Después de la parábola del rico y
Lázaro, Lucas empalma cuatro enseñanzas de Jesús a los apóstoles a propósito
del escándalo, el perdón, la fe y la humildad. Son frases muy breves, sin
aparente relación entre ellas, pronunciadas por Jesús en distintos momentos. De
esas cuatro enseñanzas, el evangelio de este domingo ha seleccionado sólo las
dos últimas, sobre la fe y la humildad (Lucas 17,5-10).
Menos fe que un ateo
En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor:
‒ Auméntanos la fe.
El Señor contestó:
‒ Si tuvierais fe
como un granito de mostaza, diríais a esa montaña: «Arráncate de raíz y
plántate en el mar». Y os obedecería.
El
evangelio de Mateo cuenta algo parecido: un padre trae a su hijo, que sufre ataques
de epilepsia, para que lo curen los apóstoles. Ellos no lo consiguen. Aparece
Jesús, y lo cura de inmediato. Los apóstoles, admirados, le preguntan por qué
ellos no han sido capaces de curarlo. Y Jesús les responde: “Por vuestra poca
fe. Si tuvierais fe como un grano de mostaza…”
Lucas
le da un enfoque distinto, más irónico y malicioso. En su evangelio los
apóstoles no buscan la explicación a un fracaso, sino que formulan una petición:
“Auméntanos la fe”.
¿Qué
piden los apóstoles? ¿Qué idea tienen de la fe? Ya que no eran grandes
teólogos, ni habían estudiado nuestro catecismo, su preocupación no se centra
en el Credo ni en un conjunto de verdades. Si leemos el evangelio de Lucas
desde el comienzo hasta el momento en el que los apóstoles formulan su petición,
encontramos cuatro episodios en los que se habla de la fe:
Jesús,
viendo la fe de cuatro personas que le llevan a un paralítico, lo
perdona y lo cura (5,20).
Cuando
un centurión le pide a Jesús que cure a su criado, diciendo que le basta pronunciar
una palabra para que quede sano, Jesús se admira y dice que nunca ha visto
una fe tan grande, ni siquiera en Israel (7,9).
A
la prostituta que llora a sus pies, le dice: “Tu fe te ha salvado”
(7,50).
A
la mujer con flujo de sangre: “Hija, tu fe te ha salvado” (8,48).
En
todos estos casos, la fe se relaciona con el poder milagroso de Jesús. La
persona que tiene fe es la que cree que Jesús puede curarla o curar a otro.
Pero
la actitud de los apóstoles no es la de estas personas. En el capítulo 8, cuando
una tempestad amenaza con hundir la barca en el lago, no confían en el poder de
Jesús y piensan que morirán ahogados. Y Jesús les reprocha: “¿Dónde está
vuestra fe? (8,25). La petición del evangelio de hoy, “auméntanos la fe”,
empalmaría muy bien con ese episodio de la tempestad calmada: “tenemos poca fe,
haz que creamos más en ti”. Pero Jesús, como en otras ocasiones, responde de
forma irónica y desconcertante: “Vuestra fe no llega ni al tamaño de un grano
de mostaza”.
¿Qué
puede motivar una respuesta tan dura a una petición tan buena? El texto no lo
dice. Pero podemos aventurar una idea: lo que pretende Lucas es dar un severo
toque de atención a los responsables de las comunidades cristianas. La historia
demuestra que muchas veces los papas, obispos, sacerdotes y religiosos/as nos
consideramos por encima del resto del pueblo de Dios, como las verdaderas
personas de fe y los modelos a imitar. No sería raro que esto mismo ocurriese
en la iglesia antigua, y Lucas nos recuerda las palabras de Jesús: “No presumáis
de fe, no tenéis ni un gramo de ella”.
Ni las gracias ni propina
En
línea parecida iría la enseñanza sobre la humildad. El apóstol, el misionero,
los responsables de las comunidades, pueden sufrir la tentación de pensar que
hacen algo grande, excepcional. Jesús vuelve a echarles un jarro de agua fría.
Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor;
cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: «En seguida, ven y ponte a
la mesa»? ¿No le diréis: «Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y
bebo, y después comerás y beberás tú»? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado
porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo
mandado, decid: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que
hacer».
La
parábola es de una ironía sutil. Al principio, el lector u oyente se siente un
gran propietario, que dispone de criados a los que puede dar órdenes. Al final,
le dicen que el propietario es Dios, y él es un pobre siervo, que se limita a hacer
lo que le mandan. El mensaje quizá se capte mejor traduciendo la parábola a una
situación actual.
Suponed que entráis en un bar.
¿Quién de vosotros le dice al camarero: «¿Qué quiere usted tomar?». ¿No le
decís: «Una cerveza», o «un café»? ¿Tenéis que darle las gracias al camarero
porque lo traiga?¿Tenéis que dejarle una propina? Pues vosotros sois como el
camarero. Cuando hayáis hecho lo que Dios os encargue, no penséis que habéis
hecho algo extraordinario. No merecéis las gracias ni propina.
Un
lenguaje duro, hiriente, muy típico del que usa Jesús con sus discípulos.
El profeta Habacuc y la fe (Hab 1,2-3; 2, 2-4)
La
primera lectura, tomada de la profecía de Habacuc habla también de la fe,
aunque el punto de vista es muy distinto. El mensaje de este profeta es de los más breves y de
los más desconocidos. Una lástima, porque el tema que trata es de perenne
actualidad: la injusticia del imperialismo. En su época, el recuerdo reciente de la
opresión asiria se une a la experiencia del dominio egipcio y babilónico. Tres
imperios distintos, una misma opresión. El profeta comienza quejándose a Dios:
¿Hasta
cuándo clamaré, Señor, sin que escuches?
¿Te
gritaré “violencia” sin que salves?
¿Por qué me haces ver desgracias,
me muestras trabajos, violencias y catástrofes,
surgen luchas, se alzan contiendas?
Habacuc no comprende que Dios contemple
impasible las desgracias de su tiempo, la opresión del faraón y de su
marioneta, el rey Joaquín. Y el Señor le responde que piensa castigar a los
opresores egipcios mediante otro imperio, el babilónico (1,5-8). Pero esta
respuesta de Dios es insatisfactoria: al cabo de poco tiempo, los babilonios
resultan tan déspotas y crueles como los asirios y los egipcios. Y el profeta
se queja de nuevo a Dios: le duele la alegría con la que el nuevo imperio se
apodera de las naciones y mata pueblos sin compasión. No comprende que Dios «contemple en silencio a los traidores, al
culpable que devora al inocente». Y así, en actitud vigilante, espera una
nueva respuesta de Dios.
El Señor me respondió así:
«Escribe la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de
corrido.
La visión espera su momento, se acerca su término y no fallará;
si tarda, espera, porque ha de llegar sin retrasarse.
El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe.»
La
visión que llegará sin retrasarse es la de la destrucción de Babilonia. El
injusto es el imperio babilónico, que será castigado por Dios. El justo es el
pueblo judío y todos los que confíen en la acción salvadora del Señor.
El
tema tratado por Habacuc no tiene relación con la petición de los discípulos.
Pero las palabras finales, “el justo vivirá por su fe”, tuvieron mucha
importancia para san Pablo, que las relacionó con la fe en Jesús. Este puede
ser el punto de contacto con el evangelio. Porque, aunque nuestra fe no llegue
al grano de mostaza ni esperemos cambiar montañas de sitio, esa pizca de fe en
Jesús nos da la vida, y es bueno seguir pidiendo: “auméntanos la fe”.