Acto I: Jesús y la mujer
Al alzarse el telón, se ve un valle, no muy grande, entre dos
montes; a la derecha el Ebal, a la izquierda el Garizim. En el centro un pozo.
Los discípulos han ido al pueblo a comprar provisiones. Solo se ve a Jesús,
sentado en el brocal, con aspecto cansado. Entra por el fondo una mujer con un
cántaro. Lo mira un momento, deja el cántaro en tierra y se dispone a sacar
agua del pozo. Jesús, sin ningún preámbulo, sin saludar siquiera, le dice.
― Dame de beber.
(La
mujer lo mira sorprendida y le responde con tono irónico.)
― ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy
samaritana? Los judíos no se tratan con los samaritanos.
(Jesús sonríe ligeramente y le habla con
igual ironía)
― Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber,
le pedirías tú, y él te daría agua viva.
(La mujer lo mira con recelo, pensando que se
trata de un loco inofensivo. Ata la soga al cubo y se dispone a tirarlo al
pozo)
― Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el
agua viva? ¿Eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él
bebieron él y sus hijos y sus ganados?
― El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del
agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá
dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.
(Se oye el golpe seco del cubo contra el
agua. Al cabo de un momento, la mujer comienza a tirar mientras le dice
sonriendo).
― Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir
aquí a sacarla.
(Jesús también sonríe. Cuando la mujer apoya
el cubo en el brocal, antes de que empiece a llenar el cántaro, le dice)
― Anda, llama a tu marido y vuelve.
― No tengo marido.
― Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de
ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.
(La mujer lo mira sorprendida)
― Señor, veo que tú eres un profeta.
(Su actitud cambia por completo, ya no lo
mira como a un bicho raro ni le habla en broma. Se siente desconcertada y
curiosa. Cuando termina de llenar el cántaro mira a la montaña que tiene
enfrente, el Garizim, y le comenta).
― Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que
el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.
― Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en
Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis;
nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos.
Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto
verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le
den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en
espíritu y verdad.
(La mujer no se ha enterado de mucho, pero no
pide aclaraciones).
― Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo
dirá todo.
― Soy yo, el que habla contigo.
(La mujer lo mira con una
mezcla de asombro y miedo. Está a punto de decir algo pero en ese momento
comienzan a entrar los discípulos. Coge el cántaro, pero cuando se lo lleva a
la cintura, se detiene un momento y lo deja en tierra, junto al pozo. Sale
apresurada sin llevárselo.)
Acto II: La mujer y sus paisanos
(La
escena se desarrolla en Sicar, pueblecito cercano al pozo. Pocas casas, niños
pequeños jugando. La mujer entra corriendo y llama a las vecinas.)
― Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho.
(Una vecina, irónica)
― ¿Todo?
― Sí, todo. Que he tenido
cinco maridos.
― ¿Y te ha dicho algo del
que tienes ahora?
― Sí. También lo sabe. ¿Será éste el Mesías?
(Comienzan a entrar hombres que vuelven del campo.
La mujer les repite lo ocurrido)
― Está en el pozo. Si
queréis, vamos a verlo.
(Todos se ponen en marcha)
Acto III: Jesús y los discípulos
El mismo escenario del primer
acto. Jesús sigue sentado en el brocal del pozo. Los discípulos le ofrecen pan
y queso, pero no los toca. Ellos se sientan en el suelo y empiezan a comer. Al
cabo de un rato, Pedro y Juan se acercan a Jesús.
― Maestro, come.
(Jesús
no se dirige a ellos, habla a todo el grupo)
― Yo tengo por comida un alimento que vosotros no conocéis.
(Andrés le comenta a Santiago)
― ¿Le habrá traído alguien de comer?
― Como no haya sido la
mujer que estaba aquí cuando llegamos… Pero ésa sólo llevaba un cántaro cuando
nos la cruzamos por el camino.
(Jesús oye el comentario y se dirige de nuevo
a todos)
― Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término
su obra. ¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la
cosecha? Yo os digo esto: Levantad los ojos y contemplad los campos, que están
ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo salario y almacenando
fruto para la vida eterna: y así, se alegran lo mismo sembrador y segador. Con
todo, tiene razón el proverbio: «Uno siembra
y otro siega». Yo os envié a segar lo que no habéis
sudado. Otros sudaron, y vosotros recogéis el fruto de sus sudores.
(Felipe mira a Tomás)
― ¿Te has enterado de algo?
― De nada. Bueno, de lo
primero que dijo: que cumplir la voluntad de Dios le alimenta tanto como el pan
y el queso.
― Pues tiene mérito. Ya lo
quisiera yo para mí.
Acto IV:
Jesús y los samaritanos
Van
entrando los habitantes de Sicar con la mujer al frente y rodean a Jesús
mientras lo miran con curiosidad. La mujer le habla esta vez con enorme
respeto.
―
Señor, nos gustaría que te quedaras unos días en nuestro pueblo.
(Jesús
los mira con una sonrisa irónica)
― ¿Cómo vosotros, que sois samaritanos,
le pedís a un judío que se quede en el pueblo?
― La mujer dice que tú lo
sabes todo. Y que la salvación viene de los judíos.
(Jesús
guarda silencio mientras los del pueblo lo miran expectantes)
― Está bien. Me quedaré con
vosotros dos días.
― ¿No pueden ser más?
¿Tanta prisa tienes?
― Yo no tengo que enseñarlo
todo. Como dice el proverbio: «Uno siembra y otro siega». Más adelante vendrán
algunos de éstos a recoger el fruto de lo que yo he sudado.
Final
Han pasado los dos días. En el centro de la
escena un grupo numeroso de samaritanos rodea a la mujer mientras contemplan
cómo Jesús y sus discípulos desaparecen camino de Galilea.
― ¿Llevaba yo razón cuando
os dije que podía ser el Mesías?
― Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído
y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo.
Primera lectura (Éxodo 17, 3-7)
En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró
contra Moisés:
― ¿Nos has hecho salir de Egipto
para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?
Clamó Moisés al Señor y dijo:
― ¿Qué puedo hacer con este
pueblo? Poco falta para que me apedreen.
Respondió el Señor a Moisés:
― Preséntate al pueblo llevando
contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado
con que golpeaste el río, y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la peña, en
Horeb; golpearás la peña, y saldrá de ella agua para que beba el pueblo.
Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de
Israel. Y puso por nombre a aquel lugar Masa y Meribá, por la reyerta de los
hijos de Israel y porque habían tentado al Señor, diciendo:
― ¿Está o no está el Señor en
medio de nosotros?
COMENTARIO
Los
evangelios de los domingos 3º, 4º y 5º de Cuaresma del ciclo A, tomados de san
Juan, presentan a Jesús como fuente de agua viva (Samaritana), luz del mundo
(ciego de nacimiento) y vida (resurrección de Lázaro). Son tres símbolos de
nuestras necesidades más fuertes (agua, luz, vida), y de cómo Jesús puede
llenarlas.
Tres aguadores y tres tipos de agua
Las
lecturas del domingo 3º hablan de tres personajes famosos (Jacob, Moisés,
Jesús) relacionándolos con el don del agua. En gran parte del mundo, beber un
vaso de agua no plantea problemas: basta abrir el grifo o servirse de una
jarra. Pero quedan todavía muchos millones de personas que viven la tragedia de
la sed y saben el don maravilloso que supone una fuente de agua.
En el evangelio, la samaritana
recuerda que el patriarca Jacob les regaló un pozo espléndido, del que se puede
seguir sacando agua después de tantos siglos. En la primera lectura, Moisés
sacia la sed del pueblo golpeando la roca. De vuelta al evangelio, Jesús
promete un manantial que dura eternamente.
Aparentemente, el mismo problema
y la misma solución. Pero son tres aguas muy distintas: la de Jacob dura
siglos, pero no calma la sed; la de Moisés sacia la sed por poco tiempo, en un
momento concreto; la de Jesús sacia una sed muy distinta, brota de él y se
transforma en fuente dentro de la samaritana. Este milagro es infinitamente
superior al de Moisés: por eso la samaritana, cuando termina de hablar con
Jesús, deja el cántaro en el pozo y marcha al pueblo. Ya no necesita esa agua
que es preciso recoger cada día, Jesús le ha regalado un manantial interior.
Interpretación histórica y comunitaria
Quizá la intención primaria del
relato era explicar cómo se formó la primera comunidad cristiana en Samaria.
Aquella región era despreciada por los judíos, que la consideraban corrompida
por multitud de cultos paganos. De hecho, en el siglo VIII a.C., los asirios
deportaron a numerosos samaritanos y los sustituyeron por cinco pueblos que
introdujeron allí a sus dioses (2 Reyes 17,30-31); serían los cinco maridos que
tuvo anteriormente la samaritana, y el sexto (“el que tienes ahora no es tu marido”)
sería Zeus, introducido más tarde por los griegos. Sin embargo, mientras los
judíos odian y desprecian a los samaritanos, Jesús se presenta en su región y
él mismo funda allí la primera comunidad. Los samaritanos terminan aceptándolo
y le dan un título típico de ellos, que sólo se usa aquí en el Nuevo
Testamento: «el Salvador del mundo». En esa primera comunidad samaritana se
cumple lo que dice Jesús a los discípulos: «uno es el que siembra, otro el que
siega». Él mismo fue el sembrador, y los misioneros posteriores recogieron el
fruto de su actividad. Y en esa labor misionera tendría especial valor la
actividad de aquella mujer que puso en contacto a sus paisanos con la persona
de Jesús.
Interpretación individual
Pero el mensaje de este evangelio
no se limita a esta interpretación. Hay dos detalles que obligan a completar la
lectura comunitaria con una lectura más personal. El primero es la curiosa
referencia al cántaro de la samaritana. Lo ha traído para buscar agua, pero al
final, después de hablar con Jesús, lo deja en el pozo. Jesús le ha dado un
agua distinta, que se ha convertido dentro de ella en un manantial. El segundo
detalle es la relación estrecha entre la promesa de Jesús de dar agua, su
invitación posterior, durante la fiesta en Jerusalén: «el que tenga sed, que
venga a mí y beba» (Juan 7,37-38), y lo que ocurre en el calvario, cuando lo
atraviesan con la lanza y de su costado brota sangre y agua (Juan 19,34). El
tema central no es ahora la fundación de una comunidad, sino la relación
estrecha de cualquier creyente con él. La persona que tiene su sed material
cubierta, aunque sea con el esfuerzo diario de buscarse el agua, pero que
siente una distinta, una insatisfacción que sólo se llena mediante el contacto
directo con Jesús y la fe en él.
Otra agua y otro pan
Un último detalle sobre la enorme
riqueza simbólica de este episodio. La samaritana se olvida de beber. Jesús se
olvida de comer. Aunque los discípulos le animen a hacerlo, él tiene otro alimento,
igual que la mujer tiene otra agua.
¿Cuál es esa agua que Jesús ha
dado a la samaritana? Releyendo el relato, se advierte que la mujer va
cambiando su imagen de Jesús. Al principio lo considera un simple judío, que no
le merece gran respeto. Luego lo descubre como profeta, conocedor de cosas
ocultas. Más tarde se pregunta si no será el Mesías, alguien que merece toda su
consideración, aunque destruya sus convicciones religiosas precedentes; alguien
que le revela la recta relación con Dios.
En el Antiguo Testamento se usa a
veces la metáfora de la sed y del agua para expresar el deseo de Dios: «Como
suspira la cierva por las corrientes de agua, así suspira mi alma por ti, Dios
mío» (Sal 42). Ese nuevo conocimiento de Dios y de Jesús es el agua que se ha
llevado la samaritana, la que no necesita el viejo cántaro, que puede quedar
olvidado junto al pozo de Jacob.
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