En
el evangelio del domingo anterior, Pedro, inspirado por Dios, confiesa a Jesús
como Mesías. Inmediatamente después, dejándose llevar por su propia
inspiración, intenta apartarlo del plan que Dios le ha encomendado. El
relato lo podemos dividir en tres escenas.
1ª escena:
Jesús y los discípulos (primer anuncio de la pasión y resurrección)
En
aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a
Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y
escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Pedro
acaba de confesar a Jesús como Mesías. Él piensa en un Mesías glorioso,
triunfante. Por eso, Jesús considera esencial aclarar las ideas a sus
discípulos. Se dirigen a Jerusalén, pero él no será bien recibido. Al contrario,
todas las personas importantes, los políticos (“ancianos”), el clero alto
(“sumos sacerdotes”) y los teólogos (“escribas”) se pondrán en contra suya, le
harán sufrir mucho, y lo matarán. Es difícil poner de acuerdo a estas tres
clases sociales. Sin embargo, aquí coinciden en el deseo de hacer sufrir y
eliminar a Jesús. Pero todo esto, que parece una simple conjura humana, Jesús
lo interpreta como parte del plan de Dios. Por eso, no dice a los discípulos: «Vamos a Jerusalén, y
allí una panda de canallas me va a perseguir y matar», sino «tengo que ir» a Jerusalén a cumplir la misión que
Dios me encomienda, que implicará el sufrimiento y la muerte, pero que
terminará en la resurrección.
Para
la concepción popular del Mesías, como la que podían tener Pedro y los otros,
esto resulta inaudito. Sin embargo, la idea de un personaje que salva a su
pueblo y triunfa a través del sufrimiento y la muerte no es desconocida al
pueblo de Israel. La expresó un profeta anónimo, y su mensaje ha quedado en el
c.53 de Isaías sobre el Siervo de Dios.
2ª escena:
Pedro y Jesús (vuelven las tentaciones)
Jesús
termina hablando de resurrección, pero lo que llama la atención a Pedro es el «padecer mucho» y el «ser ejecutado».
Según Mc 8,32, Pedro se puso entonces a reprender a Jesús, pero no se recogen las
palabras que dijo. Mateo describe su reacción con más crudeza:
Pedro
se lo llevó aparte y se puso a increparlo:
―
¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.
Jesús
se volvió y dijo a Pedro:
―
Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los
hombres, no como Dios.
Ahora
no es Dios quien habla a través de Pedro, es Pedro quien se deja llevar por su
propio impulso. Está dispuesto a aceptar a Jesús como Mesías victorioso, no como
Siervo de Dios. Y Jesús, que un momento antes lo ha llamado «bienaventurado»,
le responde con enorme dureza: «¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces
tropezar!»
Estas palabras traen a la memoria el
episodio de las tentaciones a las que Satanás sometió a Jesús después
del bautismo. El puesto del demonio lo ocupa ahora Pedro, el discípulo que más
quiere a Jesús, el que más confía en él, el más entusiasmado con su persona y
su mensaje. Y Jesús, que no vio especial peligro en las tentaciones de Satanás,
ve aquí un grave peligro para él. Por eso, su reacción no es serena, como ante
el demonio; no aduce tranquilamente argumentos de Escritura para rechazar al
tentador, sino que está llena de violencia: «tú
piensas como los hombres, no como Dios.»
Los hombres tendemos a rechazar el sufrimiento y la muerte,
no los vemos espontáneamente como algo de lo que se pueda sacar algún bien.
Dios, en cambio, sabe que eso tan negativo puede producir gran fruto.
Esta
función de tentador que desempeña Pedro en el pasaje y la reacción tan enérgica
de Jesús nos recuerdan que las mayores tentaciones para nuestra vida cristiana
no proceden del demonio, sino de las personas que están a nuestro lado y nos
quieren. Frente a una mentalidad que mitifica y exagera el peligro del demonio
en nuestra vida, es interesante recordar este episodio evangélico y unas
palabras de santa Teresa que van en la misma línea. Después de contar las dudas
e incertidumbres por las que atravesó en muchos momentos de su vida, causadas
a veces por confesores que le hacían ver el demonio en todas partes, resume su
experiencia final: «...tengo
yo más miedo a los que tan grande le tienen al demonio que a él mismo; porque
él no me puede hacer nada, y estotros, en especial si son confesores,
inquietan mucho, y he pasado algunos años de tan gran trabajo, que ahora me
espanto cómo lo he podido sufrir» (Vida,
cap. 25, nn.20-22).
3ª escena:
Jesús y los discípulos (parábola del maletín y el joyero)
Entonces
dijo Jesús a sus discípulos:
―
El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz
y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda
por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero,
si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del
hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a
cada uno según su conducta.
No se conocían de nada,
sólo les unió compartir dos asientos de primera clase. Ella colocó en el
compartimento un elegante estuche con sus joyas. Él, un pesado maletín con su
portátil y documentos de sumo interés. El pánico fue común al cabo de unas
horas, cuando vieron arder uno de los motores y oyeron el aviso de prepararse
para un aterrizaje de emergencia. Tras el terrible impacto contra el suelo,
ella renunció a sus joyas y corrió hacia la salida. Él se retrasó intentando
salvar sus documentos. El cadáver y el maletín los encontraron al día
siguiente, cuando los bomberos consiguieron apagar el incendio. Extrañamente,
ella recuperó intacto el estuche de sus joyas.
En
tiempos de Jesús no había aviones, y él no pudo contar esta parábola. Pero le
habría servido para explicar la enseñanza final de este evangelio. Para entender
esta tercera parte conviene comenzar por el final, el momento en el que el Hijo
del Hombre vendrá a pagar a cada uno según su conducta. En realidad, sólo hay
dos conductas: seguir a Jesús (salvar la vida, renunciando al joyero) o seguirse
a uno mismo (salvar el maletín a costa de la vida). Seguir a Jesús supone
un gran sacrificio, incluso se puede tener la impresión de que uno pierde lo
que más quiere. Seguirse a uno mismo resulta más importante, salvar la vida y
el maletín. Pero el avión está ya ardiendo y no caben dilaciones. El que quiera
salvar el maletín, perderá la vida. Paradójicamente, el que renuncia al joyero
salva la vida y recupera las joyas.