Una catequesis poco
feliz ha hecho que muchos cristianos, sobre todo de mayor edad, vean al
Espíritu Santo como algo raro, que no desempeña ningún papel en sus vidas. Las
lecturas de este domingo podrían ayudarles a cambiar de opinión.
1. El Espíritu Santo: orador y traductor simultaneo
(Hechos 2,1-11).
Los frecuentes viajes que realizamos hoy día nos han hecho conscientes
de la importancia de los idiomas. Cuando solo se trata de comprar un bocadillo
o un refresco no es problema. Pero hablar de la persona de Jesús y de su
mensaje en las más diversas regiones del imperio romano no era nada fácil.
Omitiendo otros muchos pueblos, la lectura de Hechos menciona a partos, medos,
elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, Asia, Frigia,
Panfilia, Egipto, Libia, cretenses y árabes. ¿Cómo pudieron los primeros
cristianos proclamar el evangelio en idiomas tan distintos? Indudablemente,
aprendiendo con enorme dificultad la lengua de cara región, como hicieron más tarde
los misioneros en todas partes del mundo.
El libro de los Hechos hablará de muy diversas actuaciones del
Espíritu. Pero Lucas quiere comenzar por este episodio programático: si el
evangelio se ha extendido por todo el mundo ha sido gracias al Espíritu Santo.
Todo ha sido obra suya: el mensaje y la capacidad de traducirlo a cada lengua. El
mensaje lo resumen los protagonistas en cuatro palabras: “las maravillas de
Dios”. Lo que no acaban de entender es cómo ha sido posible ese fenómeno de
traducción simultánea.
Para contar este acontecimiento, Lucas se inspira en relatos del
Antiguo Testamento. Cuando Dios se revela a Moisés en el Sinaí: “hubo truenos y relámpagos
y una nube espesa sobre el monte... y toda la montaña temblaba” (Ex 19,16.18).
Por otra parte, el profeta Joel había anunciado que la venida del Espíritu iría
acompañada de “prodigios arriba en el cielo y signos abajo en la tierra:
sangre, fuego, columnas de humo”. Lucas no es tan tremendista. Le basta el
ruido de un “viento recio” y lenguas de fuego, que no aterrorizan a nadie, sino
que se posan suavemente sobre cada uno. El viento tiene estrecha relación con
el Espíritu (en hebreo y en griego se usan la misma palabra para ambas
realidades). Las lenguas anticipan ese don asombroso de hablar distintos
idiomas.
2. El Espíritu Santo y el sentirnos hijos de Dios
(Romanos 8,8-17).
Jesús nos enseñó a
llamar a Dios “Padre”. Pero muchos lo siguen viendo como juez severo, dispuesto
a castigar nuestros pecados, que infunde temor; otros, como un ser lejano,
desinteresado de nuestros sufrimientos y preocupaciones. Si somos cristianos,
si estamos bautizados y hemos recibido el Espíritu, ¿cómo podemos pensar de esa
manera?
La carta a los Romanos ilumina este contraste.
Hemos recibido un espíritu de hijos, el Espíritu atestigua que somos hijos de
Dios y herederos suyos. Pero no somos los hijos de un millonario que heredarán
todo automáticamente mientras se dedican a derrochar la fortuna de la familia.
Además de ser hijos hay que sentirse hijos, dejándose llevar por el Espíritu;
para heredar con Jesús hay que compartir su pasión. En muchas ocasiones, lo
difícil será conjugar estas dos experiencias: la del sufrimiento, la pasión, y
la de la paternidad de Dios. Esa fe necesaria para llamar a Dios “Padre”, como
hace Jesús en el huerto de los olivos, incluso cuando están cerca el
sufrimiento y la muerte. Y esto lo conseguimos gracias al Espíritu.
3. El Espíritu Santo, un premio sorpresa (Juan
14,15-16.23b-26).
“Si te portas bien,
tendrás un premio”, dicen muchos padres a sus hijos. “Si me amáis y guardáis
mis mandamientos, tendréis dos premios”, dice Jesús a sus discípulos. El
primero será un ser misterioso que les servirá de consuelo cuando Jesús esté
ausente. El segundo, la visita del mismo Padre y de Jesús, no una visita rápida
y de compromiso sino quedarse con nosotros de forma permanente. Y termina
aclarando quién es ese ser misterioso del primer premio: el Espíritu Santo. Este
regalo no es un objeto inerte que nos limitamos a contemplar. Nos recuerda todo
lo que dijo Jesús y nos enseña a cómo ponerlo en práctica. Consuelo, enseñanza
y recuerdo, tres efectos del Espíritu en todos nosotros.
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