Por una extraña coincidencia, las
tres lecturas de este domingo hablan del perdón a los pecadores, tema muy de
acuerdo con este año de la misericordia.
Moisés: intercesión
Según
el libro del Éxodo, Moisés pasó cuarenta días en la cumbre del monte Sinaí
hablando con Dios. Demasiado tiempo para el pueblo, que termina pensando que ha
muerto. En busca de algo que le ofrezca garantía y seguridad, convence al
sacerdote Aarón para que fabrique un becerro de oro. En el Antiguo Oriente, el
toro era un símbolo muy adecuado para representar la fuerza y vitalidad de un
dios, y por eso los israelitas proclaman: «Este es tu dios, Israel, el que te
sacó de Egipto».
Sin
embargo, construir imágenes de Dios es una forma de intentar manipularlo. A la
imagen se la puede premiar o castigar; se la puede ungir con perfumes y ofrecer
regalos si Dios me concede lo que quiero, o se la puede privar de todo si no me
lo concede. Además, la imagen destruye el misterio de Dios reduciéndolo a un
objeto visible.
¿Cómo
reaccionará el Señor ante este pecado? El relato no carece de cierto humor.
Dios se muestra indignado, pero no actúa. Al contrario, provoca a Moisés para
que interceda por el pueblo. Como un padre que, indignado con su hijo, le dice
a su esposa que piensa castigarlo para que ella interceda y le anime a
perdonar.
Las
palabras que dirige a Moisés: «se ha pervertido tu pueblo, el que tú
sacaste de Egipto» recuerdan a las que tantas veces dice un marido a su mujer:
«tu
hijo…», como si no fuera también suyo. Como si Israel no fuera el pueblo de
Dios y no hubiera sido él quien lo sacó de Egipto. El tono humorístico, dentro
de la tragedia, alcanza su punto culminante cuando Dios le pide permiso a
Moisés para terminar con el pueblo: «Déjame, mi ira se va a encender
contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo».
Pero
Moisés no se deja tentar por la promesa de ese nuevo gran pueblo. “El que ahora
guío ˗le responde a Dios˗ aunque sea pervertido y de dura cerviz, es tu
pueblo, el que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta. No me eches
a mí la culpa y acuérdate de lo que prometiste a Abrahán, Isaac y Jacob”.
Bastan estas pocas palabras para que el Señor se arrepienta de la amenaza.
Dos
grandes enseñanzas en este breve relato: 1) lo fácil que es convencer a Dios
para que perdone; 2) el responsable de la comunidad nunca debe rechazarla por
más pervertida que pueda parecer; su postura debe ser la de Moisés, recordando
lo bueno que hay en ella y defendiéndola.
En aquellos días, el Señor dijo a
Moisés:
- «Anda, baja del monte, que se
ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado
del camino que yo les había señalado. Se han hecho un novillo de metal, se
postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman:
"Éste es tu Dios, Israel, el
que te sacó de Egipto."»
Y el Señor añadió a Moisés:
- «Veo que este pueblo es un
pueblo de dura cerviz. Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos
hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo.»
Entonces Moisés suplicó al Señor,
su Dios:
- «¿Por qué, Señor, se va a
encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y
mano robusta? Acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac y Jacob, a quienes
juraste por ti mismo, diciendo:
"Multiplicaré vuestra
descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado
se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre."»
Y el Señor se arrepintió de la
amenaza que había pronunciado contra su pueblo.
Los seglares piadosos y los teólogos: rechazo y
crítica
«En aquel tiempo, solían
acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y
los escribas murmuraban entre ellos: Ése acoge a los pecadores y come con
ellos.»
La
lección de Moisés, intercediendo por los pecadores, no la han aprendido los
teólogos de la época (los escribas) ni los seglares piadosos (fariseos). Son
partidarios de una separación radical de buenos y malos que excluya cualquier
contacto entre ellos. Y, dentro de los malos, los peores son los publicanos,
explotadores al servicio de Roma, y los pecadores, gente que no va a la sinagoga
el sábado, no ayuna, no reza tres veces al día, no paga el tributo al templo ni
los diezmos, no observa las leyes de pureza, etc.
Pero
lo interesante es que escribas y fariseos no se indignan con los pecadores sino
con Jesús, porque los acoge y come con ellos. No debe extrañarnos demasiado.
¿Qué dirían muchos católicos, obispos incluidos, si viesen hoy día a Jesús tomándose
una cerveza en la sede de LGTB?
Jesús: alegría y acogida
A la murmuración y la crítica de sus
adversarios Jesús no responde con un ataque durísimo a su hipocresía sino
contando tres parábolas (la oveja perdida, la moneda perdida y los dos
hermanos), que insisten las tres en la alegría de Dios por la conversión de un
solo pecador.
‒ Si uno
de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve
en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la
encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al Regar a casa,
reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: ¡Felicitadme!, he encontrado
la oveja que se me había perdido. Os digo que así también habrá más alegría
en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos
que no necesitan convertirse.
Y si una mujer tiene
diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y
busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las
amigas y a las vecinas para decirles: ¡Felicitadme!, he encontrado la moneda
que se me había perdido. Os digo que la misma alegría habrá entre los
ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.
También les dijo:
‒ Un hombre tenía
dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca
de la fortuna.” El padre les repartió los bienes.
No muchos días
después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí
derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo,
vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar
necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país
que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el
estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de
comer.
Recapacitando
entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan,
mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre,
y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme
hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.”
Se puso en camino a
donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió;
y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le
dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco
llamarme hijo tuyo. " Pero el padre dijo a sus criados: "Sacad
en seguida el mejor traje y vestido; ponedle un anillo en la mano y sandalias
en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete,
porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo
hemos encontrado."
Y empezaron el
banquete.
Su hijo mayor estaba
en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile,
y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó:
"Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo
ha recobrado con salud." Él se indignó y se negaba a entrar; pero su
padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: "Mira:
en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca
me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido
ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el
ternero cebado." El padre le dijo: "Hijo, tú estás siempre
conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo
estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."
La
parábola de los dos hermanos (conocida con el título equivocado de “el hijo
pródigo”) es la que más encaja con el problema inicial. El hermano menor
representa a publicanos y pecadores, el mayor a escribas y fariseos. Quien lee
la parábola sin prejuicios, se escandaliza de la conducta del padre, que
malcría a su hijo menor mientras se muestra duro y exigente con el mayor. Este
escándalo es el mismo que experimentaban los fariseos y escribas con Jesús. Y
es el que él quiere que superen pensando en el amor y la alegría que siente
Dios como padre que recupera un hijo perdido. El que no vea a Dios como padre, sino como legislador, obsesionado porque
se cumplan sus leyes, nunca podrá comprender esta parábola ni la vida y el
mensaje de Jesús.
La
parábola nos ayuda al mismo tiempo a autoevaluarnos. A veces nos portamos con
Dios como el hijo pequeño que se marcha de la casa y sólo vuelve cuando le
interesa; otras, en circunstancias familiares difíciles, actuamos como el
padre, perdonando y aceptando lo inaceptable; otras, como el hermano mayor, condenamos
al que no se comportan adecuadamente y evitamos el contacto con él. Conviene repasar
la propia historia desde estos tres puntos de vista y ver cuál predomina.
Dios: compasión
Los textos anteriores enseñan a
través de relatos (Éxodo) y parábolas (evangelio), la segunda lectura cuenta la
experiencia personal de Pablo. Él, fariseo de pura cepa, termina descubriéndose
como «un blasfemo, un perseguidor y un violento». Ha maldecido a Jesús, ha
metido en la cárcel a los cristianos, ha querido exterminarlos. «Pero Dios tuvo
compasión de mí… Dios derrochó su gracia en mí… Jesús se compadeció de mí». La
experiencia de Pablo, en mayor o menor grado, es la de cualquiera de nosotros.
Y nuestra reacción debe ser también la suya de servicio y alabanza a Dios.
Lectura de la primera carta del
apóstol san Pablo a Timoteo 1, 12-17
Querido hermano:
Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió
de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes era un blasfemo, un
perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí, porque yo no era
creyente y no sabía lo que hacía. El Señor derrochó su gracia en mí, dándome la
fe y el amor en Cristo Jesús. Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os
digo: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el
primero. Y por eso se compadeció de mi: para que en mí, el primero, mostrara
Cristo Jesús toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán
en él y tendrán vida eterna. Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único
Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.
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