Las tres lecturas
La primera, del libro del Génesis, ha sido elegida porque habla del pan y
del vino que el rey de Jerusalén ofreció a Abrán (no es una errata, el nombre
se lo cambió más tarde Dios en el de Abrahán). Parece un poco traída por los
pelos, pero los Padres de la Iglesia y los artistas han visto siempre en esta
escena un anuncio de la eucaristía, como la mejor ofrenda que se nos puede
hacer.
En aquellos días, Melquisedec, rey de Salén, sacerdote del Dios altísimo, sacó pan y vino, y bendijo a Abrán, diciendo:
‒ «Bendito sea Abrán por el Dios altísimo, creador de
cielo y tierra; bendito sea el Dios altísimo, que te ha entregado tus
enemigos.»
Y Abrán
le dio un décimo de cada cosa.
La segunda, de la carta a los Corintios, cuenta lo ocurrido en la última
cena. Lo más típico de Pablo es la advertencia final: cuando celebráis la cena
del Señor, no estáis celebrando una comida normal y corriente, en la que
algunos se emborrachan o se hartan de comer mientras otros pasan hambre (como
ocurría de hecho en la comunidad); estáis recordando el momento último de la
vida de Jesús, su entrega a la muerte por nosotros. Celebrar la eucaristía es
recordar el mayor acto de generosidad y de amor, incompatible con una actitud
egoísta.
Hermano: Yo
he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he
transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un
pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo,
que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía.» Lo mismo hizo con el
cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con
mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía.» Por eso, cada
vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor,
hasta que vuelva.
En el evangelio, Lucas, siguiendo a Marcos con pequeños cambios, describe
una escena muy viva, en la que la iniciativa la toman los discípulos. Le indican
a Jesús lo que conviene hacer y, cuando él ofrece otra alternativa, objetan que
tienen poquísima comida. La orden de recostarse en grupos de cincuenta
simplifica lo que dice Marcos, que divide a la gente en grupos de cien y de
cincuenta. Esta orden tan extraña se comprende recordando la organización del
pueblo de Israel durante la marcha por el desierto en grupos de mil, cien,
cincuenta y veinte (Éx 18,21.25; Dt 1,15). También en Qumrán se organiza al
pueblo por millares, centenas, cincuentenas y decenas (1QS 2,21; CD 13,1). Es
una forma de indicar que la multitud que sigue a Jesús equivale al nuevo pueblo
de Israel y a la comunidad definitiva de los esenios.
Jesús realiza los gestos
típicos de la eucaristía: alza la mirada al cielo, bendice los panes, los parte
y los reparte. Al final, las sobras se recogen en doce cestos.
En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban. Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle:
‒ «Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos
de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado.»
Él les
contestó:
‒ «Dadles vosotros de comer.»
Ellos
replicaron:
‒ «No tenemos más que cinco
panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este
gentío.»
Porque
eran unos cinco mil hombres. Jesús dijo a sus discípulos:
‒ «Decidles que se echen en
grupos de unos cincuenta.»
Lo
hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces,
alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se
los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y
se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.
¿Cómo hay que interpretar la multiplicación de los panes?
Podría entenderse como el
recuerdo de un hecho histórico que nos enseña sobre el poder de Jesús, su
preocupación no sólo por la formación espiritual de la gente, sino también por
sus necesidades materiales.
Esta interpretación
histórica encuentra grandes dificultades cuando intentamos imaginar la escena.
Se trata de una multitud enorme, cinco mil personas, sin tener en cuenta que
Lucas no habla de mujeres y niños, como hace Mateo. En aquella época, la
“ciudad” más grande de Galilea era Cafarnaúm, con unos mil habitantes. Para
reunir esa multitud tendrían que haberse quedados vacíos varios pueblos de
aquella zona. Incluso la propuesta de los discípulos de ir a los pueblos
cercanos a comprar comida resulta difícil de cumplir: harían falta varios
Hipercor y Alcampo para alimentar de pronto a tanta gente.
Aun admitiendo que Jesús
multiplicase los panes y peces, su reparto entre esa multitud, llevado a cabo
por sólo doce personas (a unas mil por camarero, si incluimos mujeres y niños)
plantea grandes problemas. Además, ¿cómo se multiplican los panes?, ¿en manos
de Jesús, o en manos de Jesús y de cada apóstol?, ¿tienen que ir dando viajes
de ida y vuelta para recibir nuevos trozos cada vez que se acaban? Después de
repartir la comida a una multitud tan grande, ya casi de noche, ¿a quién se le
ocurre ir a recoger las sobras en mitad del campo? ¿No resulta mucha casualidad
que recojan precisamente doce cestos, uno por apóstol? ¿Y cómo es que los
apóstoles no se extrañan lo más mínimo de lo sucedido?
Estas preguntas, que
parecen ridículas, y que a algunos pueden molestar, son importantes para
valorar rectamente lo que cuenta el evangelio. ¿Se basa el relato en un hecho
histórico, y quiere recordarlo para dejar claro el poder y la misericordia de
Jesús? ¿Se trata de algo puramente inventado por los evangelistas para
transmitir una enseñanza?
El trasfondo del Antiguo Testamento
Lucas, muy buen conocedor del
Antiguo Testamento vería en el relato la referencia clarísima a dos episodios
bíblicos.
En primer lugar, la imagen
de una gran multitud en el desierto, sin posibilidad de alimentarse, evoca la
del antiguo Israel, en su marcha desde Egipto a Canaán, cuando es alimentado
por Dios con el maná y las codornices gracias a la intercesión de Moisés. Pero
hay también otro relato sobre Eliseo que le vendría espontáneo a la memoria. Este
profeta, uno de los más famosos de los primeros tiempos, estaba rodeado de un
grupo abundante de discípulos de origen bastante humilde y pobre. Un día
ocurrió lo siguiente:
«Uno de Baal Salisá vino a traer al profeta el pan de las primicias, veinte
panes de cebada y grano reciente en la alforja. Eliseo dijo:
― Dáselos a la gente, que coman.
El criado replicó:
― ¿Qué hago yo con esto para cien personas?
Eliseo insistió:
― Dáselos a la gente, que coman. Porque así dice el Señor: Comerán y
sobrará.
Entonces el criado se los sirvió, comieron y sobró, como había dicho el
Señor»
(2 Re 4,42-44).
Lucas podía extraer
fácilmente una conclusión: Jesús se preocupa por las personas que le siguen,
las alimenta en medio de las dificultades, igual que hicieron Moisés y Eliseo
antiguamente. Al mismo tiempo, quedan claras ciertas diferencias. En
comparación con Moisés, Jesús no tiene que pedirle a Dios que resuelva el
problema, él mismo tiene capacidad de hacerlo. En comparación con Eliseo, su
poder es mucho mayor: no alimenta a cien personas con veinte panes, sino a
varios miles con solo cinco, y sobran doce cestos. La misericordia y el poder
de Jesús quedan subrayados de forma absoluta.
¿Sigue saciando Jesús nuestra hambre?
Aquí entra en juego un
aspecto del relato que parece evidente: su relación con la celebración
eucarística en las primeras comunidades cristianas. Jesús la instituye antes de
morir con el sentido expreso de alimento: “Tomad y comed... tomad y bebed”. Los
cristianos saben que con ese alimento no se sacia el hambre física; pero
también saben que ese alimento es esencial para sobrevivir espiritualmente. De
la eucaristía, donde recuerdan la muerte y resurrección de Jesús, sacan fuerzas
para amar a Dios y al prójimo, para superar las dificultades, para resistir en
medio de las persecuciones e incluso entregarse a la muerte. Lucas volverá
sobre este tema al final de su evangelio, en el episodio de los discípulos de
Emaús, cuando reconocen a Jesús “al partir el pan” y recobran todo el
entusiasmo que habían perdido.