Termina el año litúrgico, y lo hacemos celebrando
la festividad de Cristo Rey. No es una fiesta muy antigua, tiene menos de un
siglo. La instituyó Pío IX en 1925, e inicialmente se celebraba el domingo
anterior a la fiesta de Todos los Santos (1 de noviembre). Fue la reforma
litúrgica del Concilio Vaticano II la que decidió cerrar el año con esta festividad,
para subrayar la victoria final de Jesús. Aunque la fiesta es la misma, las
lecturas varían en los tres ciclos y cada año ofrece un aspecto distinto de la realeza
de Jesús.
¿Qué
une a las dos lecturas principales de hoy? La concepción del rey como salvador
en medio de las dificultades.
David, el rey salvador
La
primera lectura (2 Samuel 5, 1-3) sólo se comprende recordando los
acontecimientos previos. Años atrás, el primer rey israelita, Saúl, ha muerto
luchando contra los filisteos. Le ha sucedido un hijo bastante inútil, Isbaal,
y el poder se concentra en las manos del general Abner. Pero tensiones internas
y externas llevarán al asesinato de Abner y, más tarde, de Isbaal. Las tribus
del norte, sin rey ni general, se sienten desconcertadas. Y consideran que la
única solución es ofrecerle el trono a David, que ya es rey de Judá desde hace
siete años. Y se dirigen a la que entonces era capital de Judá, Hebrón (Jerusalén
todavía no había sido conquistada).
En aquellos días, todas las tribus de Israel fueron a Hebrón a ver a David y le dijeron:
‒ Hueso tuyo y carne tuya somos; ya hace tiempo, cuando todavía Saúl era nuestro rey, eras tú quien dirigías las entradas y salidas de Israel. Además el Señor te ha prometido: "Tú serás el pastor de mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel."
Todos
los ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo con
ellos un pacto en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos ungieron a David como
rey de Israel.
Nosotros
leemos estas palabras sin darle especial importancia. Pero el que los del norte
vengan a buscar la salvación en el rey del sur era entonces como si Mas le
pidiera a Rajoy que fuera presidente de la Generalitat de Cataluña. Algo inaudito,
que sólo se explica por la necesidad urgente de un rey que los salve.
Jesús, el rey incapaz de salvar
Los
contemporáneos de Jesús también esperaban un rey con capacidad de salvar. La
lectura del evangelio de Lucas 23, 35-43 lo deja muy claro. Las autoridades,
los soldados, uno de los malhechores crucificado con Jesús, lo repiten hasta la
saciedad. Pronuncian los mayores títulos: Mesías de Dios, Elegido, rey de los
judíos, Mesías. Pero sólo están dispuestos a aplicárselos a Jesús si se salva a
sí mismo, o, como dice el otro crucificado, «sálvate a ti mismo y a nosotros». La
sorpresa aparece al final, en la petición del buen ladrón.
En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo:
‒ A otros ha salvado;
que se salve a sí mismo, si él es el Mesías
de Dios, el Elegido.
Se
burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo:
‒ Si
eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
Había
encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «Éste es el rey de los judíos.»
Uno
de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo:
‒ ¿No
eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.
Pero
el otro lo increpaba:
‒ ¿Ni
siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo,
porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en
nada.
Y
decía:
‒ Jesús,
acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.
Jesús
le respondió:
‒ Te
lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.
El
evangelio de san Juan pone en boca de Jesús, durante el juicio ante Pilato, las
palabras: «Mi reino no es de este mundo». Y eso mismo dice aquí, no Jesús, sino
el que conocemos como «el buen ladrón». El reino de Jesús no se realiza en este
mundo, no es aquí donde realizará obras portentosas para que la gente lo acepte
como rey. Su reino se encuentra en una dimensión distinta, en la que entrará a
través de la muerte. Por eso, el buen ladrón no pide que lo salve. Sólo pide un
recuerdo: «acuérdate de mí».
A
lo largo de su vida, Jesús escuchó muchas peticiones: de leprosos que deseaban
ser curados, de ciegos y cojos, de padres de niños difuntos, de discípulos
asustados por la tormenta… Pero esta resulta la petición más bella y más
sencilla: «Jesús, acuérdate de mí». El buen ladrón pide muy poco. Pero hace
falta una fe profundísima para creer que ese ajusticiado, al que todos rechazan
y del que todos se burlan, dentro de poco será rey, y que un simple recuerdo
suyo puede traer la felicidad. Así ocurre en la promesa que Jesús le hace: «hoy
estarás conmigo en el paraíso».
«Acuérdate
de mí» y «estarás conmigo» son las dos caras de una misma moneda, de la
intimidad plena entre el rey y su súbdito, más satisfactoria que todas las
prebendas y beneficios mundanos que regalan otros reyes.
Hace
años, un grupo de pseudo-católicos consideró la invocación de Cristo Rey la más
adecuada para atacar con armas y pistolas a quienes no pensaban como ellos. Las
lecturas de este domingo nos recuerdan lo equivocada de esa postura. La realeza
de Cristo no se impone en este mundo, mucho menos a base de tiros. Su reinado
se realiza pidiéndole un recuerdo y escuchando su promesa de eterna compañía.
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