El labrador, la vid y los sarmientos
Para captar la originalidad del
evangelio conviene recordar otras referencias a la vid en el Antiguo
Testamento. Un salmo compara al pueblo de Israel con una vida pequeña, que Dios
trasplanta a la tierra de Canaán, donde crece de manera espléndida y extiende
sus pámpanos hasta el Gran Río (el Éufrates). Alude al imperio davídico. Pero
llega un momento en que la vid se ve asaltada, pisoteada y destruida por los
pueblos vecinos y los grandes imperios. ¿Por qué ha ocurrido esto? Una canción
de Isaías ofrece la respuesta: la vid, que ha recibido inmensos cuidados por
parte del labrador, en vez de dar uvas da agrazones. Pasando de la imagen a la
realidad, Dios esperaba de su pueblo justicia y bondad y encontró malicia y
maldad.
En el evangelio, la imagen cambia profundamente. La vid no es el pueblo, sino Jesús. Y adquieren un protagonismo inesperado los sarmientos, nosotros.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo
sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda,
para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he
hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar
fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no
permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en
mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al
que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen
y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen
en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi
Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.»
Este pasaje se conoce como «la parábola de la vid y los
sarmientos». Título erróneo, porque no tiene en cuenta al protagonista
principal, el labrador, que es quien poda, arranca y tira los sarmientos que no
dan fruto. Y más bien que parábola es una fábula, donde los protagonistas son
animales o plantas que pueden hablar y actuar. En este caso, los protagonistas
secundarios, los sarmientos, no hablan, pero sí actúan. Algunos deciden
mantenerse unidos a la vid, y dan fruto abundante. Otros deciden
independizarse, cortar la relación con la vid, y dejan de dar fruto. (La imagen
de unas ramas en movimiento, en este caso alejándose del tronco, recuerda la
fábula de Yotán, que comienza: «Se pusieron en marcha los árboles para elegirse
un rey»).
El enfoque del evangelio, insistiendo en la idea de
permanecer en Jesús, se comprende recordando un episodio de Lucas. En la
aparición a los discípulos de Emaús, estos terminan pidiéndole: «Quédate con nosotros, Señor». En Juan cambia la perspectiva. Es Jesús quien nos dice:
«Permaneced en mí». Es muy distinto «quedarse con» y «permanecer en», aunque
parezcan lo mismo. Lo segundo habla de mayor intimidad, como la de un niño en
el seno de su madre.
El título habitual subraya la importancia de la vid. Y en parte lleva razón: de estar unidos a ella o separados de ella depende el futuro de los sarmientos. Pero la vid no hace nada. Simplemente está ahí. Todas las acciones las realizan el labrador o los sarmientos. Enfoque curioso, que nos obliga a reflexionar sobre la importancia de Dios Padre en la vida del cristiano; y el papel fundamental de Jesús, aunque a veces tengamos la impresión de que no hace nada en nuestra vida.
1ª lectura: la viña y la poda de Dios (Hechos de
los Apóstoles 9, 26-31)
Aunque
no tenga relación ninguna con el evangelio, el texto de los Hechos se puede
leer como una concreción del mismo. El final nos dice cómo la vid, la comunidad
cristiana, se extiende y fructifica. Y la primera parte, la que trata de Pablo,
recuerda lo que dice la fábula a propósito del labrador: «a todo el que da
fruto lo poda, para que dé más fruto». Podar es cortar, herir al árbol,
despojarlo de algo que le ha costado tiempo y esfuerzo producir. Pero el
campesino lo hace para que esté más sano y fuerte. Eso es lo que hace Dios con
Pablo.
En aquellos días, llegado Pablo a
Jerusalén, trataba de juntarse con los discípulos, pero todos le tenían miedo,
porque no se fiaban de que fuera discípulo. Entonces Bernabé, tomándolo
consigo, lo presentó a los apóstoles y él les contó cómo había visto al Señor
en el camino, lo que le había dicho y cómo en Damasco había actuado
valientemente en el nombre de Jesús. Saulo se quedó con ellos y se movía con
libertad en Jerusalén, actuando valientemente en el nombre del Señor. Hablaba y
discutía también con los helenistas, que se propusieron matarlo. Al enterarse
los hermanos, lo bajaron a Cesarea y lo enviaron a Tarso. La Iglesia gozaba de
paz en toda Judea, Galilea y Samaría. Se iba construyendo y progresaba en el
temor del Señor, y se multiplicaba con el consuelo del Espíritu Santo.
Después
de su conversión, Pablo podría esperar que lo recibieran muy bien en Jerusalén.
Pero ocurre algo muy distinto: no se fían de él, lo rehúyen, hasta que Bernabé
lo presenta a los apóstoles. Cuando comienza a predicar, los judíos de lengua
griega intentan eliminarlo y debe huir a Tarso. En realidad, toda la vida de
Pablo fue una gran poda, una vida llena de persecuciones y sufrimientos. Pero a
través de ellos se convirtió en el mayor de los apóstoles. Dio mucho fruto. Una
buena enseñanza para los que quisiéramos que todo nos fuera bien en la vida,
sin ningún tipo de dificultades.
2ª lectura: cómo permanecer unidos a la vid (1ª carta de Juan 3,18-24)
El
evangelio insiste en la necesidad de que el sarmiento esté unido a la vid. La
segunda lectura nos indica el modo concreto de mantener la unión.
Hijos míos, no amemos de palabra y de
boca, sino de verdad y con obras.
En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestro corazón
ante él, en caso de que nos condene nuestro corazón, pues Dios es mayor que
nuestro corazón y lo conoce todo. Queridos, si el corazón no nos condena,
tenemos plena confianza ante Dios. Cuanto pidamos lo recibimos de él, porque
guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y este es su
mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos
unos a otros, tal como nos lo mandó. Quien guarda sus mandamientos permanece en
Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el
Espíritu que nos dio.
El
texto, como es habitual en Juan, resulta complicado y mezcla diversos temas: el
amor falso y el verdadero, el complejo de culpabilidad, la confianza en Dios,
la observancia de los mandamientos, la fe en Jesús y el amor mutuo, la
permanencia en Dios y el don del Espíritu. Siguiendo la metáfora del evangelio,
es una vid demasiado frondosa que conviene podar. Bastaría recordar que amar de
verdad y con obras equivale a creer en Jesús y amarnos unos a otros. Esa es la
forma de permanecer unidos a la vid y la única garantía de que daremos fruto como
cristianos.