Para la Iglesia, el año litúrgico no termina el 31
de diciembre sino a finales de noviembre. De ese modo puede reservar cuatro
domingos antes del 25 de diciembre para celebrar el Adviento, que forma ya
parte del nuevo año. El último domingo del tiempo ordinario, el 34, que este
año será el 24 de noviembre, se dedica en los tres ciclos a celebrar la fiesta
de Cristo Rey. Y el penúltimo, el próximo día 17, a recordar el fin del mundo y
de la historia. Algo que puede parecer bastante ajeno a nuestra mentalidad y
cultura, pero que fue esencial para los primeros cristianos y que ofrece
materia interesante de reflexión.
Del entusiasmo ingenuo a la esperanza
apocalíptica
La gran tragedia experimentada por el pueblo judío
a comienzos del siglo VI a.C. (en el año 586), cuando parte importante de la
población fue deportada a Babilonia, Jerusalén y el templo quedaron en ruinas,
y el pueblo perdió la independencia, provocó al cabo de unos años un
florecimiento de profecías que anunciaban la vuelta de los desterrados, la
prosperidad y esplendor de Jerusalén, la gloria futura del pueblo de Dios. Los profetas
rivalizaban entre ellos por ver quién anunciaba un futuro mejor. Y la gente,
durante siglos, alentó aquellas esperanzas. Hasta que la realidad se impuso,
dando paso a una gran decepción: ni independencia, ni riqueza, ni esplendor. La
decepción fue tan fuerte, que algunos grupos vieron la solución en la
desaparición del mundo presente, radicalmente malo, y la aparición de un mundo futuro
maravilloso, del que sólo formarían parte los buenos israelitas. La primera
lectura de hoy, Malaquías 3, 19-20a, lo afirma con toda claridad.
Mirad que llega el día, ardiente como un horno: malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir ‒dice el Señor de los ejércitos‒, y no quedará de ellos ni rama ni raíz. Pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas.
En este breve pasaje, lo único que precisa
comentario es la metáfora final. Para nosotros, «un sol de justicia» es un sol
terrible, del que buscamos refugio bajo cualquier sombra. Pero este no es el
sentido aquí, sino todo lo contrario: «un sol salvador, que nos salva con sus
rayos». ¿De dónde viene esta extraña metáfora? Probablemente de Egipto,
inspirándose en la imagen del sol alado, que representa su acción benéfica
sobre todo el mundo.
El cálculo del momento final y
las señales
Ya que la mentalidad apocalíptica considera
inminente el fin del mundo, desea calcular el momento exacto en que tendrá
lugar y las señales que lo anunciarán. Las dos preguntas que formulan los
discípulos a Jesús en el evangelio de hoy recogen muy bien ambos aspectos: ¿Cuándo
va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder? Los
Testigos de Jehová, cuando afirmaban a mediados del siglo pasado que el fin del
mundo sería en 1984 (70 años después de la gran conflagración, marcada por el
comienzo de la Gran Guerra en 1914) son los mejores exponentes modernos de esta
forma de pensar.
Para
la mentalidad apocalíptica, cualquier acontecimiento trágico, sobre todo si era
de grandes proporciones, anunciaba el fin del mundo. Por eso, en el evangelio
de este domingo, cuando los discípulos oyen anunciar la destrucción de
Jerusalén, inmediatamente piensan en el fin del mundo.
En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo:
‒ Esto
que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo
será destruido.
Ellos
le preguntaron:
‒ Maestro,
¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?
El
peligro de esta mentalidad es que resulta estéril. Todo se queda en cálculos y
señales, sin un compromiso directo con la realidad. Y eso es lo que pretenden
evitar los evangelios sinópticos cuando ponen en boca de Jesús un largo
discurso apocalíptico, que la liturgia se encarga de mutilar abundantemente (en
nuestro caso, los 29 versículos de Lucas 21,8-36 quedan reducidos a los doce
primeros; menos de la mitad).
La respuesta de Jesús
Él
contestó:
‒ Cuidado
con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: «Yo
soy», o bien: «El momento está cerca»; no vayáis tras ellos.
Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico.
Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida.
Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico.
Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida.
Luego
les dijo:
‒ Se
alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y
en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos
en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán,
entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y
gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced
propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y
sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario
vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os
traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa
mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia
salvaréis vuestras almas.
Las palabras de Jesús
recogen un buen catálogo de las señales habituales en la apocalíptica: 1) a
nivel humano, guerras civiles, revoluciones y guerras internacionales; 2) a
nivel terrestre, epidemias y hambre; 3) a nivel celeste, signos espantosos.
Pero
nada de esto anuncia el fin del mundo. Antes, y aquí radica la novedad del
discurso, ocurrirán señales a nivel personal y comunitario: persecución
religiosa y política, cárcel, juicio ante tribunales civiles; incluso la traición
de padres y hermanos, la muerte y el odio de todos por causa de Jesús. Esta
parte abandona la enumeración de catástrofes apocalípticas para describir la
dura realidad de las primeras comunidades cristianas. En todas ellas habría
algunos juzgados y condenados injustamente, traicionados incluso por sus seres
más queridos.
Sólo
dos frases alivian la tensión de este párrafo tan trágico.
La
primera resulta casi irónica, pero no lo es: Así tendréis ocasión de dar
testimonio. La persecución, la cárcel y los juicios injustos no se deben
ver como algo puramente negativo. Ofrecen la posibilidad de dar testimonio de
Jesús, y así lo interpretaron los numerosos mártires de los primeros siglos y
los mártires de todos los tiempos.
La
segunda alienta la confianza y la esperanza: ni un cabello de vuestra cabeza
perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. Más bien habría
que decir que perecerán todos los cabellos de vuestra cabeza, pero salvaréis
vuestras almas, que es lo importante.
Si
siguiésemos leyendo el discurso, todo culminaría en la aparición de Jesús, «el
Hijo del Hombre que llega en una nube con gran poder y gloria». Es el sol del
que hablaba Malaquías, que ilumina y salva a todos los que creen en él.
Frente a la curiosidad,
testimonio
Las lecturas de este domingo corren el peligro de
ser interpretadas en el Primer Mundo como mero recuerdo de lo que ocurrió entre
los primeros cristianos. Muy distinta será la interpretación de bastantes iglesias
africanas y asiáticas, que se verán muy bien reflejadas y consoladas por las
palabras de Jesús. También nosotros debemos recordar que, sin persecuciones ni
cárceles, nuestra misión es aprovechar todas las circunstancias de la vida para
dar testimonio de Jesús.
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