26 de abril de 2014
La víspera de la
canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, volviendo al Instituto Bíblico,
encuentro a un compañero jesuita acompañado de un visitante que ha venido a la
ceremonia. Me lo presenta, me pregunta qué enseño y le respondo: Antiguo
Testamento. «¿No estamos ya en el Nuevo? Para qué sirve el Antiguo?» «Sin el
Antiguo no se puede entender el Nuevo», le contesté. El evangelista Lucas, en
su relato sobre la aparición a los dos discípulos que van camino de Emaús,
parece darme la razón.
Dos discípulos de Jesús iban
andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús,
distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había
sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se
puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo:
― ¿Qué
conversación es esa que traéis mientras vais de camino?
Ellos se
detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le
replicó:
― ¿Eres tú el
único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?
Él les
preguntó:
― ¿Qué?
Ellos le
contestaron:
― Lo de
Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios
y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes
para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él
fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace dos días que sucedió esto.
Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues
fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron
diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que
estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron
como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.
Entonces
Jesús les dijo:
― ¡Qué necios
y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que
el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?
Y, comenzando
por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en
toda la Escritura. Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de
seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo:
― Quédate con
nosotros, porque atardece y el día va de caída.
Y entró para
quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la
bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo
reconocieron. Pero él desapareció. Ellos comentaron:
― ¿No ardía
nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las
Escrituras?
Y,
levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a
los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
― Era verdad,
ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.
Y ellos
contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al
partir el pan.
Hay que olvidar lo que sabemos
Para
comprender el relato de los discípulos de Emaús hay que olvidar todo lo leído
en los días pasados, desde la Vigilia del Sábado Santo, a propósito de las
apariciones de Jesús. Porque Lucas ofrece una versión peculiar de los
acontecimientos. Al final de su evangelio cuenta sólo tres apariciones:
1) A todas las
mujeres, no a dos ni tres, se aparecen dos ángeles cuando van al sepulcro a
ungir el cuerpo de Jesús.
2) A dos
discípulos que marchan a Emaús se les aparece Jesús, pero con tal aspecto que
no pueden reconocerlo, y desaparece cuando van a comer.
3) A todos los
discípulos, no sólo a los Once, se aparece Jesús en carne y hueso y come ante
ellos pan y pescado.
Dos cosas llaman
la atención comparadas con los otros evangelios: 1) las apariciones son para
todas y para todos, no para un grupo selecto de mujeres ni para sólo los once.
2) La progresión creciente: ángeles – Jesús irreconocible – Jesús en carne y
hueso.
Jesús, Moisés, los profetas y los salmos
Hay un detalle
común a los tres relatos de Lucas: las catequesis. Los ángeles hablan a las
mujeres, Jesús habla a los de Emaús, y más tarde a todos los demás. En los tres
casos el argumento es el mismo: el Mesías tenía que padecer y morir para entrar
en su gloria. El mensaje más escandaloso y difícil de aceptar requiere que se
trate con insistencia. Pero, ¿cómo se demuestra que el Mesías tenía que padecer
y morir? Los ángeles aducen que Jesús ya lo había anunciado. Jesús, a los de
Emaús, se basa en lo dicho por Moisés y los profetas. Y el mismo Jesús, a todos
los discípulos, les abre la mente para comprender lo que de él han dicho
Moisés, los profetas y los salmos. La palabra de Jesús y todo el Antiguo
Testamento quedan al servicio del gran mensaje de la muerte y resurrección.
La trampa política que tiende Lucas
Para comprender a
los discípulos de Emaús hay que recordar el comienzo del evangelio de Lucas,
donde distintos personajes formulan las más grandes esperanzas políticas y
sociales depositadas en la persona de Jesús. Comienza Gabriel, que repite cinco
veces a María que su hijo será rey de Israel. Sigue la misma María, alabando a
Dios porque ha depuesto del trono a los poderosos y ensalzado a los humildes,
porque a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Los ángeles vuelven a hablar a los pastores del nacimiento del Mesías.
Zacarías, el padre de Juan Bautista, también alaba a Dios porque ha suscitado
en la casa de David un personaje que librará al pueblo de Israel de la opresión
de los enemigos. Finalmente, Ana, la beata revolucionaria de ochenta y cuatro
años, habla del niño Jesús a todos los que esperan la liberación de Jerusalén.
Parece como si Lucas alentase este tipo de esperanza político-social-económica.
Del desencanto al entusiasmo
El tema lo recoge
en el capítulo final de su evangelio, encarnándolo en los dos de Emaús, que
también esperaban que Jesús fuera el libertador de Israel. No son galileos, no
forman parte del grupo inicial, pero han alentado las mismas ilusiones que
ellos con respecto a Jesús. Están convencidos de que el poder de sus obras y de
su palabra va a ponerlos al servicio de la gran causa religiosa y política: la liberación
de Israel. Sin embargo, lo único que consiguió fue su propia condena a muerte.
Ahora sólo quedan unas mujeres lunáticas y un grupo se seguidores indecisos y
miedosos, que ni siquiera se atreven a salir a la calle o volver a Galilea. A
ellos no los domina la indecisión ni el miedo, sino el desencanto. Cortan su
relación con los discípulos, se van de Jerusalén.
En este
momento tan inadecuado es cuando les sale al encuentro Jesús y les tiene una
catequesis que los transforma por completo. Lo curioso es que Jesús no se les
revela como el resucitado, ni les dirige palabras de consuelo. Se limita a
darles una clase de exégesis, a recorrer la Ley y los Profetas, espigando,
explicando y comentando los textos adecuados. Pero no es una clase aburrida.
Más tarde comentarán que, al escucharlo, les ardía el corazón.
El misterioso
encuentro termina con un misterio más. Un gesto tan habitual como partir el pan
les abre los ojos para reconocer a Jesús. Y en ese mismo momento desaparece.
Pero su corazón y su vida han cambiado.
Los relatos de
apariciones, tanto en Lucas como en los otros evangelios, pretenden confirmar
en la fe de la resurrección de Jesús. Los argumentos que se usan son muy
distintos. Lo típico de este relato es que a la certeza se llega por los dos
elementos que terminarán siendo esenciales en las reuniones litúrgicas: la
palabra y la eucaristía.
Del entusiasmo al aburrimiento
Por
desgracia, la inmensa mayoría de los católicos ha decidido escapar a Emaús y
casi ninguno ha vuelto. «La misa no me dice nada». Es el argumento que utilizan
muchos, jóvenes y no tan jóvenes, para justificar su ausencia de la celebración
eucarística. «De las lecturas no me entero, la homilía es un rollo, y no puedo
comulgar porque no me he confesado». En gran parte, quien piensa y dice esto,
lleva razón. Y es una pena. Porque lo que podríamos calificar de primera misa,
con su dos partes principales (lectura de la palabra y comunión) fue una
experiencia que entusiasmó y reavivó la fe de sus dos únicos participantes: los
discípulos de Emaús. Pero hay una grande diferencia: a ellos se les apareció
Jesús. La palabra y el rito, sin el contacto personal con el Señor, nunca
servirán para suscitar el entusiasmo y hacer que arda el corazón.