Desde que comienza su vida pública, la actividad de Jesús
suscita una mezcla de desconcierto y curiosidad: ¿quién es este hombre? La
pregunta adquiere una fuerza especial en el evangelio de hoy, donde es el mismo
Jesús quien la plantea.
Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó:
‒ ¿Quién dice la gente que soy yo?
Ellos
contestaron:
‒ Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen
que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.
Él les
preguntó:
‒ Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Pedro
tomó la palabra y dijo:
‒ El Mesías de Dios.
El les
prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió:
‒ El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser
desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y
resucitar al tercer día.
Y,
dirigiéndose a todos, dijo:
‒ El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue
con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera
salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará.
El relato de Lucas
podemos dividirlo en introducción y cuatro partes: 1) lo que piensa la gente; 2) lo que
piensa Pedro; 3) lo que piensa Jesús; 4) consecuencias para los oyentes.
Introducción
A
diferencia de Marcos, que sitúa esta escena mientras Jesús y los discípulos van
de camino, Lucas lo presenta orando a solas, aunque los discípulos están cerca.
A Lucas le gusta presentar a Jesús rezando en los momentos importantes, para
inculcar a los cristianos la importancia de la oración.
Lo que piensa la gente
Lo que piensa Pedro
Jesús
quiere saber si sus discípulos comparten esta mentalidad o tienen una idea
distinta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” Es una pena que Pedro se lance
inmediatamente a dar la respuesta, porque habría sido interesantísimo conocer
las opiniones de los demás.
Según
Marcos, la respuesta de Pedro se limita a las palabras "Tú eres el
Mesías". Lucas añade: “El Mesías de Dios”. Quizá quiere dejar claro a
sus lectores que Pedro no ve a Jesús como un simple líder político, sino como
el salvador político mandado por Dios.
“Mesías”,
que significa “ungido”, era el título de los reyes de Israel y Judá, ya que no
se los coronaba sino se los “ungía” derramando aceite sobre su cabeza. La
monarquía desapareció el siglo VI a.C., pero en los siglos II-I a.C., se
difundió la esperanza de una restauración monárquica, y la imagen de un rey
futuro ideal, de un MESÍAS con mayúscula, fue adquiriendo cada vez más fuerza. Los
Salmos de Salomón, oraciones de origen fariseo, lo describen liberando a Jerusalén
de los romanos, purificándola de pecadores, instaurando un gobierno justo y
extendiendo su dominio a todas las naciones. Un rey que no confía en caballos,
jinetes ni arcos, no atesora oro y plata para la guerra, está limpio de pecado
para gobernar a un gran pueblo. En este contexto, la confesión de Pedro reviste
una importancia y una novedad enormes.
Lo que piensa Jesús
Jesús
no comparte el entusiasmo político, nacionalista y triunfalista que se puede
intuir en las palabras de Pedro. No quiere que se use el título de Mesías, para
evitar equívocos (aunque después de su muerte se convertirá en el título más
habitual para designarlo, porque Cristo es la traducción griega de “mesías”). Él prefiere hablar de sí mismo como “el
Hijo del Hombre”, título muy discutido, porque unos dicen que significa
simplemente “este hombre”, “yo”, y otros le dan un sentido mucho más profundo,
como el de un salvador definitivo.
Lo
importante para Jesús no es el título que se le aplique, sino su destino. Tiene
que padecer, ser rechazado y asesinado. El rechazo se da por parte de ancianos,
sumos sacerdotes y escribas. Los “ancianos” detentan el poder político; los
sacerdotes, el poder religioso; los escribas, el intelectual. Es probablemente
el único caso en la historia en que los tres poderes se han puesto de acuerdo
para rechazar y condenar a muerte a una persona. Pero Jesús sabe que la última
palabra no la tienen ellos, sino Dios, que lo resucitará.
Consecuencias para los
oyentes
La
pregunta sobre quién es Jesús y cuál es su destino no es una pregunta de examen
ni de concurso, que no modifica la vida. Debe provocar el deseo de seguirlo.
Pero Jesús no es un político que intenta ganarse a la gente con falsas
promesas. Deja muy claro que ir con él significa negarse a sí mismo, cargar con
la cruz cada día, como añade Lucas. Estas palabras se entienden mejor
en el contexto del siglo I, cuando los cristianos están siendo perseguidos y
condenados a veces a muerte. Y en bastantes países actuales de África y Asia,
donde no resulta extraño que estalle una bomba en la iglesia. Entonces adquiere
pleno sentido lo que dice Jesús: “El que pierda su vida por mi causa la salvará”.
¿Habrá
alguien dispuesto a seguir a Jesús, a cargar con la cruz cada día? Veinte
siglos demuestran que sí. Y esto no se explica solo por decisión personal.
Según la primera lectura (tomada del profeta Zacarías) es fruto de un cambio
que Dios opera en nosotros al contemplar a Cristo crucificado. Frente a los
tres grupos de poder que rechazan y condenan a Jesús, son muchos más los que se
convierten, hacen duelo, y encuentran un manantial que los limpia de pecados e
impurezas.
Así dice el Señor:
«Derramaré sobre la dinastía de David y sobre los habitantes de Jerusalén
un espíritu de gracia y de clemencia. Me mirarán a mí, a quien traspasaron,
harán llanto como llanto por el hijo único, y llorarán como se llora al
primogénito. Aquel día, será grande el luto en Jerusalén, como el luto de
Hadad-Rimón en el valle de Meguido.» Aquel día, se alumbrará un manantial,
a la dinastía de David y a los habitantes de Jerusalén, contra pecados e
impurezas.
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