Las lecturas no tienen
relación entre ellas, pero siguen en la misma onda de los domingos anteriores. Ofrezco
un resumen de lo dicho en las conferencias, aunque completo el evangelio con nuevos
datos.
La primera (de Isaías) vuelve a tratar uno de los grandes
problemas antiguos y actuales: el de los deportados y desplazados.
El evangelio se relaciona de forma muy estrecha con el
del domingo precedente: la actividad de Jesús provoca el desconcierto de Juan
Bautista.
La carta de Santiago ofrece un nuevo consejo para vivir
el Adviento.
1. Destierro –
repatriación
Los dos primeros domingos de Adviento nos obligaron a
recordar los graves problemas de la guerra y las injusticias, ofreciendo como
contrapartida la esperanza de la paz y un nuevo paraíso. El texto de Isaías de
este tercer domingo aborda otra de las grandes experiencias que tuvo el pueblo
de Israel: la del destierro.
La primera deportación importante la sufrieron los
israelitas del norte a finales del siglo VIII a.C. Pero las más famosas fueron
las que tuvieron como protagonistas a los judíos a comienzos del siglo VI a.C.
Fue grande la tragedia, angustia y odio que provocaron estas deportaciones. Pero
más fuerte aún fue en muchos casos, no siempre, el deseo de volver a la patria.
Numerosos textos proféticos en los libros de Jeremías, Ezequiel, Isaías,
anuncian esta repatriación.
En esta línea se orienta la primera lectura del tercer
domingo de Adviento. Para comprenderla debemos recordar que el camino de miles
de kilómetros entre Babilonia y Jerusalén no era entonces (tampoco ahora) una
maravillosa autopista transitada por cómodos autobuses con aire acondicionado.
Cualquier caravana que hacía ese largo recorrido tenía la impresión de
atravesar un terrible y árido desierto. Un grupo del que formaran parte
ancianos, mujeres embarazadas, niños, podía desanimarse fácilmente ante la
difícil empresa. El profeta los anima con palabras enormemente poéticas.
El
desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa,
florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría.
Tiene
la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión. Ellos verán la
gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios.
Fortaleced
las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes; decid a los cobardes de
corazón: «Sed fuertes, no temáis.»
Mirad a
vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará.
Se
despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un
ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará.
Volverán
los rescatados del Señor, vendrán a Sión con cánticos: en cabeza, alegría
perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán. (Is 35,1-6.10)
La experiencia del destierro y la esperanza de
repatriación trae a la memoria otro de los grandes problemas de nuestro tiempo:
el de los apátridas, desplazados y refugiados.
Los
desplazados internos son personas atrapadas en un círculo interminable de
violencia que, como una reacción natural ante las amenazas, huyen de las zonas
de conflictos o persecuciones civiles, como los refugiados. Su número es alto,
aproximadamente 26 millones alrededor del mundo.
El
refugiado, según la Convención de Refugiados de 1951, es una persona que «debido
a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión,
nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas se
encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos
temores, no quiera acogerse a la protección de tal país».
Hasta
principios del siglo XXI ACNUR ha proporcionado
asistencia a más de 111 millones de refugiados y desplazados.
La
lectura del tercer domingo nos obliga pensar en tantos millones de personas que
se encuentran en la misma situación que los antiguos israelitas y necesitan
como ellos una palabra y una acción que les lleve esperanza y consuelo.
2. Desconcierto
(Mt 11,2-11)
El evangelio del domingo pasado nos habló de la esperanza
de Juan Bautista: un Mesías enérgico, con el hacha en la mano dispuesto a talar
todo árbol improductivo, y con el bieldo para quemar la paja en el fuego. Sin embargo,
las noticias que le llegan a la cárcel de la actividad de Jesús son muy
distintas.
En
aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó
a preguntar por medio de sus discípulos: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos
que esperar a otro?»
Jesús
les respondió:
-«Id a
anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos
andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y
a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice
de mí!»
El
comienzo es muy significativo: «Juan se enteró... de las obras que hacía el
Mesías». No dice Jesús, sino el Mesías. Y «las obras» se
refiere a todo lo anterior: palabras, curaciones, misión. Pero precisamente lo
que debía animar a Juan provoca en él la duda. Había esperado un Mesías
enérgico, que solucionase definitivamente los problemas; dispuesto a cortar el
árbol que no diese buen fruto (3,10), a distinguir entre el trigo y la paja,
para quemar lo inútil en una hoguera inextinguible (3,12). Jesús le falla; al
menos, lo desconcierta. Actúa de forma muy distinta a como actúa él: no va
vestido con una piel de camello, no se alimenta de langostas y miel silvestre,
no enseña a rezar a sus discípulos, no les obliga a ayunar, en vez de dar
hachazos se dedica a curar enfermos y contar historias bonitas. Juan, después
de estar convencido de que Jesús era el Mesías esperado, se pregunta ahora ‒y
le pregunta‒ si hay que seguir esperando a otro.
La
respuesta de Jesús es desconcertante a primera vista: repite lo que Juan ya
sabe. Los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y
los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el
Evangelio. Sin embargo, es distinto saber
y comprender. Y las obras del Mesías se comprenden cuando son contempladas a la
luz de la Escritura. No se trata de saber que Jesús ha curado a dos ciegos, a
un mudo, o a un leproso. Lo importante es que en todo eso se está cumpliendo lo
anunciado por los antiguos profetas. Las palabras de Jesús aluden a diversos
textos del libro de Isaías que hablan de la salvación futura, cuando queden
vencidas la muerte, la enfermedad y el dolor:
"Se despegarán los ojos
del ciego, los oídos del sordo se abrirán,
saltará como un ciervo el
cojo, la lengua del mudo cantará" (Is 35,5)
"Vivirán tus muertos, tus
cadáveres se alzarán,
despertarán jubilosos los que
habitan en el polvo" (Is 26,19)
"El Espíritu del Señor
está sobre mí, porque el Señor me ha ungido.
Me ha enviado para la buena
noticia a los que sufren" (Is
61,1)
A
partir de estas promesas, elabora Jesús su respuesta, que pasa de la enfermedad
física (ciegos, cojos, leprosos, sordos) a la muerte y a la evangelización de
los pobres. A partir del libro de Isaías se podría haber construido una imagen
muy distinta, más en la línea de Juan Bautista. Jesús elige la que sólo subraya
lo positivo. Y esto puede provocar una reacción en contra. Por eso termina con
un serio aviso: «¡Dichoso el que no se escandalice de mí!» Esto es lo
que los discípulos de Juan deben comunicarle en la cárcel.
Este
episodio es muy importante para examinarnos de nuestra imagen de Jesús.
Generalmente partimos de que Jesús es el Hijo de Dios, segunda persona de la
Santísima Trinidad. Por consiguiente, cualquier cosa que diga o haga debe ser
perfecta. Esta actitud es muy peligrosa porque impide profundizar en la fe.
Las
palabras y las obras de Jesús desconcertaron a Juan Bautista, escandalizaron a
los escribas y fariseos, no fueron entendidas por los discípulos. Es absurdo
pensar que nosotros no tendríamos ninguna dificultad en aceptarlas.
Por
ejemplo, ante muchas parábolas de Jesús, la reacción normal no debe ser: ¡qué
bonita!, sino rebelarse contra su enseñanza. ¿Por qué el padre acoge con tanto
cariño al hijo pródigo y nunca en la vida le ha dado un cabrito al hermano
mayor para convide a sus amigos? ¿Por qué el dueño del campo le paga la misma
cantidad, un denario, al que ha trabajado una hora que al que ha sudado desde
las seis de la mañana hasta la puesta del sol?
Con
respecto a su conducta, ¿por qué defiende a sus discípulos cuando se saltan el
sábado sin motivo alguno, e incluso lo justifica con argumentos bíblicos que no
prueban nada? ¿Por qué ataca de manera tan terrible a los fariseos, que, aunque
tuviesen muchos fallos, deseaban cumplir la voluntad de Dios?
Las
preguntas podrían multiplicarse, demostrando que la reacción normal ante Jesús
no es el aplauso sino el desconcierto, el escándalo o el rechazo. Luego, en un
segundo momento, a base de reflexión y de oración, es cuando se advierte que su
postura es la más adecuada y se llega a la fe en él.
El
episodio anterior puede dejar mal sabor de boca con respecto a la figura de
Juan Bautista. Por eso, los evangelios de Mt y Lc añaden en este contexto unas
palabras de Jesús sobre él.
Al irse
ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan:
-«¿Qué
salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué
fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en
los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y
más que profeta; él es de quien está escrito: "Yo envío mi mensajero
delante de ti, para que prepare el camino ante ti." Os aseguro que no ha
nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en
el reino de los cielos es más grande que él.»
Para
comprender este pasaje hay que recordar un dato fundamental. Nosotros siempre
hemos visto a Juan Bautista en relación con Jesús. Su única misión era anunciar
la venida del Mesías. Esto significa una simplificación muy grande. En los
ambientes judíos de comienzos del siglo I, Juan Bautista era más conocido que
Jesús; y sus discípulos llegaron a Grecia antes incluso que los cristianos. Por
otra parte, los episodios anteriores demuestran que los discípulos de Juan
Bautista no perdieron su identidad al aparecer Jesús, sino que siguieron
vinculados a Juan, viviendo según sus enseñanzas (por ejemplo, con respecto al
ayuno).
Se
creó, entonces, entre los discípulos de Jesús y los de Juan cierta tensión
sobre quién de los dos era más importante. Aquí se aborda el tema, exaltando a
Juan y, al mismo tiempo, poniéndolo en su justo sitio.
Las
afirmaciones son bastante distintas, y a veces enigmáticas. Ante todo, Jesús
elogia las cualidades humanas de Juan: firmeza, austeridad. Pero es más que un
asceta: es un profeta, e incluso más que eso: el mensajero que prepara el
camino del Señor, «el Elías que tenía que venir» (Ex 23,20; Mal 3,1). Por eso,
«no ha nacido de mujer nadie más grande que Juan Bautista».
Sin
embargo, la dignidad de Juan radica precisamente en ser el precursor de Jesús,
y se queda en el ámbito del Antiguo Testamento. Por eso, «el más pequeño en el
Reino de Dios [en la comunidad cristiana] es más grande que él». Esta frase
resulta muy dura, pero encaja en la idea bíblica de que los hombres no son lo
importante sino Dios y lo que él hace. Encandilarse con la grandeza de las personas,
incluso de los mayores santos, no es un buen método para valorar la acción de
Dios. Y sería errónea la interpretación de Julius Wellhausen: «el cristiano más
irrelevante… es, como cristiano, superior al más eminente judío». No se trata
de oponer religiones sino de situar rectamente a Juan Bautista dentro del plan
de Dios.
3. Paciencia
El tercer consejo procede de la carta de Santiago (Snt
5,7-10) y se centra en la paciencia y el aguante, poniendo como ejemplo a
personas tan distintas como los campesinos y los profetas. Tened paciencia,
hermanos, hasta la venida del Señor. El labrador aguarda paciente el fruto
valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened
paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está
cerca. No os quejéis, hermanos, unos de otros, para no ser condenados. Mirad
que el juez está ya a la puerta. Tomad, hermanos, como ejemplo de sufrimiento y
de paciencia a los profetas, que hablaron en nombre del Señor.
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