La
tempestad calmada y el viento en contra
Hay dos
episodios en los evangelios bastante parecidos, aunque muy diferentes. Se
parecen en el escenario (una barca en medio del lago de Galilea en circunstancias
adversas) y en los protagonistas (Jesús y los discípulos). Se diferencian en
que, en el primer caso, la barca está a punto de zozobrar y los discípulos
corren peligro de muerte; en el segundo, sólo se enfrentan a un fuerte viento
en contra que hace inútiles todos sus esfuerzos.
Traducido a la experiencia de
nuestros días, la tempestad calmada recuerda a numerosas comunidades
cristianas, sobre todo de África y Oriente Medio, que se ven amenazadas de
muerte y gritan a Jesús: «¡Señor,
sálvanos, que perecemos!» El viento
en contra hace pensar en tantas otras comunidades, especialmente de occidente,
que luchan contra viento y marea, cada vez con menos fuerzas, y sin ver
resultados tangibles.
El primer episodio, la tempestad
calmada, tiene un claro paralelo en el Salmo 107 (106), 23-32: en el Salmo, los
navegantes gritan a Dios en el peligro y él los salva; en el evangelio, los
discípulos gritan a Jesús y es éste quien los salva.
Pero el segundo episodio, el de la
barca con viento en contra y Jesús caminando sobre el agua, no me recuerda
ningún episodio del Antiguo Testamento (y tampoco le veo relación con la
primera lectura de este domingo). Sin embargo, está tan anclado en la primitiva
tradición cristiana que no sólo lo cuentan Marcos y Mateo, sino incluso Juan,
que generalmente va por sus caminos. Es muy curioso que Lucas omita esta
escena: probablemente pensó que presentar a Jesús caminando sobre el agua y
confundido con un fantasma iba a plantear a sus cristianos más problemas que
beneficios.
El
relato de Mateo
Se inspira en el de Marcos, pero introduciendo cambios muy
significativos. Podemos dividirlo en cuatro escenas.
Primera escena: Jesús se separa de los discípulos
Después que la gente se hubo
saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le
adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de
despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba
allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por
las olas, porque el viento era contrario.
Hablando en términos cinematográficos, es un montaje en paralelo. Inmediatamente
después de la comida, Jesús obliga a sus discípulos a embarcarse, mientras él
despide a la gente. Luego se retira a rezar «a solas» y, al anochecer, «seguía
allí solo». Mientras, los discípulos se encuentran «muy lejos de tierra» (Juan
dice que a unos 25-30 estadios, 5-6 km, lo que supone en mitad del lago). Con
esto se acentúa la distancia física de Jesús con respecto a los discípulos. A
nivel simbólico, quedan contrapuestos dos mundos: el de la intimidad con Dios
(Jesús orando) y el de la dura realidad (los discípulos remando). Ha sido Jesús
el que los ha abandonado a su destino.
Segunda escena: Jesús se acerca a los discípulos
De madrugada se les acercó Jesús,
andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se
asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo en
seguida:
― ¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!
A la distancia física
se suma la distancia temporal. Jesús los despide por la tarde y no se dirige
hacia ellos hasta el final de la noche. [La traducción litúrgica dice «de madrugada»; el
texto griego, «a la
cuarta vela», entre las 3 y las 6 a.m.; los romanos dividían la noche en cuatro
velas, desde las 6 p.m. hasta las 6 a.m.].
Mateo cuenta con
asombrosa naturalidad y sencillez algo inaudito: el hecho de que Jesús se
acerque caminando sobre el lago. Los discípulos no reaccionan con la misma
naturalidad: se asustan, porque piensan que es un fantasma, tienen miedo,
gritan. Es la única vez que se usa en el Nuevo Testamento el término “fantasma”,
que en griego clásico se aplica a los espíritus que se aparecen, o a «las visiones fantasmagóricas de mis ensueños» (Esquilo, Los siete contra Tebas, 710). Es la única vez que Jesús
provoca en sus discípulos un pánico que los hace gritar de miedo. Es la única
vez que les dice «¡animaos!». Una escena peculiar sobre la que volveremos más adelante.
Tercera escena: Jesús y Pedro
Pedro le contestó:
― Señor, si eres tú, mándame ir hacia
ti andando sobre el agua.
Él le dijo:
― Ven.
Pedro bajó de la barca y echó a
andar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento,
le entró miedo, empezó a hundirse y gritó:
― Señor, sálvame.
En seguida Jesús extendió la mano,
lo agarró y le dijo:
― ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?
Quien conoce los
relatos de Marcos y Juan advierte aquí una gran diferencia. En esos dos
evangelios, Jesús sube a la barca y el viento se calma. Pero Mateo introduce
una escena, exclusivamente suya, que subraya la relación especial entre Jesús y
Pedro. Igual que en otros pasajes de su evangelio, Mateo aporta aquí rasgos de
la personalidad de Pedro que justifican su importancia posterior dentro del
grupo de los Doce. Pero no ofrece una imagen idealizada, sino real, con
virtudes y defectos. Su decisión de ir hacia Jesús caminando sobre el agua lo
pone por encima de los demás, igual que ocurrirá más adelante en Cesarea de
Filipo. Pero Pedro muestra también su falta de fe y su temor. Incluso entonces,
es salvado por la intervención de Jesús. Dentro de la sobriedad de Mateo, esta
escena llama la atención por la abundancia de detalles expresivos, que
adquieren su punto culminante en la imagen de Jesús alargando la mano y
agarrando a Pedro.
Cuarta escena: confesión de los discípulos (32-33)
En cuanto
subieron a la barca, amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él,
diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios.»
Marcos termina su relato diciendo que los discípulos «no cabían en sí de estupor, pues no habían
entendido lo de los panes, ya que tenían la mente obcecada» (Mc 6,51-52). Mateo introduce un cambio radical: los discípulos no se asombran, sino
que se postran ante Jesús y confiesan: «realmente eres Hijo de Dios». Esta
actitud y estas palabras significan un gran avance. Anteriormente, en el relato
de la tempestad calmada (Mt 8,23-27), los discípulos terminan preguntándose: «¿Quién será éste que hasta el viento y el agua le obedecen?» Desde entonces, el conocimiento más profundo de Jesús ha provocado un
cambio en ellos. Ya no se preguntan quién es; confiesan abiertamente que es «hijo de Dios», y lo
adoran. Este título no podemos interpretarlo con toda la carga teológica que le
dio más tarde el Concilio de Calcedonia (año 451). También el centurión que
está junto a Jesús en la cruz reconoce que «este hombre era hijo de Dios». Lo que
quiere expresar este título es la estrecha vinculación de Jesús con Dios, que
lo sitúa a un nivel muy superior al de cualquier otro hombre. De aquí a
confesar la filiación divina de Jesús sólo queda un pequeño paso.
Anticipando la gloria de Jesús resucitado.
Este relato, tal como
lo cuenta Mateo, ofrece tres datos curiosos: 1) el cuerpo de Jesús desafía las
leyes físicas; 2) los discípulos no reconocen a Jesús, lo confunden con un
fantasma; 3) Jesús, a pesar del poder que manifiesta, trata a los apóstoles con
toda naturalidad.
Estos tres detalles son
típicos de los relatos de apariciones de Jesús resucitado: 1) su cuerpo aparece
y desaparece, atraviesa muros, etc.; 2) ni la Magdalena, ni los dos de Emaús,
ni los siete a los que se aparece en el lago, reconocen a Jesús; 3) Jesús
resucitado nunca hace manifestaciones extraordinarias de poder, habla y actúa
con toda naturalidad.
Por consiguiente, lo
que tenemos en Mateo (no en Marcos) es algo muy parecido a un relato de
aparición de Jesús resucitado. ¿Qué
sentido tiene en este momento del evangelio? Anticipar su gloria. Igual que el
relato de la muerte de Juan Bautista, contado poco antes, anticipa su pasión,
su maravilloso caminar sobre el agua anticipa su resurrección.
Sentido eclesial y personal
Desde antiguo, se ha visto en la barca una imagen de la Iglesia, metida
por Jesús en una difícil aventura y, aparentemente, abandonada por él en medio
de la tormenta. Este sentido, que estaba ya en Marcos, lo completa Mateo con un
aspecto más personal, al añadir la escena de Pedro: el discípulo que, confiando
en Jesús, se lanza a una aventura humanamente imposible y siente que fracasa,
pero es rescatado por el Señor. En la imagen de Pedro podían reconocerse muchos
apóstoles y misioneros de la Iglesia primitiva, y podemos vernos también a
nosotros mismos en algunos instantes de nuestra vida: cuando parece que todos
nuestros esfuerzos son inútiles, cuando nos sentimos empujados y abandonados
por Dios, cuando nosotros mismos, con algo de buena voluntad y un mucho de
presunción, queremos caminar sobre el agua, emprender tareas que nos superan.
Ellos vivenciaron que Jesús los agarraba de la mano y los salvaba. La misma confianza
debemos tener nosotros.
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