En los dos
domingos anteriores, el discurso en parábolas ha respondido a tres preguntas
que se hace la antigua comunidad cristiana y que nos seguimos planteando
nosotros:
1) ¿Por qué no aceptan todos el mensaje de
Jesús? (parábola del sembrador).
2) ¿Qué hacer con quienes no lo aceptan? (el
trigo y la cizaña).
3) ¿Tiene futuro esta comunidad tan pequeña?
(el grano de mostaza y la levadura)
Quedan todavía otras dos preguntas por
plantear y responder.
¿VALE LA PENA?
La pregunta que
puede seguir rondando en la cabeza de los seguidores de Jesús es si todo esto
vale la pena. A la pregunta responden dos parábolas muy breves, aparentemente
idénticas en el desarrollo y con gran parecido en las imágenes. Por eso se las
conoce como las parábolas del tesoro y la perla. Lo que ocurre en ambos casos
es lo siguiente:
a) El protagonista descubre
algo de enorme valor.
b) Con tal de
conseguirlo, vende todo lo que tiene.
c) Compra
el objeto deseado.
Sin embargo hay
curiosas diferencias entre las dos parábolas, empezando por los protagonistas.
El
suertudo y el concienzudo
El reino de los cielos se parece a un tesoro
escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de
alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
El reino de los cielos se parece también a un
comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender
todo lo que tiene y la compra.
El protagonista de
la primera es un hombre con suerte. Mientras camina por el campo, encuentra un
tesoro. Su primera reacción no es llevarlo a la oficina de objetos perdidos
(que entonces no existe) ni poner un anuncio en el periódico (que tampoco
existen). Ante todo, lo esconde. Repuesto de la sorpresa, se llena de alegría y
decide apropiarse del tesoro, pero legalmente. La única solución es comprar el
campo. Es grande y caro. No importa. Vende todo lo que tiene y lo compra.
El protagonista de
la segunda parábola es muy distinto. No pierde el tiempo paseando por el campo.
Es un comerciante concienzudo que va en busca de perlas de gran valor. Por
desgracia, la traducción litúrgica ignora este aspecto: en vez de “El Reino de
los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas”, debería decir
“a un comerciante en busca de perlas finas”. No la encuentra por
casualidad, va tras ella con ahínco. Como buen comerciante, calculador y frío,
no salta de alegría cuando la encuentra, igual que el protagonista de la
primera parábola. Pero hace lo mismo: vende todo lo que tiene para comprarla.
La
perla y el comerciante
Otra diferencia
curiosa es que la primera parábola compara el Reino de los Cielos con un
tesoro, pero la segunda no lo compara con una perla preciosa, sino con un
comerciante. Este detalle ofrece una pista para interpretar las dos parábolas.
Ni
bonos basura ni timo de la estampita
No olvidemos que estas
parábolas se dirigen a un comunidad que sufre una crisis profunda y se pregunta
si ser cristiano tiene valor. En términos modernos: ¿me han vendido bonos
basura o me han dado el timo de la estampita? La respuesta pretende revivir la
experiencia primitiva, cuando cada cual decidió seguir a Jesús. Unos entraron
en contacto con la comunidad de forma puramente casual, y descubrieron en ella
un tesoro por el que merecía la pena renunciar a todo. Otros descubrieron la
comunidad no casualmente, sino tras años de inquietud religiosa y búsqueda
intensa, como ocurrió a numerosos paganos en contacto previo con el judaísmo;
también éstos debieron renunciar y vender para adquirir.
Las parábolas,
aparte de infundir ilusión, animan también a un examen de conciencia. ¿Sigue
siendo para mí la fe en Jesús y la comunidad cristiana un tesoro inapreciable o
se ha convertido en un objeto inútil y polvoriento que conservo sólo por
rutina?
Al mismo tiempo, nos
enseñan algo muy importante: es el cristiano, con su actitud, quien revela a
los demás el valor supremo del Reino. Si no se llena de alegría al descubrirlo,
si no renuncia a todo por conseguirlo, no hará perceptible su valor. Estas
parábolas parecen decir: «Cuando te pregunten
si ser cristiano vale la pena, no sueltes un discurso; demuestra con tu actitud
que vale la pena».
¿QUÉ
OCURRIRÁ A QUIENES ACEPTAN EL REINO, PERO NO VIVEN DE ACUERDO CON SUS IDEALES?
A esta última
pregunta responde la parábola de la red lanzada al mar.
El
reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge
toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y
reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final
del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los
echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
No queda claro si se
habla de toda la humanidad, donde hay buenos y malos, o de la comunidad
cristiana, donde puede ocurrir lo mismo. Ya que el tema del juicio universal se
ha tratado a propósito del trigo y la cizaña, parece más probable que se refiera
al problema interno de la comunidad cristiana. Interpretada de este modo,
empalmaría muy bien con las dos anteriores. Hay gente dentro de la comunidad
que no vive de acuerdo con los valores del evangelio, que no mantiene esa
experiencia de haber descubierto un tesoro o una perla. ¿Qué ocurrirá con
ellos? La respuesta es muy dura («a los malos los
echarán al horno encendido») pero conviene
completarla con la última parábola del evangelio de Mateo, la del Juicio final
(Mt 25,31-46), donde queda claro cuáles son los peces buenos y cuáles los malos.
Los buenos son quienes, sabiéndolo o no, dan de comer al hambriento, de beber
al sediento, visten al desnudo, hospedan al que no tiene techo… Los que ayudan al
necesitado, aunque ni siquiera intuyan que dentro de ellos está el mismo Jesús.
CONCLUSIÓN
¿Entendéis bien todo esto?»
Ellos le contestaron:
― Sí.
Él les dijo:
― Ya veis, un escriba que entiende del reino
de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo
antiguo.
Mateo termina las
siete parábolas comparando al predicador del evangelio con un un padre de
familia. Parece un nuevo enigma, esta vez sin explicación. En sentido
inmediato, el escriba que entiende del reinado de Dios es Jesús. Para exponer
su mensaje ha usado cosas nuevas y viejas. Del baúl de sus recuerdos ha sacado
cosas antiguas: alguna alusión al Antiguo Testamento, la técnica parabólica y
el lenguaje imaginativo de los profetas. Pero la mayor parte consta de cosas nuevas,
fruto de su experiencia y de su capacidad de observación: la vida del
campesino, del ama de casa, del pescador, del comerciante, de la gente que lo
rodea, le sirven para exponer con interés su mensaje. Por eso, la comparación
final es también una invitación a los discípulos y a los predicadores del
evangelio a ser creativos, a renovar su lenguaje, a no repetir meramente lo
aprendido.
LA
PRIMERA LECTURA
La primera lectura
nos invita a pedir a Dios esta sabiduría, igual que Salomón se la pidió para
gobernar a su pueblo.
En aquellos días, el Señor se apareció en
sueños a Salomón y le dijo:
― Pídeme lo que quieras.
Respondió Salomón:
― Señor, Dios mío, tú has hecho que tu siervo
suceda a David, mi padre, en el trono, aunque yo soy un muchacho y no sé
desenvolverme. Tu siervo se encuentra en medio de tu pueblo, un pueblo inmenso,
incontable, innumerable. Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu
pueblo, para discernir el mal del bien, pues, ¿quién sería capaz de gobernar a
este pueblo tan numeroso?
Al Señor le agradó que Salomón hubiera pedido
aquello, y Dios le dijo:
― Por haber pedido esto y no haber pedido
para ti vida larga ni riquezas ni la vida de tus enemigos, sino que pediste
discernimiento para escuchar y gobernar, te cumplo tu petición: te doy un
corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de
ti.
No hay comentarios:
Publicar un comentario