Todo
comenzó el sábado pasado, cuando un muchacho ciego de nacimiento fue curado de
su ceguera por un galileo llamado Jesús. Al parecer, entre sus discípulos se
planteó la discusión de si era ciego por culpa propia o de sus padres. Jesús
dijo que nadie tenía la culpa, se agachó a recoger un poco de polvo, escupió
sobre él y untó el barro en los ojos del ciego. Luego le mandó lavarse en la
piscina de Siloé. Y cuando lo hizo, comenzó a ver.
Este
corresponsal ha intentado ponerse en contacto con el ciego pero le ha resultado
imposible. Tampoco hay noticias de Jesús, que parece haber abandonado la
ciudad. Según algunos, este galileo se considera superior a Abrahán y Moisés y
no se siente obligado a observar el sábado. Las autoridades, preocupadas por el
escándalo que está provocando en la población, convocaron al ciego como testigo
de cargo contra Jesús. Según su padre, se comportó de manera imprudente y de
testigo terminó en acusado y condenado. No se extrañen. Jerusalén no es
Alejandría. En Jerusalén todo es posible.
Una forma extraña de curar
En
el evangelio de Juan, igual que en los Sinópticos, la palabra de Jesús es poderosa.
Lo demostrará sobre todo poco más tarde resucitando a Lázaro con la simple
orden: «Lázaro, sal fuera». Sin embargo, para curar al ciego adopta un método muy distinto y
complicado. Forma barro con la saliva, le unta los ojos y lo envía a la piscina
de Siloé. Un volteriano podría decir que no cabe más mala idea: le tapa los
ojos con barro para que vea menos todavía, y lo manda cuesta abajo; más que
curarse podría matarse.
¿Qué pretende enseñarnos el
evangelista? No es fácil saberlo. San Ireneo, en el siglo II, fijándose en la
primera parte, relacionaba el barro con la creación de Adán; pero esto no
explica el uso de la saliva ni el envío a la piscina de Siloé. San Agustín,
fijándose en el final, relacionaba el lavarse en la piscina con el bautismo; tampoco
esto explica todos los detalles.
Una cosa al menos queda clara: la
obediencia del ciego. No entiende lo que hace Jesús, pero cumple de inmediato
la orden que le da. No se comporta como el sirio Naamán, que se rebeló contra
la orden de Eliseo de lavarse siete veces en el río Jordán. Como Abrahán, por
la fe sale de su mundo conocido para marchar hacia un mundo nuevo.
Un anacronismo intencionado
La
antítesis del ciego la representan los fariseos. El evangelista deforma una vez
más la realidad histórica para acomodarla a la situación de su tiempo. En la
época de Jesús los fariseos no tenían poder para expulsar de la sinagoga; ese
poder lo consiguieron después de la caída de Jerusalén en manos de los romanos
(año 70), cuando el sacerdocio perdió fuerza y ellos se hicieron con la
autoridad religiosa. A finales del siglo I, bastante después de la muerte de
Jesús, es cuando comenzaron a enfrentarse decididamente a los cristianos,
acusándolos de herejes y expulsándolos de la sinagoga.
El miedo y la osadía
El relato de Juan refleja muy bien, a través de los padres del
ciego, el pánico que esto provocaba en muchos judíos piadosos, impidiéndoles
hacerse cristianos. El hijo, en cambio, se muestra cada vez más osado. Después
de verse curado, se forma de Jesús la misma idea que la samaritana: «es un profeta». Porque el profeta no es sólo el que sabe cosas ocultas, sino
también el que realiza prodigios sorprendentes. Ante la acusación de que es un
pecador, no lo defiende con argumentos teológicos sino de orden práctico: «Si
es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo.» Luego no teme
recurrir a la ironía, cuando pregunta a los fariseos si también ellos quieren
hacerse discípulos de Jesús. Y termina haciendo una apasionada defensa de
Jesús: «si éste no viniera de Dios, no tendría ningún
poder.»
La verdadera visión
Hasta
ahora, el ciego sólo sabe que la persona que lo ha curado se llama Jesús. Él lo
considera un profeta, está convencido de que no es un pecador y de que debe
venir de Dios. El ciego ha empezado a ver. Pero la visión completa la recupera
en la última escena, cuando se encuentra de nuevo con Jesús, cree en él y se
postra a sus pies. Lo importante no es ver personas, árboles, nubes, muros,
casas, el sol y la luna… La verdadera visión consiste en descubrir a Jesús y
creer en él.
No hay peor ciego que quien no quiere ver
Los fariseos representan el polo
opuesto. Para ellos, el único enviado de Dios es Moisés. Con respecto a Jesús,
a lo sumo podrían considerarlo un israelita piadoso, incluso un buen maestro,
si observa estrictamente la Ley de Moisés. Pero está claro que a él no le
importa la Ley, ni siquiera un precepto tan santo como el del sábado. Además,
nadie sabe de dónde viene. Resuena aquí un tema típico del cuarto evangelio:
¿de dónde viene Jesús? Es una pregunta ambigua, porque no se refiere a un lugar
físico (Nazaret, de donde no puede salir nada bueno, según Natanael; Belén, de
donde algunos esperan al Mesías) sino a Dios. Jesús es el enviado de Dios, el
que ha salido de Dios. Y esto los fariseos no pueden aceptarlo. Por eso, Jesús
es para ellos un pecador, aunque realice un signo sorprendente. Dios no puede
salirse de los estrictos cánones que ellos le imponen. Ellos tienen la luz,
están convencidos de que ven lo correcto, pero, como les dice Jesús al final,
este convencimiento hace que permanezcan en su pecado.
La samaritana y el ciego
Hay
un gran parecido entre estas dos historias tan distintas del evangelio de Juan.
En ambas, el protagonista va descubriendo cada vez más la persona de Jesús. Y
en ambos casos el descubrimiento les lleva a la acción. La samaritana difunde
la noticia en su pueblo. El ciego, entre sus conocidos y, sobre todo, ante los
fariseos. En este caso, no se trata de una propagación serena y alegre de la fe
sino de una defensa apasionada frente a quienes acusan a Jesús de pecador por
no observar el sábado.
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