El
primer domingo de Cuaresma se dedica siempre a recordar el episodio de las
tentaciones de Jesús. También los evangelios sinópticos abren la vida pública
de Jesús con ese famoso episodio. Es un relato programático, para que el lector
del evangelio sepa desde el primer momento cómo orienta Jesús su actividad y
los peligros que corre en ella. Para eso, enfrentan a Jesús con Satanás, que
encarna a todas las fuerzas de oposición al plan de Dios, y que intentará
apartar a Jesús de su camino.
Marcos habla de ellas de forma escueta y misteriosa: “En seguida el
Espíritu lo empujó al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, y
Satanás lo ponía a prueba; estaba con las fieras y los ángeles le servían” (Mc
1,12-13). Tenemos los datos básicos que recogerán todos los evangelios (menos
Juan, que no habla de las tentaciones): lugar (desierto), duración (40 días),
la prueba. Pero Mc no habla del ayuno ni concreta en qué consistían las
tentaciones; y el servicio de los ángeles es continuo durante esos días.
Mateo y Lucas, utilizando una tradición paralela, han completado
el relato de Marcos con las tres famosas tentaciones que todos conocemos; al
mismo tiempo, presentan a Jesús ayunando durante esos cuarenta días (igual que
Moisés en el Sinaí) y relegan el servicio de los ángeles al último momento.
Las tentaciones empalman
directamente con el episodio del bautismo y explican cómo entiende Jesús lo
que dijo en ese momento la voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado, mi
predilecto”. ¿Significa esto que la vida de Jesús vaya a ser cómoda y
maravillosa como la de un príncipe?
1ª
tentación: utilizar el poder en beneficio propio
En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió
del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el
desierto, mientras era tentado por el diablo. Todo aquel tiempo estuvo sin
comer, y al final sintió hambre. Entonces el diablo le dijo:
—Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan.
Jesús le contestó:
—Está escrito: "No sólo de pan vive el hombre".
Partiendo del hecho normal del hambre después de cuarenta días de
ayuno, la primera tentación es la de utilizar el poder en beneficio propio.
Es la tentación de las necesidades imperiosas, la que sufrió el pueblo de
Israel repetidas veces durante los cuarenta años por el desierto. Al final,
cuando Moisés recuerda al pueblo todas las penalidades sufridas, le explica por
qué tomó el Señor esa actitud: “(Dios) te afligió, haciéndote pasar hambre, y
después te alimentó con el maná, para enseñarte que no sólo de pan vive el
hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios” (Dt 8,3). En la
experiencia del pueblo se han dado situaciones contrarias de necesidad (hambre)
y superación de la necesidad (maná). De ello debería haber aprendido dos cosas.
La primera, a confiar en la providencia. La segunda, que vivir es algo mucho
más amplio y profundo que el simple hecho de satisfacer las necesidades
primarias. En este concepto más rico de la vida es donde cumple un papel la
palabra de Dios como alimento vivificador. En realidad, el pueblo no aprendió
la lección. Su concepto de la vida siguió siendo estrecho y limitado. Mientras
no estuviesen satisfechas las necesidades primarias, carecía de sentido la
palabra de Dios.
Lo que acabo de decir refleja el gran problema teológico de fondo. En
la práctica, la tentación se deja de sutilezas y va a lo concreto: “Si eres
Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan”. Jesús, el nuevo
Israel, no necesita quejarse del hambre, ni murmurar como el pueblo, ni acudir
a Moisés. Es el Hijo de Dios. Puede resolver el problema fácilmente, por sí
mismo. Pero Jesús, el nuevo Israel, demuestra que tiene aprendida desde el
comienzo esa lección que el pueblo no asimiló durante años: “Está escrito: No
sólo de pan vive el hombre”.
En realidad, la enseñanza de Jesús en esta primera tentación es tan
rica que resulta imposible reducirla a una sola idea. Está el aspecto evidente
de no utilizar su poder en beneficio propio. Está la idea de la confianza en
Dios. Pero quizá la idea más importante, expresada de forma casi subliminar, es
esa visión amplia y profunda de la vida como algo que va mucho más allá de la
necesidad primaria y se alimenta de la palabra de Dios.
2ª tentación: Tener, aunque haya que arrastrarse
Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un
instante todos los reinos del mundo y le dijo:
—Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me
lo han dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí,
todo será tuyo.
Jesús le contestó:
—Está escrito: "Al Señor, tu Dios, adorarás y a él
sólo darás culto".
La segunda tentación no es la tentación provocada por la necesidad
urgente, sino por el deseo de tener todo el poder y la gloria del mundo. ¿Es
esto malo, tratándose del Mesías? Los textos proféticos y algunos Salmos
hablaban de su dominio cada vez mayor, universal, concedido por Dios. Pero
Satanás parte de un punto de vista muy distinto, propio de la mentalidad
apocalíptica: el mundo presente es malo, no está en manos de Dios, sino en las
suyas; es él quien lo domina y entrega su poder a quien quiere. Solo pone como condición
que se postren ante él, que lo reconozcan como dios. Jesús se niega a ello,
citando de nuevo un texto del Deuteronomio: “Está escrito: al Señor tu Dios adorarás, a él solo darás culto”.
El relato es tan fantástico que cabe el
peligro de no advertir su tremenda realidad. El ansia de poder y de gloria lo
percibimos continuamente (mucho más en España en tiempos de elecciones y de
formación de gobierno), y también queda clara la necesidad de arrastrarse para
conseguir ese poder. Pero este peligro no es solo de políticos, banqueros y
grandes empresarios. Todos nos creamos a menudo pequeños ídolos ante los que
nos postramos y damos culto.
3ª tentación: pedir pruebas que corroboren
la misión encomendada.
Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del
templo y le dijo:
—Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: "Encargará a los ángeles
que cuiden de ti", y también: "Te sostendrán en sus manos, para que
tu pie no tropiece con las piedras".
Jesús le contestó:
—Está mandado: "No tentarás al Señor, tu Dios".
Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta
otra ocasión.
En 1972, cuando todavía estaba permitido llegar hasta el pináculo del
Templo de Jerusalén, tuve ocasión de contemplar la impresionante vista de las
murallas de Herodes prolongándose en la caída del torrente Cedrón. Una de las
pocas veces en mi vida en las que he sentido vértigo. En ese escenario sitúa
Satanás a Jesús para invitarlo a que se tire, confiando en que los ángeles
vendrán a salvarlo.
Esta tentación se presta a interpretaciones muy distintas. Podríamos
considerarla la tentación del sensacionalismo, de recurrir a procedimientos
extravagantes para tener éxito en la actividad apostólica. La multitud
congregada en el templo contempla el milagro y acepta a Jesús como Hijo de
Dios. Pero esta interpretación olvida un detalle importante: el tentador nunca
hace referencia a esa hipotética muchedumbre, lo que propone ocurre a solas
entre Jesús y los ángeles de Dios.
Por eso considero más exacto decir que la tentación consiste en pedir
pruebas que corroboren la misión encomendada. Nosotros no estamos
acostumbrado a esto, pero es algo típico del Antiguo Testamento, como recuerdan
los ejemplos de Moisés (Ex 4,1‑7), Gedeón (Jue 6,36‑40), Saúl (1 Sam 10,2‑5) y
Acaz (Is 7,10‑14). Como respuesta al miedo y a la incertidumbre espontáneos
ante una tarea difícil, Dios concede al elegido un signo milagroso que
corrobore su misión. Da lo mismo que se trate de un bastón mágico (Moisés), de
dos portentos con el rocío nocturno (Gedeón), de una serie de señales diversas
(Saúl), o de un gran milagro en lo alto del cielo o en lo profundo de la tierra
(Acaz). Lo importante es el derecho a pedir una señal que tranquilice y anime a
cumplir la tarea.
Jesús, a punto de
comenzar su misión, tiene derecho a un signo parecido. Basándose en la promesa
del Salmo 91,11‑12 (“a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus
caminos; te llevarán en volandas para que tu pie no tropiece en la piedra”), el
tentador le propone una prueba espectacular y concreta: tirarse del alero del
templo. Así quedará claro si es o no el Hijo de Dios.
Sin embargo, Jesús no
acepta esta postura, y la rechaza citando de nuevo un texto del Deuteronomio: “No
tentarás al Señor tu Dios” (Dt 6,16). La frase del Deuteronomio es más
explícita: “No tentaréis al Señor, vuestro Dios, poniéndolo a prueba, como lo
tentasteis en Masá”. ¿Qué ocurrió en Masá? Lo cuenta el libro de los Números en
el c.17,1-7: el pueblo, durante la marcha por el desierto, se queja por falta
de agua para beber. Y en esta queja se esconde un problema mucho más grave que
el de la sed: la auténtica tentación consiste en dudar de la presencia y la
protección de Dios: "¿Está o no está
con nosotros el Señor?" (v.7). En el fondo, cualquier petición de
signos y prodigios encubre una duda en la protección divina. Jesús confía
plenamente en Dios, no quiere signos ni los pide. Su postura supera con mucho
incluso la de Moisés.
Cuando
termina el relato de las tentaciones, Lucas añade que “el tentador lo dejó
hasta otro momento”. Ese momento será al final de la vida de Jesús, cuando esté
crucificado.
Nuestras
tentaciones
Las tentaciones tienen también un valor para cada uno de nosotros y
para toda la comunidad cristiana. Sirven para analizar nuestra actitud ante las
necesidades, miedos y apetencias y nuestro grado de interés por Dios.
1) La necesidad primaria: afecto, comprensión.
2) ¿Está Dios en medio de nosotros?
3) La tentación de tener.
4) La tentación del dejarse arrastrar, dejar hacer a los demás,
callar.
1ª lectura: recordar nuestra historia con gratitud (Deuteronomio 26, 4-10)
El texto del
Deuteronomio recoge la oración que pronuncia el israelita cuando, después de la
cosecha, ofrece a Dios las primicias de los frutos. Va recordando la historia
del pueblo, desde Jacob (“mi padre era un arameo errante”), la opresión de
Egipto, la liberación y el don de la tierra. En el contexto de la cuaresma,
esta lectura nos invita a pensar en los beneficios recibidos de Dios y a ser
generosos con él. El agradecimiento a Dios es más importante incluso que la
mortificación cuaresmal.
Dijo Moisés al pueblo:
—El sacerdote tomará de tu mano la cesta con las primicias y la pondrá ante
el altar del Señor, tu Dios. Entonces tú dirás ante el Señor, tu Dios:
"Mi
padre fue un arameo errante, que bajó
a Egipto, y se estableció allí, con unas pocas personas. Pero
luego creció, hasta convertirse en una raza grande, potente y numerosa. Los
egipcios nos maltrataron y nos oprimieron, y nos
impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia. El
Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo
extendido, en medio de gran terror, con signos y portentos. Nos introdujo en
este lugar, y nos dio esta tierra, una
tierra que mana leche y miel. Por eso, ahora traigo aquí las primicias de los frutos del suelo que tú, Señor, me has dado".
Lo pondrás ante el Señor,
tu Dios, y te postrarás en presencia del Señor, tu Dios».
2ª lectura: confesar al Señor e invocarlo (Romanos 10, 8-13)
En este breve pasaje Pablo comenta
dos frases de la Escritura, aplicándolas al tema de la salvación personal (1ª
cita) y de toda la humanidad (2ª cita). ¿Cómo se alcanza la salvación?
Confesando que Jesús es el Señor y que Dios lo resucitó de entre los muertos. Algo
que estamos tan acostumbrados a repetir que no valoramos rectamente. A mediados
del siglo I, confesar a Jesús como Señor (Kyrios), cuando el Emperador romano
era considerado el único Kyrios (César), suponía mucho valor. Y confesar que
Dios lo había resucitado podía provocar más sonrisas y escepticismo del que
podemos imaginar.
La segunda cita «Nadie que
cree en él quedará defraudado» la interpreta Pablo de forma revolucionaria. Para
un judío, estas palabras sólo podrían aplicarse a los judíos, al pueblo
elegido. Ellos serían los único en no quedar defraudados. En cambio Pablo la
aplica a toda la humanidad, judíos y griegos. Cualquiera que invoca el nombre
del Señor alcanzará la salvación.
Hermanos:
La Escritura dice:
«La palabra está cerca de ti: la tienes en
los labios y en el corazón».
Se refiere a la palabra de la fe que os anunciamos. Porque, si tus labios
profesan que Jesús es el Señor, y tu
corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás. Por la fe del corazón llegamos a la justificación, y por la
profesión de los labios, a la salvación.
Dice la Escritura:
«Nadie que cree en él quedará defraudado».
Porque no hay distinción entre judío y griego; ya que uno mismo es el Señor
de todos, generoso con todos los que lo invocan. Pues «todo el que
invoca el nombre del Señor se salvará».
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