sí da fruto. El problema no radica en la viña, sino en los viñadores, que se niegan a entregar los frutos a su legítimo propietario.
El drama se desarrolla en tres etapas. En las dos primeras, el dueño envía unos criados, y los viñadores los apalean, matan o apedrean. En la tercera, envía a su propio hijo. Cuando lo matan, Jesús, igual que Isaías, se encara con los oyentes, pidiéndoles su opinión: «¿Qué hará con aquellos labrado­res?»
A diferencia de lo que ocurre en Isaías, los oyentes intervienen, emitiendo una sentencia tremendamente dura: los viñadores merecen la muerte y la viña será entregada a otros más honrados.

En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:
Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: "Tendrán respeto a mi hijo."Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: "Éste es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia." Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?»
Le contestaron:
Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos.
Y Jesús les dice: 
¿No habéis leído nunca en la Escritura: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente"?  Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.»

Tres grandes enseñanzas

            1. La canción de la viña de Isaías insiste en una idea que a muchos cristianos todavía les resulta extraña: el amor de Dios se paga con amor al prójimo. Dios ha hecho mucho por los israelitas, pero lo que pide de ellos no es actos de culto sino la práctica de la justicia y el derecho. Jesús dirá que el segundo mandamiento (amar al prójimo) es tan importante como el primero (amar a Dios). Y la 1ª carta de Juan afirma: «Si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amar… a nuestros hermanos».
            2. Para Jesús, a diferencia de Isaías, el pueblo no es una viña mala e improductiva. Al contra­rio, da frutos a su tiempo. El mal radica en las autoridades religiosas, que consideran la viña propiedad privada y no recono­cen a su auténtico propietario. Por eso Mateo termina con un comentario incomprensiblemente suprimido por la liturgia: «Al oír sus parábolas, los sumos sacerdotes y los fariseos se dieron cuenta de que iban por ellos» (v.45). Sería completamente equivocado utilizar la homilía de este domingo para atacar al público presente, que bastante hace con soportarnos. Quienes debemos sentirnos especialmente interpelados somos los que tenemos una responsabilidad dentro de la comunidad cristiana.
            3. En su versión final (véase “Una cuestión discutida”), la parábola subraya la importancia y triunfo de Jesús. Después de todos los profetas (los criados), él es “el hijo”, lo más valioso que Dios puede mandar. Y aunque las autoridades religiosas lo infravaloren y desprecien, él termina convertido en la piedra angular del nuevo edificio de la Iglesia. 

Una cuestión discutida

Muchos comentaristas piensan que la parábola primitiva contada por Jesús hablaba sólo del envío de los criados, los profetas, a los que los viñadores apalean, matan o apedrean. Y terminaría con las palabras: «Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.» Es pueblo eran los seguidores de Jesús.

Cuando lo mataron, los primeros cristianos pensaron que este era el mayor crimen, y se habrían añadido las palabras referentes al envío y la muerte del hijo. En la misma línea de subrayar la importancia de Jesús habría añadido las palabras del Salmo 118,22: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente». Es un cambio fuerte de metáfora. Los viñadores se convierten en arquitectos, y el hijo en una piedra. Los constructo­res la desechan, porque no la consideran válida como piedra angular, la que soporta el peso de todo el arco. Sin embargo, Dios la coloca en un puesto de privilegio. Con este añadido, la parábola pierde en clari­dad, pero advierte a las autoridades religiosas que su crimen no ha servido de nada, y alegra a los cristianos con la certeza del triunfo de Jesús.