Dos anécdotas personales
Las
lecturas de este domingo me han traído a la memoria dos experiencias vividas en
sitios muy distintos.
La
primera, en Jerusalén en 1990. En sus intrincadas callejuelas me encuentro con
un sacerdote vestido de clergyman acompañado de un muchacho. Hablan español y
los noto completamente despistados. Quieren ir al Santo Sepulcro, pero marchan
en dirección contraria. Los acompaño, y cuando el sacerdote consigue
orientarse, sin despedirse ni dar las gracias, se aleja a toda prisa.
La
segunda, en Roma, la víspera de la beatificación de monseñor Escribá. Dos muchachos
españoles, también despistados, tienen que tomar un autobús en la Via del
Corso. Los llevo hasta la Piazza Colonna, y en cuando ven el autobús echan a
correr sin decir una palabra.
Las
dos experiencias me molestaron mucho, pero después caí en la cuenta que lo
mismo hago yo con Dios todos los días.
Las
lecturas de este domingo son fáciles de entender y animan a ser agradecidos con
Dios. La del Antiguo Testamento y el evangelio tienen como protagonistas a
personajes muy parecidos: en ambos casos se trata de un extranjero. El primero
es sirio, y las relaciones entre sirios e israelitas eran tan malas entonces
como ahora. El segundo es samaritano, que es como decir hoy día, palestino. Para
colmo, tanto el sirio como el samaritano están enfermos de lepra.
La lepra
La lepra, en el sentido moderno, no fue definida
hasta el año 1872 por el médico noruego A. Hansen. En tiempos antiguos se
aplicaba la palabra "lepra" a enfermedades muy distintas de la piel.
El capítulo 13 del Levítico enumera en esta categoría: inflamaciones,
erupciones, manchas, afección cutánea, úlcera, quemaduras, afecciones en la
cabeza o la barba (sarna), leucodermia (manchas blancas en la piel), alopecia. El
sacerdote tiene que examinar los diversos casos para saber si la persona es
pura o impura (curable o incurable). «El que ha sido declarado enfermo de
afección cutánea andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y
gritando: ¡Impuro! ¡Impuro! Mientras le dura la afección seguirá impuro. Vivirá
apartado y tendrá su morada fuera del campamento» (Lev 13,45-46).
Si
el enfermo llega a curarse de su enfermedad, tiene lugar el siguiente rito: Se
presenta ante el sacerdote, éste lo examina y comprueba si realmente se ha
curado. Después el sacerdote manda traer dos aves puras, vivas, ramas de cedro,
púrpura escarlata e hisopo. «El sacerdote mandará degollar una de las aves en
una vasija de loza sobre agua corriente. Después tomará el ave viva, las ramas
de cedro, la púrpura escarlata y el hisopo, y los mojará, también el ave viva,
en la sangre del ave degollada sobre agua corriente. Salpicará siete veces al
que se está purificando de la afección, y lo declarará puro. El ave viva la
soltará después en el campo. El purificando lavará sus vestidos, se afeitará
completamente, se bañara y quedará puro. Después de esto podrá entrar en el
campamento. Pero durante siete días se quedará fuera de su tienda. El séptimo
día se rapará la cabeza, se afeitará la barba, las cejas, todo el pelo, lavará sus
vestidos, se bañará y quedará puro. El octavo día tomará dos corderos sin
defecto, una cordera añal sin defecto, doce litros de flor de harina de
ofrenda, amasada con aceite y un cuarto de litro de aceite» [sigue el ritual
del día octavo y último] (Lev 14,1-32, distinguiendo ricos y pobres).
Naamán el sirio
El
relato del segundo libro de los Reyes (5,14-17) es mucho más extenso e interesante
de lo que refleja la lectura litúrgica. Naamán es un personaje importante de la
corte del rey de Siria, pero enfermo de lepra. En su casa trabaja una esclava
israelita que le aconseja visitar al profeta de Samaria, Eliseo. Así lo hace, y
el profeta, sin siquiera salir a su encuentro, le ordena bañarse siete veces en
el Jordán. Naamán, enfurecido por el trato y la solución recibidos, decide
volverse a Damasco. Pero sus servidores le convencen de que haga caso al
profeta.
En
aquellos días, Naamán de Siria bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había
ordenado el profeta Eliseo, y su carne quedó limpia de la lepra, como la de un
niño. Volvió con su comitiva y se presentó al profeta, diciendo:
‒ Ahora
reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta un
regalo de tu servidor.
Eliseo
contestó:
‒ ¡Vive
Dios, a quien sirvo! No aceptaré nada.
Y
aunque le insistía, lo rehusó. Naamán dijo:
‒ Entonces,
que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un par de mulas; porque
en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses
fuera del Señor.
Con
vistas al tema de este domingo, lo importante es la actitud de agradecimiento:
primero con el profeta, al que pretende inútilmente hacer un regalo, y luego
con Yahvé, el dios de Israel, al que piensa dar culto el resto de su vida. Pero
no olvidemos que Naamán es un extranjero, una persona de la que muchos judíos
piadosos no podrían esperar nada bueno. Sin embargo, el “malo” es tremendamente
agradecido.
Un samaritano anónimo
Si
malo era un sirio, peor, en tiempos de Jesús, era un samaritano. Pero a Lucas
le gusta dejarlos en buen lugar. Ya lo hizo en la parábola del buen samaritano,
exclusiva suya, y lo repite en el pasaje de hoy (Lc 17, 11-19).
Yendo
Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar
en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos
y a gritos le decían:
‒ Jesús,
maestro, ten compasión de nosotros.
Al
verlos, les dijo:
‒ Id
a presentaros a los sacerdotes.
Y,
mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba
curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los
pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano. Jesús tomó la palabra y
dijo:
‒ ¿No
han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más
que este extranjero para dar gloria a Dios?
Y
le dijo:
‒ Levántate,
vete; tu fe te ha salvado.
Este
relato refleja mejor que el de Naamán la situación de los leprosos. Viven lejos
de la sociedad, tienen que mantenerse a distancia, hablan a gritos. Y Jesús los
manda a presentarse a los sacerdotes, porque si no reciben el “certificado
médico” de estar curados no pueden volver a habitar en un pueblo.
Lo
importante, de nuevo, es que diez son curados, y sólo uno, el samaritano, el “malo”,
vuelve a dar gracias a Jesús. Y el episodio termina con las palabras: «tu fe
te ha salvado».
Todos han sido curados,
pero sólo uno se ha salvado. Nueve han mejorado su salud, sólo uno ha mejorado
en su cuerpo y en su espíritu, ha vuelto a dar gloria a Dios.
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