La 2ª lectura y el evangelio están estrechamente
relacionados. «Amémonos unos a otros», comienza el texto de la carta de san Juan. Y el
evangelio insiste dos veces: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a
otros»; «Esto os mando: que os améis unos a otros». Este precepto se basa
en el amor que Dios nos ha manifestado de dos formas complementarias: enviando
su Espíritu y enviando a su Hijo.
Un Padre que da el Espíritu sin distinguir
entre judíos y paganos (1ª lectura)
La
lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles recoge parte de un
importantísimo episodio de la iglesia primitiva. Hasta entonces, los discípulos
de Jesús se han visto a sí mismos con un grupo dentro del judaísmo, sin especial
relación con los paganos. No se les pasa por la cabeza hacer apostolado entre
ellos, mucho menos entrar en sus casas si no se han convertido al judaísmo y se
han circuncidado. Los consideran impuros.
En este contexto, se cuenta que Pedro tuvo
una visión: ve bajar del cielo un mantel repleto de toda clase de animales
impuros (cerdo, conejo, cigalas, etc.) y escucha una voz que le ordena: mata y
come. Pedro se niega en redondo. «Nunca he probado un alimento profano o impuro». Y la voz del cielo le
responde: «Lo que Dios declara puro tú no lo tengas por impuro».
Termina
la visión. Pedro se siente desconcertado, y mientras piensa en su posible
sentido, llaman a la puerta de la casa tres hombres enviados por un pagano, el
capitán Cornelio, para pedirle que vaya a visitarlo. Pedro comprende entonces
el sentido de la visión: no puede considerar impuro a un pagano interesado en
conocer el evangelio. Al día siguiente se pone en camino desde Jafa a Cesarea y
cuando llega a casa de Cornelio tiene lugar la escena que hoy leemos.
Cuando iba a entrar Pedro, salió Cornelio a su encuentro
y se echó a sus pies a modo de homenaje, pero Pedro lo alzó, diciendo:
-Levántate, que soy un hombre como tú.
Pedro tomó la palabra y dijo:
-Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que
lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea.
Todavía estaba hablando Pedro, cuando cayó el Espíritu
Santo sobre todos los que escuchaban sus palabras. Al oírlos hablar en lenguas
extrañas y proclamar la grandeza de Dios, los creyentes circuncisos, que habían
venido con Pedro, se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se
derramara también sobre los gentiles. Pedro añadió:
-¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han
recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?
Y mandó bautizarlos en el nombre de Jesucristo. Le rogaron
que se quedara unos días con ellos.
Indico
algunos detalles interesantes:
1) «Está claro que Dios no hace distinciones»; para él lo importante
no es la raza sino la conducta del que lo respeta y practica la justicia.
2) La
venida del Espíritu Santo sobre este grupo de paganos produce los mismos frutos
que en los apóstoles el día de Pentecostés: hablan lenguas extrañas y proclaman
la grandeza de Dios.
3) El
Espíritu Santo viene sobre ellos antes de recibir el bautismo. No se puede
decir de forma más clara que «el Espíritu sopla donde quiere y cuando
quiere».
La
conducta de Pedro provocó gran escándalo en los sectores más conservadores de
la comunidad de Jerusalén y debió subir a la capital a justificar su conducta.
Pero este episodio deja claro que, para Dios, los paganos no son seres impuros.
Él ama a todos los hombres sin distinción. Con ello se justifica el apostolado
posterior entre los paganos.
Un Padre que da su Hijo a los pecadores (2ª
lectura)
La carta de Juan justifica el mandato de amarnos
mutuamente diciendo que «Dios es amor» y cómo nos lo ha
demostrado.
Queridos hermanos: Amémonos unos a otros, ya que el amor
es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama
no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que
Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos
por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a
Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación
por nuestros pecados.
Cuando yo era niño, el catecismo de Ripalda,
a la pregunta de quién es Dios nos enseñaba a responder: «Un señor
infinitamente bueno, sabio y poderoso, principio y fin de todas las cosas». El
autor de la carta no necesita tantas palabras. Se limita a decir: «Dios es amor». Y ese
amor lo manifiesta enviando a su hijo «como víctima de propiciación por nuestros
pecados».
La «víctima de propiciación» era el animal que se
ofrecía para impetrar el perdón. El Día de la Expiación (yom kippur), el
Sumo Sacerdote ofrecía un macho cabrío por los pecados del pueblo. En otras
ocasiones se ofrecían cabras y novillos con el mismo fin. Pero esas víctimas
carecían de valor definitivo. La humanidad se encontraba en una especie de círculo
cerrado del que no podía escapar. Entonces Dios nos proporciona la única
víctima decisiva: su propio hijo.
Y esto
lo hace cuando todavía éramos pecadores. No espera a que nos convirtamos y
seamos buenos para enviarnos a su Hijo. Si la primera lectura decía que Dios no
hace distinción entre judíos y paganos, la segunda dice que no hace distinción
entre santos y pecadores.
En vez de amar a Dios, amar a los hermanos
(evangelio)
En la segunda lectura el protagonismo ha sido de Dios. En
el evangelio, el protagonista principal es Jesús, que demuestra su amor hasta
el punto de dar la vida por nosotros, llamarnos amigos suyos, elegirnos y
enviarnos. (¡Cuánta gente desearía poder decir que es amigo o amiga de un
personaje famoso, que ha sido elegido por él para llevar a cabo una misión!).
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-Como el Padre me ha amado, así os he amado yo;
permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor;
lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su
amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra
alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como
yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois
vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he
destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo
que pidáis el Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a
otros.
Lo que Jesús exige a cambio de esta amistad es
muy curioso. Cuando era estudiante en el Pontificio Instituto Bíblico le
escuché este comentario al P. Lyonnet: «Fijaos en lo que dice la 1ª carta de Juan:
“Si tanto nos ha amado Dios…” Nosotros habríamos añadido: “también nosotros
debemos amar a Dios”. Sin embargo, lo que dice Juan es: “Si tanto nos ha amado
Dios, debemos amarnos unos a otros”».
Algo
parecido ocurre en el evangelio de hoy. «Éste es mi mandamiento: que os améis
unos a otros como yo os he amado.» Jesús podría haber dicho: «Amadme como yo os he
amado». Pero no piensa en él, piensa en nosotros. Es fácil engañarse diciendo o
pensando que amamos a Jesús, porque no puede demostrarse ni negarse. Lo difícil
es amar al prójimo.
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