jueves, 12 de diciembre de 2013

Repatriación, desconcierto, paciencia. Domingo tercero de Adviento Ciclo C

Las lecturas no tienen relación entre ellas, pero siguen en la misma onda de los domingos anteriores. Ofrezco un resumen de lo dicho en las conferencias, aunque completo el evangelio con nuevos datos.
            La primera (de Isaías) vuelve a tratar uno de los grandes problemas antiguos y actuales: el de los deportados y desplazados.
            El evangelio se relaciona de forma muy estrecha con el del domingo precedente: la actividad de Jesús provoca el desconcierto de Juan Bautista.
            La carta de Santiago ofrece un nuevo consejo para vivir el Adviento.

1. Destierro – repatriación

            Los dos primeros domingos de Adviento nos obligaron a recordar los graves problemas de la guerra y las injusticias, ofreciendo como contrapartida la esperanza de la paz y un nuevo paraíso. El texto de Isaías de este tercer domingo aborda otra de las grandes experiencias que tuvo el pueblo de Israel: la del destierro.
            La primera deportación importante la sufrieron los israelitas del norte a finales del siglo VIII a.C. Pero las más famosas fueron las que tuvieron como protagonistas a los judíos a comienzos del siglo VI a.C. Fue grande la tragedia, angustia y odio que provocaron estas deportaciones. Pero más fuerte aún fue en muchos casos, no siempre, el deseo de volver a la patria. Numerosos textos proféticos en los libros de Jeremías, Ezequiel, Isaías, anuncian esta repatriación.
            En esta línea se orienta la primera lectura del tercer domingo de Adviento. Para comprenderla debemos recordar que el camino de miles de kilómetros entre Babilonia y Jerusalén no era entonces (tampoco ahora) una maravillosa autopista transitada por cómodos autobuses con aire acondicionado. Cualquier caravana que hacía ese largo recorrido tenía la impresión de atravesar un terrible y árido desierto. Un grupo del que formaran parte ancianos, mujeres embarazadas, niños, podía desanimarse fácilmente ante la difícil empresa. El profeta los anima con palabras enormemente poéticas.

            El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría.
            Tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión. Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios.
            Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes; decid a los cobardes de corazón: «Sed fuertes, no temáis.»
            Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará.
            Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará.
            Volverán los rescatados del Señor, vendrán a Sión con cánticos: en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán. (Is 35,1-6.10)

            La experiencia del destierro y la esperanza de repatriación trae a la memoria otro de los grandes problemas de nuestro tiempo: el de los apátridas, desplazados y refugiados.
            Los desplazados internos son personas atrapadas en un círculo interminable de violencia que, como una reacción natural ante las amenazas, huyen de las zonas de conflictos o persecuciones civiles, como los refugiados. Su número es alto, aproximadamente 26 millones alrededor del mundo.
            El refugiado, según la Convención de Refugiados de 1951, es una persona que «debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera acogerse a la protección de tal país».
            Hasta principios del siglo XXI ACNUR ha proporcionado asistencia a más de 111 millones de refugiados y desplazados.
            La lectura del tercer domingo nos obliga pensar en tantos millones de personas que se encuentran en la misma situación que los antiguos israelitas y necesitan como ellos una palabra y una acción que les lleve esperanza y consuelo.

2. Desconcierto (Mt 11,2-11)

            El evangelio del domingo pasado nos habló de la esperanza de Juan Bautista: un Mesías enérgico, con el hacha en la mano dispuesto a talar todo árbol improductivo, y con el bieldo para quemar la paja en el fuego. Sin embargo, las noticias que le llegan a la cárcel de la actividad de Jesús son muy distintas.

            En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de sus discípulos: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»
            Jesús les respondió:
            -«Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!»

            El comienzo es muy significativo: «Juan se enteró... de las obras que hacía el Mesías». No dice Jesús, sino el Mesías. Y «las obras» se refiere a todo lo anterior: palabras, curaciones, misión. Pero precisamente lo que debía animar a Juan provoca en él la duda. Había esperado un Mesías enérgico, que solucionase definitivamente los problemas; dispuesto a cortar el árbol que no diese buen fruto (3,10), a distinguir entre el trigo y la paja, para quemar lo inútil en una hoguera inextinguible (3,12). Jesús le falla; al menos, lo desconcierta. Actúa de forma muy distinta a como actúa él: no va vestido con una piel de camello, no se alimenta de langostas y miel silvestre, no enseña a rezar a sus discípulos, no les obliga a ayunar, en vez de dar hachazos se dedica a curar enfermos y contar historias bonitas. Juan, después de estar convencido de que Jesús era el Mesías esperado, se pregunta ahora ‒y le pregunta‒ si hay que seguir esperando a otro.
            La respuesta de Jesús es desconcertante a primera vista: repite lo que Juan ya sabe. Los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Sin embargo, es distinto saber y comprender. Y las obras del Mesías se comprenden cuando son contempladas a la luz de la Escritura. No se trata de saber que Jesús ha curado a dos ciegos, a un mudo, o a un leproso. Lo importante es que en todo eso se está cumpliendo lo anunciado por los antiguos profe­tas. Las palabras de Jesús aluden a diversos textos del libro de Isaías que hablan de la salvación futura, cuando queden vencidas la muerte, la enfermedad y el dolor:

"Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abri­rán,
saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará" (Is 35,5)
"Vivirán tus muertos, tus cadáveres se alzarán,
despertarán jubilosos los que habitan en el polvo" (Is 26,19)
"El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido.
Me ha enviado para la buena noticia a los que sufren" (Is 61,1)

            A partir de estas promesas, elabora Jesús su respuesta, que pasa de la enfermedad física (ciegos, cojos, leprosos, sordos) a la muerte y a la evangelización de los pobres. A partir del libro de Isaías se podría haber construido una imagen muy distinta, más en la línea de Juan Bautista. Jesús elige la que sólo subraya lo positivo. Y esto puede provocar una reacción en contra. Por eso termina con un serio aviso: «¡Dichoso el que no se escandalice de mí!» Esto es lo que los discípulos de Juan deben comunicarle en la cárcel.
            Este episodio es muy importante para examinarnos de nuestra imagen de Jesús. Generalmente partimos de que Jesús es el Hijo de Dios, segunda persona de la Santísima Trinidad. Por consiguiente, cualquier cosa que diga o haga debe ser perfecta. Esta actitud es muy peligrosa porque impide profundizar en la fe.
            Las palabras y las obras de Jesús desconcertaron a Juan Bautista, escandalizaron a los escribas y fariseos, no fueron entendidas por los discípulos. Es absurdo pensar que nosotros no tendríamos ninguna dificultad en aceptarlas.
            Por ejemplo, ante muchas parábolas de Jesús, la reacción normal no debe ser: ¡qué bonita!, sino rebelarse contra su enseñanza. ¿Por qué el padre acoge con tanto cariño al hijo pródigo y nunca en la vida le ha dado un cabrito al hermano mayor para convide a sus amigos? ¿Por qué el dueño del campo le paga la misma cantidad, un denario, al que ha trabajado una hora que al que ha sudado desde las seis de la mañana hasta la puesta del sol?
            Con respecto a su conducta, ¿por qué defiende a sus discípulos cuando se saltan el sábado sin motivo alguno, e incluso lo justifica con argumentos bíblicos que no prueban nada? ¿Por qué ataca de manera tan terrible a los fariseos, que, aunque tuviesen muchos fallos, deseaban cumplir la voluntad de Dios?
            Las preguntas podrían multiplicarse, demostrando que la reacción normal ante Jesús no es el aplauso sino el desconcierto, el escándalo o el rechazo. Luego, en un segundo momento, a base de reflexión y de oración, es cuando se advierte que su postura es la más adecuada y se llega a la fe en él.
           
            El episodio anterior puede dejar mal sabor de boca con respecto a la figura de Juan Bautista. Por eso, los evangelios de Mt y Lc añaden en este contexto unas palabras de Jesús sobre él.

            Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan:
            -«¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: "Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti." Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él.»

            Para comprender este pasaje hay que recordar un dato fundamental. Nosotros siempre hemos visto a Juan Bautista en relación con Jesús. Su única misión era anunciar la venida del Mesías. Esto significa una simplificación muy grande. En los ambientes judíos de comienzos del siglo I, Juan Bautista era más conocido que Jesús; y sus discípulos llegaron a Grecia antes incluso que los cristianos. Por otra parte, los episodios ante­riores demuestran que los discípulos de Juan Bautista no perdie­ron su identidad al aparecer Jesús, sino que siguieron vinculados a Juan, viviendo según sus enseñanzas (por ejemplo, con respecto al ayuno).
            Se creó, entonces, entre los discípulos de Jesús y los de Juan cierta tensión sobre quién de los dos era más importante. Aquí se aborda el tema, exaltando a Juan y, al mismo tiempo, poniéndolo en su justo sitio.
            Las afirmaciones son bastante distintas, y a veces enigmáticas. Ante todo, Jesús elogia las cualidades humanas de Juan: firmeza, austeridad. Pero es más que un asceta: es un profeta, e incluso más que eso: el mensajero que prepara el camino del Señor, «el Elías que tenía que venir» (Ex 23,20; Mal 3,1). Por eso, «no ha nacido de mujer nadie más grande que Juan Bautista».
            Sin embargo, la dignidad de Juan radica precisamente en ser el precursor de Jesús, y se queda en el ámbito del Antiguo Testamento. Por eso, «el más pequeño en el Reino de Dios [en la comunidad cristiana] es más grande que él». Esta frase resulta muy dura, pero encaja en la idea bíblica de que los hombres no son lo importante sino Dios y lo que él hace. Encandilarse con la grandeza de las personas, incluso de los mayores santos, no es un buen método para valorar la acción de Dios. Y sería errónea la interpretación de Julius Wellhausen: «el cristiano más irrelevante… es, como cristiano, superior al más eminente judío». No se trata de oponer religiones sino de situar rectamente a Juan Bautista dentro del plan de Dios.

3. Paciencia

El tercer consejo procede de la carta de Santiago (Snt 5,7-10) y se centra en la paciencia y el aguante, poniendo como ejemplo a personas tan distintas como los campesinos y los profetas. Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor. El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca. No os quejéis, hermanos, unos de otros, para no ser condenados. Mirad que el juez está ya a la puerta. Tomad, hermanos, como ejemplo de sufrimiento y de paciencia a los profetas, que hablaron en nombre del Señor.



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