jueves, 5 de marzo de 2020

Por la renuncia al triunfo. Domingo 2º de Cuaresma. Ciclo A.



 Dentro de poco más de un mes, cuando comience la Semana Santa, si el coronavirus lo permite, nuestras calles verán pasar diversas imágenes de Jesucristo crucificado. La gente las mirará con mayor o menor respeto. Pero nadie dirá: “Era un terrorista y un blasfemo. Hicieron muy bien en matarlo”.  Si nuestra imagen de Jesús es positiva a pesar de su destino tan trágico se debe, en gran parte, al evangelio de hoy.
            El tema común a las tres lecturas de este domingo es “por la renuncia al triunfo”. En la primera, Abrahán debe renunciar a su patria y a su familia, experiencia muy dura que sólo conocen bien los que han tenido que emigrar. Pero obtendrá una nueva tierra y una familia numerosa como las estrellas del cielo. Incluso todas las familias del mundo se sentirán unidas a él y utilizarán su nombre para bendecirse.
En la segunda lectura, Timoteo deberá renunciar a una vida cómoda y tomar parte en el duro trabajo de proclamar el evangelio. Pero obtendrá la vida inmortal que nos consiguió Jesús a través de su muerte.
En el evangelio, si recordamos el episodio inmediatamente anterior (el primer anuncio de la pasión y resurrección) también queda claro el tema: Jesús, que renuncia a asegurarse la vida, obtiene la victoria simbolizada en la transfiguración. Así lo anuncia a los discípulos: «Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto llegar a este Hombre como rey». Esta manifestación gloriosa de Jesús tendrá lugar seis días más tarde.

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
― «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
― «Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
― «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»

El relato podemos dividirlo en tres partes: la subida a la montaña (v.1), la visión (vv.2-8), el descenso de la montaña (9-13). Desde un punto de vista litera­rio es una teofanía, una manifestación de Dios, y los evangelistas utilizan los mismos elementos que empleaban los autores del Antiguo Testamento para describirlas. Por eso, antes de analizar cada una de las partes, conviene recordar algunos datos de la famosa teofanía del Sinaí, cuando Dios se revela a Moisés.

            La teofanía del Sinaí

Dios no se manifiesta en un espacio cualquiera, sino en un sitio especial, la montaña, a la que no tiene acceso todo el pueblo, sino sólo Moisés, al que a veces acompaña su hermano Aarón (Ex 19,24), o Aarón, Nadab y Abihú junto con los setenta dirigentes de Israel (Ex 24,1). La presen­cia de Dios se expresa mediante la imagen de una nube espesa, desde la que habla (Ex 19,9). Es también frecuente que se mencione en este contexto el fuego, el humo y el temblor de la montaña, como símbolo de la gloria y el poder de Dios que se acerca a la tierra. Estos elementos demuestran que los evangelistas no pretenden ofrecer un informe objetivo, “histórico”, de lo ocurrido, sino crear un clima semejante al de las teofanías del Antiguo Testa­mento.

            La subida a la montaña

Jesús sólo elige a tres discípu­los, Pedro, Santiago y Juan. La exclusión de los otros nueve no debemos interpretarla sólo como un privilegio; la idea principal es que va a ocurrir algo tan importante que no puede ser presen­ciado por todos. Se dice que subieron «a una montaña alta y apartada». La tradición cristiana, que no se contenta con estas indicaciones generales, la ha identificado con el monte Tabor, que tiene poco de alto (575 m) y nada de aparta­do. Lo evangelistas quieren indicar otra cosa: usan el frecuente simbolismo de la montaña como morada o lugar de revelación de Dios. Entre los antiguos cananeos, el monte Safón era la morada del panteón divino. Para los griegos se trataba del Olimpo. Para los israelitas, el monte sagrado era el Sinaí (u Horeb). También el Carmelo tuvo un prestigio especial entre ellos, igual que el monte Sión en Jerusalén. Una montaña «alta y apartada» aleja horizontalmente de los hombres y acerca verticalmente a Dios. En ese contexto va a tener lugar la mani­festación gloriosa de Jesús, sólo a tres de los discípulos.

            La visión

En ella hay cuatro elementos que la hacen avanzar hasta su plenitud. El primero es la transformación del rostro y las vestiduras de Jesús. El segundo, la aparición de Moisés y Elías. El tercero, la aparición de una nube luminosa que cubre a los presentes. El cuarto, la voz que se escucha desde el cielo.
1. La transformación de Jesús la expresaba Marcos con estas pala­bras: «sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo» (Mc 9,3). Mateo omite esta comparación final y añade un dato nuevo: «su rostro brillaba como el sol». La luz simboliza la gloria de Jesús, que los discípulos no habían percibido hasta ahora de forma tan sorprendente.
2. «De pronto, se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él». Moisés es el gran mediador entre Dios y su pueblo, el profeta con el que Dios hablaba cara a cara. Sin Moisés, humana­mente hablando, no habría existido el pueblo de Israel ni su religión. Elías es el profeta que salva a esa religión en su mayor momento de crisis, hacia el siglo IX a.C., cuando está a punto de sucumbir por el influjo de la religión cananea. Sin Elías habría caído por tierra toda la obra de Moisés. Por eso los judíos concedían especial importancia a estos dos personajes. El hecho de que se aparezcan ahora a los discípu­los (no a Jesús) es una manera de garantizarles la importancia del personaje al que están siguiendo. No es un hereje ni un loco, no está destruyendo la labor religiosa de siglos, se encuentra en la línea de los antiguos profetas, llevando su obra a plenitud.
En este contexto, las palabras de Pedro proponiendo hacer tres chozas suenan a simple despropósito. Pero son simple conse­cuencia de lo que dice antes: «qué bien se está aquí». Cuando el primer anuncio de la pasión, Pedro rechazó el sufrimiento y la muerte como forma de salvar. Ahora, en la misma línea, considera preferible quedarse en lo alto del monte con Jesús, Moisés y Elías que seguir a Jesús con la cruz.
3. Como en el Sinaí, Dios se manifiesta en la nube y habla desde ella.
4. Sus primeras palabras reproducen exactamente las que se escucharon en el momento del bautismo de Jesús, cuando Dios presentaba a Jesús como su siervo. Pero aquí se añade un imperativo: "¡Escuchadlo!" La orden se relaciona directamente con las anteriores palabras de Jesús, que han provocado tanto escán­dalo en Pedro, y con la dura alternativa entre vida y muerte que ha planteado a sus discípulos. Ese mensaje no puede ser eludido ni trivializado. "¡Escuchadlo!"

            El descenso de la montaña

Dos hechos cuenta Mt en este momento: La orden de Jesús de que no hablen de la visión hasta que él resucite y la pregunta de los discípulos sobre la vuelta de Elías.
Lo primero coincide con la prohibición de decir que él es el Mesías (Mt 16,20). No es momento ahora de hablar del poder y la gloria, suscitando falsas ideas y esperanzas. Después de la resurrección, cuando para creer en Cristo sea preciso aceptar el escándalo de su pasión y cruz, se podrá hablar con toda libertad también de su gloria.
            El segundo tema, sobre la vuelta de Elías, lo omite la liturgia.

Resumen

Este episodio no está contado en beneficio de Jesús, sino como experiencia positiva para los apóstoles y para todos nosotros. Después de haber escuchado a Jesús hablar de su pasión y muerte, de las duras condiciones que impone a sus seguidores, tenemos tres experiencias complementarias: 1) vemos a Jesús transfigurado de forma gloriosa; 2) contemplamos a Moisés y Elías; 3) escuchamos la voz del cielo.
Esto supone una enseñanza creciente: 1) al ver transformados su rostro y sus vesti­dos tenemos la expe­riencia de que su destino final no es el fracaso, sino la gloria; 2) la aparición de Moisés y Elías confirma que Jesús es el culmen de la historia religiosa de Israel y de la revela­ción de Dios; 3) la voz del cielo nos dice que seguir a Jesús no es una locura, sino lo más conforme al plan de Dios.
Tres ideas que ayudan a superar el escándalo de Jesucristo crucificado.


jueves, 27 de febrero de 2020

Adán, Eva y Jesús frente a la tentación. Domingo 1º de Cuaresma. Ciclo A


  
Miguel Ángel. Tentación y expulsión del paraíso


Al comenzar la Cuaresma, tiempo de conversión y preparación para celebrar la Pascua, la Iglesia nos recuerda dos actitudes muy distintas frente a la tentación: la de Adán y Eva, en la que podemos vernos reflejados todos nosotros, y la de Jesús. En el primer caso triunfa la debilidad, la caída inmediata; en el segundo, la fuerza, la capacidad de resistir en la prueba. Pero esta contraposición no pretende desanimarnos ni denunciar lo débiles y malos que somos. Al contrario, como afirma Pablo en la segunda lectura, «si por la culpa de uno murieron todos, mucho más, gracias a un solo hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos».

La debilidad de Eva y Adán (1ª lectura: Génesis 2,7-9; 3,1-7)
  
El relato describe el proceso que lleva al pecado. No lo hace con un lenguaje intelectual, sino mediante un dialogo vivo. Para ello introduce a la serpiente, que ya en el poema mesopotámico de Gilgamesh, desempeñaba un papel capital como enemiga del hombre, al que roba la planta de la vida y la inmortalidad. Pero el autor de nuestro relato enfoque el tema de manera distinta, más profunda. La serpiente no roba la planta de la vida, sino que destruye al ser humano por dentro.

El Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo, sopló en su nariz un aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo. El Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia oriente, y colocó en él al hombre que había modelado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos de comer; además, el árbol de la vida, en mitad del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y el mal.
La serpiente era el más astuto de los animales del campo que el Señor Dios había hecho. Y dijo a la mujer:
—«¿Cómo es que os ha dicho Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?».
La mujer respondió a la serpiente:
—«Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; solamente del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: "No comáis de él ni lo toquéis, bajo pena de muerte"».
La serpiente replicó a la mujer:
—«No moriréis. Bien sabe Dios que cuando comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal».
La mujer vio que el árbol era apetitoso, atrayente y deseable, porque daba inteligencia; tomó el fruto, comió y ofreció a su marido, el cual comió.
Entonces se les abrieron los ojos a los dos y se dieron cuenta de que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron.

La tentación comienza con una mentira, exagerando y falseando la prohibición de Dios (comparar sus palabras con 2,16‑17). Presenta al Señor como alguien inhumano y cruel, que impone al hombre algo terrible. Sus palabras son tan burdas que al principio es fácil rechazarlas. Pero la tentación insiste. Niega la existencia de peligro. Y entonces surge la atracción por lo prohibido y la apetencia. Hasta entonces, parece como si Eva y Adán no se hubiesen fijado en el árbol. El simple miedo a morir los retrae de su contemplación. Ahora, «la mujer vio que el árbol tentaba el apetito, era una delicia para los ojos y apetecible para adquirir conocimiento» (3,6). A partir de ese momento, está perdida, y también su marido.
Al punto, el pecado produce sus frutos. La serpiente había prometido que se les abrirían los ojos (3,5). Efectivamente, se les abren y adquieren un conocimiento nuevo (3,7). Pero lo que aprenden es que están desnudos, y esto provoca vergüenza mutua y vergüenza y miedo ante Dios. También surge el sentimiento de culpa, y el ansia de descargar en otro la propia responsabilidad. En su deseo de justificarse, el hombre culpa a la mujer, rompiendo con ello la solidaridad entre la pareja. La mujer, sin otra alternativa, culpa a la serpiente. [Esta última parte no se lee en la liturgia.]
La serpiente ha sido identificada: 1) con Satanás; 2) con una figura simbólica: el apetito humano, la curiosidad intelectual; 3) con una figura mitológica. Es fundamental la idea de que ha sido creada por Yahvé. Sugiere el carácter misterioso del mal.

2. La fortaleza de Jesús (evangelio: Mateo 4,1-11)

El contraste más fuerte con Eva y Adán lo representa Jesús en el momento de las tentaciones. El relato más antiguo, el de Marcos, es muy breve y misterioso. Mateo y Lucas lo completaron con las tres famosas tentaciones que todos conocemos, y que empalman con el episodio del bautismo, en el que la voz del cielo proclama: «Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco». ¿Cómo entiende Jesús su filiación divina? ¿Cómo un salvoconducto para pasarlo bien y triunfar? Todo lo contrario. Inmediatamente después marcha al desierto, y allí va a quedar claro cómo entiende su filiación. 

            Primera tentación: solucionar las necesidades primarias

En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre.
El tentador se le acercó y le dijo:
—Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes.
Pero él le contestó, diciendo:
—Está escrito: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios".


Partiendo del hecho normal del hambre después de cuarenta días de ayuno, la primera tentación es la de utilizar el poder en benefi­cio propio. Es la tentación de las necesidades imperiosas, la que sufrió el pueblo de Israel repetidas veces durante los cuarenta años por el desierto. Al final, cuando Moisés recuerda al pueblo todas las penalidades sufridas, le explica por qué tomó el Señor esa actitud: «(Dios) te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3).
En la experiencia del pueblo se han dado situacio­nes contrarias de necesidad (hambre) y superación de la necesidad (maná). De ello debería haber aprendido dos cosas. La primera, a confiar en la providencia. La segunda, que vivir es algo mucho más amplio y profundo que el simple hecho de satisfacer las necesidades primarias. En este concepto más rico de la vida es donde cumple un papel la palabra de Dios como alimento vivifica­dor. En realidad, el pueblo no aprendió la lección. Su concepto de la vida siguió siendo estrecho y limitado. Mientras no estu­viesen satisfechas las necesidades primarias, carecía de sentido la palabra de Dios. 
En el caso de Jesús, el tentador se deja de sutilezas y va a lo concreto: «Si eres Hijo de Dios, di que las piedras éstas se conviertan en panes». Jesús no necesita quejar­se de pasar hambre, ni murmurar como el pueblo, ni acudir a Moisés. Es el Hijo de Dios. Puede resolver el problema fácilmente, por sí mismo. Pero Jesús tiene aprendida desde el comienzo esa lección que el pueblo no asimiló durante años: «Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino también de todo lo que diga Dios por su boca». 
La enseñanza de Jesús en esta primera tentación es tan rica que resulta imposible reducirla a una sola idea. Está el aspecto evidente de no utilizar su poder en beneficio propio. Está la idea de la confianza en Dios. Pero quizá la idea más importante, expresada de forma casi subliminar, es la visión amplia y profunda de la vida como algo que va mucho más allá de la necesidad primaria y se alimenta de la palabra de Dios. 

            Segunda tentación: pedir pruebas a Dios

Entonces el diablo lo lleva a la ciudad santa, lo pone en el alero del templo y le dice:
—Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: "Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras".
Jesús le dijo:
—También está escrito: "No tentarás al Señor, tu Dios".

Pináculo del templo de Jerusalén

La segunda tentación (tirarse desde el alero del templo) también se presta a interpretaciones muy distintas. Podríamos considerar­la la tentación del sensacionalismo, de recurrir a procedi­mientos extravagantes para tener éxito en la actividad apostóli­ca. La multitud congregada en el templo contempla el milagro y acepta a Jesús como Hijo de Dios. Pero esta interpretación olvida un detalle importante. El tentador nunca hace referencia a esa hipotética muchedumbre. Lo que propone ocurre a solas entre Jesús y los ángeles de Dios. Por eso parece más exacto decir que la tentación consiste en pedir a Dios pruebas que corroboren la misión encomendada. Nosotros no estamos acostumbrados a esto, pero es algo típico del Antiguo Testamento, como recuerdan los ejemplos de Moisés (Ex 4,1-7), Gedeón (Jue 6,36-40), Saúl (1 Sam 10,2-5) y Acaz (Is 7,10-14). Como respuesta al miedo y a la incertidumbre espontá­neos ante una tarea difícil, Dios concede al elegido un signo milagroso que corrobore su misión. Da lo mismo que se trate de un bastón mágico (Moisés), de dos portentos con el rocío nocturno (Gedeón), de una serie de señales diversas (Saúl), o de un gran milagro en lo alto del cielo o en lo profundo de la tierra (Acaz). Lo importante es el derecho a pedir una señal que tran­quilice y anime a cumplir la tarea. 
Jesús, a punto de comenzar su misión, tiene derecho a un signo parecido. Basándose en la promesa del Salmo 91,11-12 («a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en volandas para que tu pie no tropiece en la piedra»), el tentador le propone una prueba espectacular y concreta: tirarse del alero del templo. Así quedará claro si es o no el Hijo de Dios. Sin embargo, Jesús no acepta esta postura, y la rechaza citando de nuevo un texto del Deuteronomio: «No tentarás al Señor tu Dios» (Dt 6,16). La frase del Dt es más explícita: «No tentaréis al Señor, vuestro Dios, poniéndolo a prueba, como lo tentasteis en Masá (Tentación)». Contiene una referencia al episodio de Números 17,1-7.  Aparentemente, el problema que allí se debate es el de la sed; pero al final queda claro que la auténtica tentación consiste en dudar de la presencia y la protección de Dios: «¿Está o no está con nosotros el Señor?» (v.7). En el fondo, cualquier petición de signos y prodigios encubre una duda en la protección divina. Jesús no es así. Su postura supera con mucho incluso a la de Moisés. 
  
            Tercera tentación: el deseo de triunfar

Después el diablo lo lleva a una montaña altísima y, mostrándole los reinos del mundo y su gloria, le dijo:
—Todo esto te daré, si te postras y me adoras.
Entonces le dijo Jesús:
—Vete, Satanás, porque está escrito: "Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto".
Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y le servían.


La tercera tentación, a tumba abierta por parte del tentador, consiste en la búsqueda del poder y la gloria, aunque suponga un acto de idolatría. No es la tentación provocada por la necesidad urgente o el miedo, sino por el deseo de triunfar. Jesús rechaza la condición que le impone Satanás citando Dt 6,13. Como prueba de la victoria, Satán se aleja y los ángeles se acercan a servirlo.

* * *

Para Mt, Jesús en el desierto es lo contrario de Israel en el desierto. En aquella época, el pueblo sucumbió fácilmente a las pruebas inevitables de la marcha: hambre, sed, ataques enemigos. Dudaba de la ayuda de Dios, se quejaba de las dificultades. Jesús, nuevo Israel, sometido a tentaciones más fuertes, las supera. Y las supera, no remontándo­se a teorías nuevas ni experiencias personales, sino a las afirmaciones básica de la fe de Israel, tal como fueron propues­tas por Moisés en el Deuteronomio. Los judíos contemporáneos de Mateo y de su comunidad no tienen derecho a acusar a su fundador de no atenerse al espíritu más auténtico. Jesús es el verdadero hijo de Dios, el único que se mantiene fiel a Él en todo momento. 

            El problema de la historicidad

El relato de Mt nos obliga a preguntarnos si se trata de hechos históricos o ficticios. Porque el diálogo con el tentador, el viaje a la ciudad santa y el otro a una montaña altísima no parecen tener nada de histórico.
Es interesante recordar que el cuarto evangelio no contiene un episodio de las tentaciones, pero habla de ellas a lo largo de la vida de Jesús. La más fuerte es la del poder, en el momento en que los galileos quieren nombrar a Jesús rey. Y tentaciones muy parecidas en su contenido, no en la forma, se repiten al final de la vida de Jesús, en la cruz: «Si eres Hijo de Dios, sálvate y baja de la cruz» (Mt 27,40). Estas tentaciones reflejan otro dato de gran interés: los tentadores son los hombres, no Satanás. 

Reflexión final

La tentación es un hecho real en la vida de Jesús, a la que se vio sometida por ser verdadero hombre. 
Mt ha recogido este tema para dejarnos claro desde el princi­pio cómo entiende Jesús su filiación divina: no como un privile­gio, sino como un servicio. 
En el fondo, las tres tentaciones se reducen a una sola: colocarse por delante de Dios, poner las propias necesidades, temores y gustos por encima del servicio incondicional al Señor, desconfiando de su ayuda o queriendo suplantarlo. 
Las tentaciones tienen también un valor para cada uno de nosotros y para toda la comunidad cristiana. Sirven para analizar nuestra actitud ante las necesidades, miedos y apetencias, y nuestro grado de interés por Dios. 

viernes, 21 de febrero de 2020

De la venganza al amor. Domingo 7. TO Ciclo A



El domingo pasado vimos dos recursos de Jesús para combatir el legalismo de los escribas: llevar la ley a sus últimas consecuencias (asesinato, adulterio) y anular la ley en vigor (divorcio, juramento).  El evangelio de este domingo termina de tratar el tema añadiendo un nuevo recurso: cambiar la norma por otra nueva. Lo hace hablando de la venganza y de la relación con el prójimo.

Generosidad frente a venganza

Habéis oído que se dijo: "Ojo por ojo, diente por diente." Yo, en cambio, os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas. 

            El quinto caso toma como punto de partida la ley del talión («ojo por ojo, diente por diente»). Esta ley no es tan cruel como a veces se piensa. Intenta poner freno a la crueldad de Lamec, que anuncia: «Por un cardenal mataré a un hombre, a un joven por una cicatriz» (Génesis 4,23). Frente a la idea de la venganza incontrolada (muerte por cicatriz) la ley del talión pretende que la venganza no vaya más allá de la ofensa (ojo por ojo). De todos modos, sigue dominando la idea de que es lícito vengarse.
            En Las Coéforas de Esquilo se advierte el valor universal de esta idea. Después del asesinato de su padre, Electra pregunta al Coro qué debe pedir, y éste le responde:

Que un dios o un mortal venga sobre ellos...
− ¿Cómo juez o como vengador?
− Di simplemente, “alguien que devuelva muerte por muerte”.
− Pero, ¿crees tú que los dioses encontrarán santo y justo mi ruego?
            − ¿Acaso no es santo y justo devolver a un enemigo mal por mal?

            Jesús no acepta esta actitud en sus discípulos. No sólo no deben enfrentarse al que lo ofende, sino que deben adoptar siempre una postura de entrega y generosidad. Para expresarlo, recu­rre a cinco casos concretos. ¿Cómo debes comportarte con quien te abofetea, te pone pleito para quitarte la túnica, te fuerza a caminar una milla (quizá se refiera a los soldados romanos, que podían obligar a los judíos a llevarles su impedimenta esa distancia), te pide, o te pide prestado? Basta hacerse cada una de estas preguntas, pensando cómo responderíamos nosotros, para advertir la enorme diferencia con las respuestas de Jesús.
            De todos modos, lo que dice no debemos interpretarlo al pie de letra, porque terminaría amargándonos la existencia. El mismo Jesús, cuando lo abofetearon, no puso la otra mejilla; preguntó por qué lo hacían. Lo importante es analizar nuestra actitud global ante el prójimo, si nos movemos en un espíritu de venganza, de rencor, de regatear al máximo nuestra ayuda, o si actuamos con generosidad y entrega. 
           
Amor al enemigo

Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo" y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.»

            El último caso parte de una ley escrita («amarás a tu prójimo»: Levítico 19,18) y de una norma no escrita, pero muy practicada («odiarás a tu enemigo»).
            Es ciertos que el libro del Éxodo contiene dos leyes que hablan de portarse bien con el enemigo: «Cuando encuentres extraviados el toro o el asno de tu enemigo, se los llevarás a su dueño. Cuando veas al asno de tu adversario caído bajo la carga, no pases de largo; préstale ayuda» (Ex 23,4-5). Pero es curioso cómo se cambia esta ley en una etapa posterior: «Si ves extraviados al buey o a la oveja de tu hermano, no te desentiendas: se los devolverás a tu hermano. Si ves el asno o el buey de tu hermano caídos en el camino, no te desentiendas, ayúdalos a levantarse» (Dt 22,1.4). La obligación no es ahora con el enemigo y el adversario, sino con el hermano (en sentido amplio). Alguno dirá que, para el Deuteronomio no hay enemigos, todos son hermanos. Pero es una interpretación demasiado benévola.
            El evangelio es muy realista: los seguidores de Jesús tienen enemigos. Sus palabras hacen pensar en las persecuciones que sufrían las primeras comunidades cristianas, odiadas y calumniadas por haberse separado del pueblo de Israel; y en la que sufren tantas comunidades actuales en África y Asia. Frente a la rabia y el odio que se puede experimentar en esas ocasiones, Jesús exhorta a no guardar rencor; más aún, a perdonar y rezar por los perseguidores.
            Lo que pide es tan duro que debe justificarlo. Lo hace contraponiendo dos ejemplos: el de Dios Padre, el ser más querido para un israelita, y el de los recaudadores de impuestos y paganos, dos de los grupos más odiados. ¿A quién de ellos deseamos parecernos? ¿Al Padre que concede sus bienes (el sol y la lluvia) a todos los seres humanos, prescindiendo de que sean buenos o malos, de que se porten bien o mal con él? ¿O preferimos parecernos a quienes sólo aman a los que los aman?
            No se trata de elegir lo que uno prefiera. El cristiano está obligado a «ser bueno del todo, como es bueno vuestro Padre del cielo».

Primera lectura (Levítico 19, 1-2.17-18)

El Señor habló a Moisés:
Habla a la asamblea de los hijos de Israel y diles: "Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo. No odiarás de corazón a tu hermano. Reprenderás a tu pariente, para que no cargues tú con su pecado. No te vengarás ni guardarás rencor a tus parientes, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor. "

            La idea de imitar al Dios bueno y santo portándonos bien con el prójimo es el tema de la primera lectura. La formulación es muy interesante, alternando prohibiciones y mandatos. Prohíbe odiar, manda reprender, prohíbe vengarse, manda amar.  De ese modo, prohibiciones y mandatos se complementan y comentan. No odiar de corazón significa, en la práctica, no vengarse ni guardar rencor. Reprender es una forma de amar; de hecho, lo más cómodo y fácil ante los fallos ajenos es callarse y criticarlos por la espalda; para reprender cristianamente hace falta mucho amor y mucha humildad.

El Salmo 102

            El tema de la bondad de Dios es fundamental en este Salmo, del que la liturgia recoge algunos versos. El Dios que nos perdona, compasivo y misericordioso, es el mejor ejemplo y estímulo para amar y perdonar al prójimo.

Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios. 
Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura. 
El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia;
no nos trata como merecen nuestros pecados
ni nos paga según nuestras culpas. 
Como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos.
Como un padre siente ternura por sus hijos,
siente el Señor ternura por sus fieles. 



jueves, 13 de febrero de 2020

El cristiano no debe ser legalista. Domingo 6 TO Ciclo A

                                                                     
     
Advertencia previa

            La liturgia ofrece dos posibilidades con respecto al evangelio: una lectura breve, que recoge solo algunas de las afirmaciones principales contenidas en Mt 5,17-37, y una lectura larga, que no omite nada, desarrollando el contenido de la breve. Aunque la primera resulta a veces descarnada y omite ideas muy importantes, la segunda es tan compleja, y con temas tan distintos, que resulta imposible explicarlos en una homilía. Me limitaré a algunas indicaciones sobre la breve. Quien desee un comentario a todo el pasaje puede verlo en J, L, Sicre, El evangelio de Mateo. Un drama con final feliz (Verbo Divino 2019) páginas 114-123.

La lectura breve del evangelio

            Las bienaventuranzas y las parábolas de la sal y la luz, leídas en los domingos anteriores, forman la Introducción al Sermón del Monte. A partir de este momento, Mateo presenta la oferta religiosa de Jesús, contraponiéndola a la de los escribas, los fariseos y los paganos. Para este domingo y el próximo, la liturgia ha elegido solamente la diferencia que debe darse entre el cristiano y el escriba.

Los escribas

            Sociológicamente, los escribas constituyen un grupo muy heterogé­neo, al que pertenecen sacerdotes de elevado rango, simples sacerdotes, miembros del clero bajo, de familias importantes y de todos los estratos del pueblo (comerciantes, carpinteros, constructores de tiendas, jornaleros). Incluso encontramos gente que no eran de ascendencia israelita pura, sino hijos de madre o padre convertidos al judaísmo. El poder de los escribas radica en exclusivamente en su ciencia. Quien deseaba ser admitido en la corporación debía hacer un ciclo de estudios de varios años. Generalmente, desde los 14 años de edad dominaba la exégesis de la Ley (Pentateuco). Pero la edad canónica para la ordenación eran los 40 años. A partir de entonces estaba capacitado para zanjar por sí mismo las cuestiones de legislación religiosa y ritual, para ser juez en procesos criminales y tomar decisiones en los civiles, bien como miembro de una corte de justicia, bien indivi­dualmente. Tenía derecho a ser llamado rabí. Y se les abrían los puestos claves del derecho, de la administración y de la enseñan­za.

El peligro del legalismo

            A pesar de la gran estima de que gozan entre la gente, a Jesús no le resultan simpáticos. No quiere que sus seguidores se parezcan a los escribas, ni que los puedan confundir con ellos. Porque en su postura existe un peligro gravísimo de legalismo, es decir, de exaltación de la ley y de la norma por encima de todas las cosas. Al legalismo, se puede llegar por dos caminos muy parecidos:
            a) Buscando seguridad humana. Una persona inmadura, con miedo a correr riesgos, prefiere que le indiquen en cada momento lo que debe hacer. Cuantas más normas, mejor, porque así no se siente insegura.
            b) Buscando seguridad religiosa. Estas personas conciben la salvación como algo que se gana a pulso, a base de esfuerzo, cumpliendo en todo momento la voluntad de Dios. Esta voluntad de Dios no la conciben como una actitud global en la vida, sino concretada en una serie de actos. Cuantas más normas me dicten, mejor conoceré lo que Dios quiere y me resultará más fácil salvarme.
            En lo anterior hay cosas buenas y malas. Pero lo más grave es que la persona amante de las normas corre el peligro de quedarse en la letra de la ley, sin profundizar en su espíritu, que es más exigente. Por ejemplo, la ley manda no comer carne los viernes de cuaresma. Y se queda tranquila con cumplir la letra de la ley, pero no le preocupa comer langosta o gambas. La ley manda ir a misa los domingos y días de fiesta, y la cumple a rajatabla; pero quizá no dedica ni un minuto a Dios durante el resto de la semana.
            Otro grave riesgo de la mentalidad legalista es que, con la ley en la mano, se puede machacar al prójimo y amargarle la existen­cia. Se critica al que no vive como uno considera conveniente, se lo condena, incluso se lo persigue.

La crítica de Jesús al legalismo

            Para combatir esta postura legalista y enseñar a sus discípulos a actuar cristianamente, Mateo pone en labios de Jesús seis casos concretos, referentes al asesinato, adulterio, divorcio, juramen­to, venganza y amor al prójimo (Mateo 5,21‑48). Este domingo se leen tres de los cuatro primeros; los dos últimos, el domingo próximo.

            En el primer caso, asesinato, Jesús lleva la ley a sus consecuencias más radicales.

Habéis oído que se dijo a los antiguos: "No matarás", y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que se deje llevar de la cólera contra su hermano será procesado.

            El quinto mandamiento prohíbe matar. La mentalidad legalista, ateniéndose a la letra, se contenta con no hincarle un puñal al prójimo. Jesús dice que el espíritu del mandamiento va mucho más lejos. Lo importante no es sólo respetar la vida física del prójimo, sino también toda su persona. [La lectura larga concreta tres delitos cada vez peores contra el prójimo: encolerizarse con él, insultarlo y ofenderlo gravemente].

            En el segundo caso, adulterio, Jesús también interpreta el mandamiento de forma radical.

Habéis oído el mandamiento "no cometerás adulterio". Pues yo os digo: El que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón. 

            La letra de la ley sólo se fija en el hecho físico. Pero Jesús va a su espíritu profundo, teniendo en cuenta incluso el peligro remoto de caer. Su enseñanza coincide con la de otros rabinos: «No puedes decir que se llame adúltero a quien ha cometido adulterio con cuerpo; el que ha cometido adulterio con sus ojos también se llama adúltero» (Simeón ben Lakish).

            En el cuarto caso (el tercero se omite en la lectura breve), a propósito del juramento, también anula la ley.     

Habéis oído que se dijo a los antiguos: "No jurarás en falso" y "Cumplirás tus juramentos al Señor". Pero yo os digo que no juréis en absoluto. Que vuestro hablar sea sí, sí, no, no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno.

            Jesús se mueve en una sociedad que usa y abusa del juramento. El discípulo de Jesús tiene que moverse en una honradez y sinceridad tan absolutas que le baste decir sí y no.
            El próximo domingo veremos otro recurso: cambiar la ley por una norma más exigente.

1ª lectura: Eclesiástico 15,16-21

Si quieres, guardarás los mandatos del Señor, porque es prudencia cumplir su voluntad; ante ti están puestos fuego y agua: echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja. Es inmensa la sabiduría del Señor, es grande su poder y lo ve todo; los ojos de Dios ven las acciones, él conoce todas las obras del hombre; no mandó pecar al hombre, ni deja impunes a los mentirosos.

            Corrobora lo que dice el comienzo del evangelio (¡en la versión larga!) sobre la alternativa de cumplir o no cumplir la voluntad de Dios. Todos tenemos la posibilidad de elegir entre el fuego y el agua, la muerte y la vida, ser pequeño o grande en el Reino de Dios. La última frase, Dios «no deja impunes a los mentirosos» puede aplicarse muy bien a lo que dice Jesús de los legalistas.