jueves, 29 de junio de 2017

Indignidad, acogida y recompensa. Domingo 13 TO. Ciclo A




El largo discurso dirigido a los apóstoles (resumido en los domingos 11-13) termina con una serie de frases de Jesús que son, al mismo tiempo, muy severas y muy consoladoras. Las severas se dirigen a los apóstoles; las consoladoras, a quienes los acogen.

¿Quién no es digno de Jesús?

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles:
-«El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí;
el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí;
y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí.
El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará.

            La sección comienza con tres frases que terminan de la misma manera: “no es digno de mí”. Las dos primeras están muy relacionadas: no es digno de Jesús el que ama a su padre o a su madre más que a él, o el que ama a sus hijos o a su hija más que a él.

            Una leyenda cruel ayuda a explicar la postura de Jesús

            En el libro del Éxodo se cuenta que, mientras Moisés estaba en el monte Sinaí recibiendo del Señor las tablas de la Ley, los diez mandamientos, el pueblo, cansado de esperar, decidió fabricar un becerro de oro y adorarlo. Cuando Moisés baja del monte y contempla el espectáculo, rompe las tablas, se planta a la puerta del campamento y grita: «¡A mí los del Señor! Y se le juntaron todos los levitas.» Moisés les ordena: «Ciña cada uno la espada; pasad y repasad el campamento de puerta en puerta, matando, aunque sea al hermano, al compañero, al pariente». Los levitas cumplieron las órdenes de Moisés y este, al final, les dice: «¡Hoy os habéis consagrado al Señor a costa del hijo o del hermano, ganándoos hoy su bendición» (Éxodo 32,25-29).
            El historiador moderno duda que los levitas tuvieran espadas en el desierto y que llevaran a cabo esta matanza. Pero los antiguos no eran tan críticos. Aceptaban las cosas que se contaban, e incluso alaban a los levitas, ya que en un caso de grave conflicto entre los vínculos familiares y la fidelidad a Dios, optaron por lo segundo: «Dijeron a sus padres: ‘No os hago caso’; a sus hermanos: ‘No os reconozco’; a sus hijos: ‘No os conozco’. Cumplieron tus mandatos y guardaron tu alianza» (Deuteronomio 33,9).
            Se podría decir que Jesús exige a sus discípulos la misma actitud de los levitas. Pero hay dos diferencias importantísimas: 1) Jesús no ordena matar a los padres o a los hermanos en caso de conflicto. 2) Los levitas se comportaron así por fidelidad a los mandatos de Dios y a su alianza; los discípulos deben hacerlo por amor a Jesús. Al exigir este amor superior al de los seres más queridos, Jesús se está poniendo al nivel de Dios, al que hay que amar sobre todas las cosas. Los primeros cristianos, en momentos de persecución, se vieron a veces en la necesidad de optar entre el amor y la fidelidad a Jesús y el amor a la familia. La elección era dura, pero muchos la hicieron, convencidos de que recuperarían a sus padres e hijos en la vida futura. (La misma fe que confiesan la madre y sus siete hijos en el Segundo libro de los Macabeos, capítulo 7).
            La frase siguiente (“el que no coge su cruz…”) también se entiende mejor a la luz del texto del Deuteronomio. En él se dice que los levitas, por haber mostrado esa fidelidad a Dios, recibieron un gran premio y dignidad: “Enseñarán tus preceptos a Jacob y tu ley a Israel; ofrecerán incienso en tu presencia y holocaustos en tu altar.” Jesús no promete nada de esto a sus discípulos. Añade una nueva exigencia, mucho más dura: ya no se trata de posponer a los seres queridos sino de renunciar a la propia vida, con la seguridad de recobrarla en el futuro.

Acogida y recompensa

            El que os recibe a vosotros me recibe a mí,
y el que me recibe, recibe al que me ha enviado.
El que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta;
y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo.
El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.»
           
            La última parte se dirige a las personas que acojan a los discípulos: recibirlos a ellos equivale a recibir a Jesús y recibir al Padre. Estas palabras los sitúan muy por encima de profetas y justos, los grandes personajes religiosos de la época. La primera lectura cuenta como un matrimonio de Sunám decidió acoger en su casa al profeta Eliseo cuando pasaba por el pueblo; le construyeron una habitación en el piso de arriba y le proporcionaron una cama, una silla, una mesa y un candil. Una gran inversión para aquel tiempo. Pero recibieron su recompensa con el nacimiento de un hijo.
            En comparación con Eliseo, los discípulos pueden parecer unos “pobrecillos” sin importancia. A nadie se le ocurrirá darles alojamiento permanente. Pero basta un vaso de agua fresca (algo muy de agradecer cuando no existen bares ni agua corriente en las casas) para que esas personas reciban su recompensa.

Resumen


            Si en la primera parte entreveíamos los grandes conflictos familiares provocados por las persecuciones, en este final intuimos lo que experimentaron muchas veces los misioneros cristianos: la acogida amable y sencilla de personas que no los conocían. De estos últimos versículos, solo uno tiene paralelo en el evangelio de Marcos. El resto es original de Mateo, que ha querido redactar un final consolador, para dejarnos al final de este duro discurso un buen sabor de boca.


jueves, 22 de junio de 2017

Ni miedo a hablar, ni miedo a morir Domingo 12 del Tiempo Ordinario. Ciclo A


Iglesia copta de Egipto. 28 muertos. 26 mayo 2017

El discurso de misión

                El segundo de los cinco discursos de Jesús que incluye el evangelio de Mateo está dirigido a los discípulos, cuando los envía de misión. El domingo pasado (11 del Tiempo Ordinario), al coincidir con la fiesta del Corpus, no se leyó el comienzo, en el que Jesús, compadecido de la gente, abandonada como ovejas sin pastor, elige a doce para que anuncien el Reino de Dios, curen enfermedades, y hagan todo de forma gratuita. Ninguno de ellos imagina que este mensaje o esta actividad, sin pedir nada a cambio, pueda provocarles calumnias y persecuciones. Sin embargo, repetir el mensaje de Jesús y vivir como él vivió provoca mucho malestar en ciertos ambientes. Por eso, les deja claro a los discípulos que van a ser muy perseguidos (Mt 10,16-25). Ante esto, corren dos peligros: el de callar, para no meterse en complicaciones; y el de dejarse arrastrar por el miedo a la muerte. Es el tema del evangelio de este domingo 12.

Lectura del santo evangelio según san Mateo 10, 26-33
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles:
A) No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído pregonadlo desde la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo.  ¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones.

B) Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo, también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo

                Mateo ha recogido frases pronunciadas por Jesús en distintos momentos de su vida. Por eso, pueden desconcertar un poco. Por ejemplo, las palabras: “Nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse” (que parecen un anuncio profético de WikiLeaks) no encajan muy bien en el contexto. Sería más claro si las suprimiésemos y dejáramos: “No tengáis miedo a los hombres. Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído pregonadlo desde la azotea.” Pero el conjunto resulta claro. Podemos dividirlo en dos bloques; por motivos de claridad, los he titulado A y B.
                En el primero (A), llama la atención la triple repetición de “no tengáis miedo”. Aunque esas palabras se usan a menudo en el Antiguo Testamento, no debemos interpretarla como una fórmula hecha, de escaso valor. Los discípulos van a sentir miedo en algunos momentos. Un miedo tan terrible que los impulsará a callar, para evitar que los maten. La forma en que Jesús aborda este tema resulta de una frialdad pasmosa, usando tres argumentos muy distintos: 1) la muerte del cuerpo no tiene importancia alguna, lo importante es la muerte del alma; 2) por consiguiente, no hay que temer a los hombres, sino a Dios; 3) en realidad, a Dios no debéis temerlo porque para él contáis mucho; aunque caigáis por tierra, como los gorriones, él cuidará de vosotros.
                El segundo bloque (B) trata un tema algo distinto: el peligro no consiste ahora en callar sino en negar a Jesús, una situación que recuerda las persecuciones de los primeros cristianos. Y el argumento que se usa no es el del temor a Dios, sino tener en cuenta la reacción de Jesús: él se comportará con nosotros igual que nosotros nos comportemos con él. Si nos ponemos de su parte, él se pondrá de la nuestra; si lo negamos, él nos negará.

Resumiendo

                En el primer caso, a quien deben tener los apóstoles es a Dios, el único que puede matar el alma. En el segundo, a quien deben temer es a Jesús, que podría negarlos ante el Padre del cielo. A quienes no deben temer es a los hombres.
                Cuando se piensa en los recientes asesinatos de cristianos en Egipto, Siria y otros países, quienes vivimos en una sociedad tranquila y segura (por mucho que nos quejemos) podemos tener la impresión de que estas palabras son inhumanas, casi crueles. Sin embargo, a esos cristianos perseguidos de todos los tiempos les han infundido enorme esperanza y energía para confesar su fe. Han preferido la muerte a renegar de Jesús; han preferido ponerse de su parte, salvar el alma antes que el cuerpo.

Jeremías, apóstol y anti-apóstol

                La primera lectura sirve de paralelismo y contraste con el evangelio. El destino de Jeremías, calumniado y perseguido por sus paisanos de Anatot y por las autoridades religiosas y políticas de Jerusalén, recuerda lo que anuncia Jesús a sus discípulos. Pero hay una gran diferencia. El profeta termina pidiendo a Dios que lo vengue de sus enemigos. Jesús nunca sugiere algo parecido a sus discípulos. Al contrario, morirá perdonando a quienes lo matan.

Lectura del libro de Jeremías 20, 10-13
Dijo Jeremías:
Oía el cuchicheo de la gente: "Pavor en torno; delatadlo, vamos a delatarlo." Mis amigos acechaban mi traspié: "A ver si se deja seducir, y lo abatiremos, lo cogeremos y nos vengaremos de él."
Pero el Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo. Se avergonzarán de su fracaso con sonrojo eterno que no se olvidará.
Señor de los ejércitos, que examinas al justo y sondeas lo íntimo del corazón, que yo vea la venganza que tomas de ellos. porque a ti encomendé mi causa.
Cantad al Señor, alabad al Señor, que libró la vida del pobre de manos de los impíos.



jueves, 15 de junio de 2017

El maná y el pan de vida Fiesta del Corpus Christi. Ciclo A



Esta fiesta comenzó a celebrarse en Bélgica en 1246, y adquirió su mayor difusión pública dos siglos más tarde, en 1447, cuando el Papa Nicolás V recorrió procesionalmente con la Sagrada Forma las calles de Roma. Dos cosas pretende: fomentar la devoción a la Eucaristía y confesar públicamente la presencia real de Jesucristo en el pan y el vino.
            Sin embargo, las lecturas del ciclo A conceden más importancia al tema de la vida, con el que es fácil sintonizar en un mundo de guerras y atentados como el que vivimos. El evangelio de hoy comienza y termina con las mismas palabras: «el que coma de este pan vivirá para siempre». Y en medio: «el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día».
           
Sobrevivir y vivir eternamente

            El 1 de junio de 2009, el vuelo 447 de Air France entre Rio de Janeiro y París desapareció en mitad de la noche con 216 pasajeros y 12 tripulantes. Se salvó un matrimonio, no recuerdo si porque llegó tarde al embarque o por un cambio de última hora. Pero ese matrimonio se hizo famoso porque murió en un accidente de automóvil pocos días después. La supervivencia a un accidente, a un ataque terrorista, a una calamidad, no garantiza vivir eternamente.
            Mucha gente acepta la muerte con resignación o fatalismo. Otros se rebelan contra ella, como Unamuno: «Con razón, sin razón, o contra ella, no me da la gana de morirme». El cuarto evangelio también se rebela contra la muerte. Comienza afirmando que en la Palabra de Dios «había vida». Y ha venido al mundo para que nosotros participemos de esa vida eterna.
            Para expresar el contraste entre “supervivencia” y “vida eterna” las lecturas de hoy contrastan el maná con el alimento que nos ofrece Jesús. El Deuteronomio (1ª lectura) habla del maná como de un alimento sorprendente, novedoso, «que no conocías tú ni conocieron tus padres». Pero no se detiene, como hace el libro del Éxodo, en sus cualidades sorprendentes y su carácter milagroso. Es un alimento de pura supervivencia, que no garantiza la inmortalidad. En el evangelio, las palabras de Jesús subrayan este aspecto: el pan que comieron vuestros padres no los libró de la muerte. En cambio, el alimento que da Jesús, su cuerpo y su sangre, sí garantiza la vida eterna: «yo lo resucitaré en el último día».         Estas palabras, tomadas del largo discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, anticipan la resurrección de Lázaro y el destino de todos nosotros.

Inmortalidad y vida eterna

            Sin embargo, el alimento que ofrece Jesús no se limita a garantizar la inmortalidad. Tiene también valor para el presente. «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él». Este es el sentido que tiene a veces el término «vida eterna» en el cuarto evangelio. No es vida de ultratumba, sino vida aquí y ahora, en una dimensión distinta, gracias al contacto íntimo, misterioso, con Jesús.

Unión con Jesús y unión con los hermanos

            La idea de que, al comulgar, Jesús habita en nosotros y nosotros en él, corre el peligro de interpretarse de forma muy individualista. La lectura de Pablo a los corintios ayuda a evitar ese error. La comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo no es algo que nos aísla. Al contrario, es precisamente lo que nos une, «porque comemos todos del mismo pan».  

Lectura del libro del Deuteronomio 8, 2-3. 14b-16ª

Moisés habló al pueblo, diciendo: El camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto; para afligirte, para ponerte a prueba y conocer tus intenciones: si guardas sus preceptos o no. Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres, para enseñarte que no sólo vive el hombre de pan, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios. No te olvides del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua, que sacó agua para ti de una roca de pedernal; que te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres.»

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 10, 16-17

Hermanos: El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.

Lectura del santo evangelio según san Juan 6, 51-58

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:
―Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
Disputaban los judíos entre sí:
―¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
Entonces Jesús les dijo:
―Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.



jueves, 8 de junio de 2017

Fiesta de la Santísima Trinidad


El año litúrgico comienza con el Adviento y la Navidad, celebrando cómo Dios Padre envía a su Hijo al mundo. En los domingos siguientes recordamos la actividad y el mensaje de Jesús. Cuando sube al cielo nos envía su Espíritu, que es lo que celebramos el domingo pasado. Ya tenemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Estamos preparados para celebrar a los tres en una sola fiesta, la de la Trinidad.
Esta fiesta surge bastante tarde, en 1334, y fue el Papa Juan XII quien la instituyó. Quizá se pretendía (como ocurrió con la del Corpus) contrarrestar a grupos heréticos que negaban la divinidad de Jesús o la del Espíritu Santo. Así se explica que el lenguaje usado en el Prefacio sea más propio de una clase de teología que de una celebración litúrgica. En cambio, las lecturas son breves y fáciles de entender, centrándose en el amor de Dios.

La única definición bíblica de Dios

La primera lectura, tomada del libro del Éxodo, ofrece la única definición (mejor, autodefinición) de Dios en el Antiguo Testamento y rebate la idea de que el Dios del Antiguo Testamento es un Dios terrible, amenazador, a diferencia del Dios del Nuevo Testamento propuesto por Jesús, que sería un Dios de amor y bondad. La liturgia, como de costumbre, ha mutilado el texto. Pero conviene conocerlo entero.
            Moisés se encuentra en la cumbre del monte Sinaí. Poco antes, le ha pedido a Dios ver su gloria, a lo que el Señor responde: «Yo haré pasar ante ti toda mi riqueza, y pronunciaré ante ti el nombre de Yahvé» (Ex 33,19). Para un israelita, el nombre y la persona se identifican. Por eso, «pronunciar el nombre de Yahvé» equivale a darse a conocer por completo. Es lo que ocurre poco más tarde, cuando el Señor pasa ante Moisés proclamando: 
           
«Yahvé, Yahvé, el Dios compasivo y clemente, paciente y misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos» (Éxodo 34,6-7).

            Así es como Dios se autodefine. Con cinco adjetivos que subrayan su compasión, clemencia, paciencia, misericordia, fidelidad. Nada de esto tiene que ver con el Dios del terror y del castigo. Y lo que sigue tira por tierra ese falso concepto de justicia divina que «premia a los buenos y castiga a los malos», como si en la balanza divina castigo y perdón estuviesen perfectamente equilibrados. Es cierto que Dios no tolera el mal. Pero su capacidad de perdonar es infinitamente superior a la de castigar. Así lo expresa la imagen de las generaciones. Mientras la misericordia se extiende a mil, el castigo sólo abarca a cuatro (padres, hijos, nietos, bisnietos). No hay que interpretar esto en sentido literal, como si Dios castigase arbitrariamente a los hijos por el pecado de los padres. Lo que subraya el texto es el contraste entre mil y cuatro, entre la inmensa capacidad de amar y la escasa capacidad de castigar. Esta idea la recogen otros pasajes del AT: 

            «Tú, Señor, Dios compasivo y piadoso,
            paciente, misericordioso y fiel» (Salmo 86,15). 

            «El Señor es compasivo y clemente,
            paciente y misericordioso; 
            no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo. 
            No nos trata como merecen nuestros pecados 
            ni nos paga según nuestras culpas; 
            como se levanta el cielo sobre la tierra, 
            se levanta su bondad sobre sus fieles; 
            como dista el oriente del ocaso, 
            así aleja de nosotros nuestros delitos; 
            como un padres siente cariño por sus hijos, 
            siente el Señor cariño por sus fieles» (Salmo 103, 8-14).

            «El Señor es clemente y compasivo,
            paciente y misericordioso; 
            El Señor es bueno con todos, 
            es cariñoso con todas sus criaturas» (Salmo 145,8-9).

            «Sé que eres un dios compasivo y clemente,
            paciente y misericordioso,
            que se arrepiente de las amenazas» (Jonás 4,2).

El amor de Dios al mundo

El evangelio insiste en este tema del amor de Dios llevándolo a sus últimas consecuencias. No se trata sólo de que Dios perdone o sea comprensivo con nuestras debilidades y fallos. Su amor es tan grande que nos entrega a su propio hijo para que nos salvemos y obtengamos la vida eterna.

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

Nuestra respuesta: el amor mutuo

En la carta de Pablo a los corintios Dios se convierte en modelo para los cristianos. La misma unión y acuerdo que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu debe darse entre nosotros, teniendo un mismo sentir, viviendo en paz, animándonos mutuamente, corrigiéndonos en lo necesario, siempre alegres.

Hermanos: Alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso ritual. Os saludan todos los santos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros.



jueves, 1 de junio de 2017

Para el Greco, María Magdalena vale por ciento siete. Pentecostés. Ciclo A




En el famoso cuadro de Pentecostés pintado por El Greco, que ahora se conserva en el museo del Prado, hay un detalle que puede pasar desapercibido: junto a la Virgen se encuentra María Magdalena. Por consiguiente, el Espíritu Santo no baja solo sobre los Doce (representantes de los obispos) sino también sobre la Virgen (se le permite, por ser la madre de Jesús) e incluso sobre una seglar de pasado dudoso (a finales del siglo XVI María Magdalena no gozaba de tan buena fama como entre las feministas actuales). Ya que el Greco se inspira en el relato de los Hechos, donde se habla de una comunidad de ciento veinte personas, podemos concluir que la Magdalena representa a ciento siete. ¿Cómo se compagina esto con el relato del evangelio de Juan que leemos hoy, donde Jesús aparentemente sólo otorga el Espíritu a los Once? Una vez más nos encontramos con dos relatos distintos, según el mensaje que se quiera comunicar. Pero es preferible comenzar por la segunda lectura, de la carta a los Corintios, que ofrece el texto más antiguo de los tres (fue escrita hacia el año 51).

La importancia del Espíritu (1 Corintios 12, 3b-7.12-13)

            En este pasaje Pablo habla de la acción del Espíritu en todos los cristianos. Gracias al Espíritu confesamos a Jesús como Señor (y por confesarlo se jugaban la vida, ya que los romanos consideraban que el Señor era el César). Gracias al Espíritu existen en la comunidad cristiana diversidad de ministerios y funciones (antes de que el clero los monopolizase casi todos). Y, gracias al Espíritu, en la comunidad cristiana no hay diferencias motivadas por la religión (judíos ni griegos) ni las clases sociales (esclavos ni libres). En la carta a los Gálatas dirá Pablo que también desaparecen las diferencias basadas en el género (varones y mujeres). En definitiva, todo lo que somos y tenemos los cristianos es fruto del Espíritu, porque es la forma en que Jesús resucitado sigue presente entre nosotros.

Hermanos: Nadie puede decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

Volvemos a las dos versiones del don del Espíritu: Hechos y Juan.

La versión de Lucas (Hechos de los apóstoles 2,1-11)

            A nivel individual, el Espíritu se comunica en el bautismo. Pero Lucas, en los Hechos, desea inculcar que la venida del Espíritu no es sólo una experiencia personal y privada, sino de toda la comunidad. Por eso viene sobre todos los presentes, que, como ha dicho poco antes, era unas ciento veinte personas (cantidad simbólica: doce por diez). Al mismo tiempo, vincula estrechamente el don del Espíritu con el apostolado. El Espíritu no viene solo a cohesionar a la comunidad internamente, también la lanza hacia fuera para que proclame «las maravillas de Dios», como reconocen al final los judíos presentes.

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos, preguntaban:
― ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.

La versión de Juan 20, 19-23

            El evangelio de Juan, en línea parecida a la de Pablo, habla del Espíritu en relación con un ministerio concreto, que originariamente sólo compete a los Doce: admitir o no admitir a alguien en la comunidad cristiana (perdonar los pecados o retenerlos).

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
― Paz a vosotros.
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
― Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
― Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

            Estas breves ideas dejan clara la importancia esencial del Espíritu en la vida de cada cristiano y de la Iglesia. El lenguaje posterior de la teología, con el deseo de profundizar en el misterio, ha contribuido a alejar al pueblo cristiano de esta experiencia fundamental. En cambio, la preciosa Secuencia de la misa ayuda a rescatarla.

El don de lenguas

«Y empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse». El primer problema consiste en saber si se trata de lenguas habladas en otras partes del mundo, o de lenguas extrañas, misteriosas, que nadie conoce. En este relato es claro que se trata de lenguas habladas en otros sitios. Los judíos presentes dicen que «cada uno los oye hablar en su lengua nativa». Pero esta interpretación no es válida para los casos posteriores del centurión Cornelio y de los discípulos de Éfeso. Aunque algunos autores se niegan a distinguir dos fenómenos, parece que nos encontramos ante dos hechos distintos: hablar idiomas extranjeros y hablar «lenguas extrañas» (lo que Pablo llamará «las lenguas de los ángeles»).
El primero es fácil de racionalizar. Los primeros misioneros cristianos debieron enfrentarse al mismo problema que tantos otros misioneros a lo largo de la historia: aprender lenguas desconocidas para transmitir el mensaje de Jesús. Este hecho, siempre difícil, sobre todo cuando no existen gramáticas ni escuelas de idiomas, es algo que parece impresionar a Lucas y que desea recoger como un don especial del Espíritu, presentando como un milagro inicial lo que sería fruto de mucho esfuerzo.
El segundo es más complejo. Lo conocemos a través de la primera carta de Pablo a los Corintios. En aquella comunidad, que era la más exótica de las fundadas por él, algunos tenían este don, que consideraban superior a cualquier otro. En la base de este fenómeno podría estar la conciencia de que cualquier idioma es pobrísimo a la hora de hablar de Dios y de alabarlo. Faltan las palabras. Y se recurre a sonidos extraños, incomprensibles para los demás, que intentan expresar los sentimientos más hondos, en una línea de experiencia mística. Por eso hace falta alguien que traduzca el contenido, como ocurría en Corinto. (Creo que este fenómeno, curiosamente atestiguado en Grecia, podría ponerse en relación con la tradición del oráculo de Delfos, donde la Pitia habla un lenguaje ininteligible que es interpretado por el “profeta”).
Sin embargo, no es claro que esta interpretación tan teológica y profunda sea la única posible. En ciertos grupos carismáticos actuales hay personas que siguen «hablando en lenguas»; un observador imparcial me comunica que lo interpretan como pura emisión de sonidos extraños, sin ningún contenido. Esto se presta a convertirse en un auténtico galimatías, como indica Pablo a los Corintios. No sirve de nada a los presentes, y si viene algún no creyente, pensará que todos están locos.