La primera lectura nos recuerda otro
momento capital de la historia de la salvación: la promulgación del Decálogo.
Exigiría un comentario tan detenido que lo omito. Basta recordar lo que dice el
Salmo 18: «La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma». No es una
carga insoportable, alegra el corazón. Algo que los catecúmenos, y todos
nosotros, debemos recordar.
La segunda lectura y el evangelio se mueven en pleno ambiente de Cuaresma: la muerte y resurrección de Cristo ocupan un puesto capital en ellas. En la segunda, Cristo crucificado, aparente símbolo de la impotencia y la necedad, se revela como fuerza y sabiduría de Dios. En el evangelio, la escena de la expulsión de los mercaderes del templo, según la cuenta el cuarto evangelio, le permite a Jesús declarar: «Destruid este templo y lo levantaré en tres días».
El poder y la sabiduría de Cristo crucificado (1 Corintios 1,22-25)
Pablo, judío de pura cepa, pero que predicó especialmente en regiones de gran influjo griego, debió enfrentarse a dos problemas muy distintos. A la hora de creer en Cristo, los judíos pedían portentos, milagros, mientras los griegos querían un mensaje repleto de sabiduría humana. Poder o sabiduría, según qué ambiente. Pero lo que predica Pablo es todo lo contrario: un Mesías crucificado. El colmo de la debilidad, el colmo de la estupidez. Ninguna universidad ha dado un doctorado «honoris causa» a Jesús crucificado; lo normal es que retiren el crucifijo. Pero ese Cristo crucificado es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Quien sienta la tentación de considerar el mensaje cristiano una doctrina muy sabia humanamente, digna de ser aceptada y admirada por todos, debe recordar la experiencia tan distinta de Pablo.
Hermanos: Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero, para los llamados -judíos o griegos-, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.
La expulsión de los mercaderes del templo (Juan 2,13-25)
Un gesto revolucionario
Se acercaba la Pascua de los judíos,
y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes,
ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles,
los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció
las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:
̶ Quitad esto de aquí; no convirtáis
en un mercado la casa de mi Padre.
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora».
A nuestra mentalidad moderna le resulta difícil valorar la acción de Jesús,
no capta sus repercusiones. Nos ponemos de su parte, sin más, y consideramos
unos viles traficantes a los mercaderes del templo, acusándolos de comerciar
con lo más sagrado. Desde el punto de vista de un judío piadoso, el problema es
más grave. Si no hay vacas ni ovejas, tórtolas ni palomas, ¿qué sacrificios
puede ofrecer al Señor? ¿Si no hay cambistas de moneda, cómo pagarán los judíos
procedentes del extranjero su tributo al templo? Nuestra respuesta es muy
fácil: que no ofrezcan nada, que no paguen tributo, que se limiten a rezar. Esa
es la postura de Jesús. A primera vista, coincide con la de algunos de los
antiguos profetas y salmistas. Pero Jesús va mucho más lejos, porque usa una
violencia inusitada en él. Debemos imaginarlo trenzando el azote, golpeando a
vacas y ovejas, volcando las mesas de los cambistas.
Imaginemos la escena en nuestros días. Jesús entra en una catedral o una
iglesia. Se fija en todo que no tiene nada que ver con una oración puramente
espiritual, lo amontona y lo va tirando a la calle: cálices, copones,
candelabros, imágenes de santos, confesionarios, bancos… ¿Cuál sería nuestra reacción? Acusaríamos a Jesús
de impedirnos decir misa, comulgar, confesarnos, incluso rezar.
¿Por qué actúa Jesús de este modo? En el evangelio de Marcos, Jesús se
comporta como un buen maestro, que justifica su conducta citando dos textos
proféticos, de Isaías y Jeremías: «¿No está escrito: Mi casa será casa de
oración para todos los pueblos? Pues vosotros la tenéis convertida en una cueva
de bandidos».
En el evangelio de Juan, Jesús no actúa como maestro sino como hijo: «No
convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Estamos al comienzo del
evangelio (lo único que se ha contado después de la vocación de los discípulos
ha sido el episodio de las bodas de Caná), y ya se anuncia lo que será el gran
tema de debate entre Jesús y las autoridades judías en Jerusalén: su relación
con el Padre. Ese sentirse Hijo de Dios en el sentido más profundo es lo que le
provoca esa fuerte reacción de cólera, incluso trenzando y usando un látigo
(detalle que no aparece en los Sinópticos).
Juan explica esta reacción con unas palabras que no aparecen en los otros evangelios: «Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: El celo de tu casa me devora». El celo por la causa de Dios había impulsado a Fineés a asesinar a un judío y una moabita; a Matatías, padre de los Macabeos, lo impulsó a asesinar a un funcionario del rey de Siria. El celo no lleva a Jesús a asesinar a nadie, pero sí se manifiesta de forma potente. Algo difícil de comprender en una época como la nuestra, en la que todo está democráticamente permitido. El comentario de Juan no resuelve el problema del judío piadoso, que podría responder: «A mí también me devora el celo de la casa de Dios, pero lo entiendo de forma distinta, ofreciendo en ella sacrificios». Quienes no tendrían respuesta válida serían los comerciantes, a los que no mueve el celo de la casa de Dios sino el afán de ganar dinero.
La reacción de las autoridades
Entonces intervinieron los judíos y
le preguntaron:
̶
¿Qué signos nos muestras para obrar así?
Jesús contestó:
̶
Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.
Los judíos replicaron:
̶
Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a
levantar en tres días?
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.
En contra de lo que cabría esperar, las autoridades no envían a la policía
a detener a Jesús (como harán más adelante). Se limitan a pedir un signo, un
portento, que justifique su conducta. Porque en ciertos ambientes judíos se
esperaba del Mesías que, cuando llegase, llevaría a cabo una purificación del templo.
Si Jesús es el Mesías, que lo demuestre primero y luego actúe como tal.
La respuesta de Jesús es aparentemente la de un loco: «Destruid este templo
y en tres días lo reconstruiré». El templo de Jerusalén no era como nuestras
enormes catedrales, porque no estaba pensado para acoger a los fieles, que se
mantenían en la explanada exterior. De todas formas, era un edificio
impresionante. Según el tratado Middot, medía 50 ms de largo, por
35 de ancho y 50 de alto; para construirlo, ya que era un edificio sagrado,
hubo que instruir como albañiles a mil sacerdotes. Comenzado por Herodes el
Grande el año 19 a.C., fue consagrado el 10 a.C., pero las obras de
embellecimiento no terminaron hasta el 63 d.C. En el año 27 d.C., que es cuando
Juan parece datar la escena, se comprende que los judíos digan que ha tardado
46 años en construirse. En tres días es imposible destruirlo y, mucho menos,
reconstruirlo.
Curiosamente, Juan no cuenta cómo reaccionaron las autoridades a esta
respuesta de Jesús. Pero nos dice cómo debemos interpretar esas extrañas
palabras. No se refieren al templo físico, se refieren a su cuerpo. Los judíos
pueden destruirlo; él lo reedificará. Tenemos aquí, también desde el comienzo
del evangelio, algo equivalente a los tres anuncios de la Pasión y Resurrección
en los Sinópticos, aunque dicho de forma mucho más breve: «Destruid este templo
(Pasión y muerte) y en tres días lo levantaré» (Resurrección).
Esto último explica por qué se ha elegido este evangelio para el tercer domingo. En el segundo, la Transfiguración anticipaba la gloria de Jesús. Hoy, Jesús repite su certeza de resucitar de la muerte. Con ello, la liturgia orienta el sentido de la Cuaresma y de nuestra vida: no termina en el Viernes Santo sino en el Domingo de Resurrección.
Jesús, nuevo templo de Dios
Hay otro detalle importante en el relato de Juan: el templo de Dios es Jesús. Es en él donde Dios habita, no en un edificio de piedra. Situémonos a finales del siglo I. En el año 70 los romanos han destruido el templo de Jerusalén. Se ha repetido la trágica experiencia de seis siglos antes, cuando los destructores del templo fueron los babilonios (año 586 a.C.). Los judíos han aprendido a vivir su fe sin tener un templo, pero lo echan de menos. Ya no tienen un lugar donde ofrecer sus sacrificios, donde subir tres veces al año en peregrinación. Para los judíos que se han hecho cristianos, la situación es distinta. No deben añorar el templo. Jesús es el nuevo templo de Dios, y su muerte el único sacrificio, que él mismo ofreció.
Final
Mientras estaba en Jerusalén por la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
Este resumen ofrece una imagen extraña de Jesús. El evangelio de Juan no se
esfuerza por presentarlo como una persona simpática, todo lo contrario. Incluso
con su madre se comporta de forma hiriente en Caná. Aquí, no se fía ni siquiera
de los que creen en él. Es difícil saber qué impulsó al evangelista a escribir
estas líneas. Quizá responde a una crítica que algunos cristianos hacían a
Jesús: «Fue demasiado crédulo. Se fiaba demasiado de la gente. Incluso de
Judas». El evangelista indica que siempre supo lo que hay dentro de cada
persona. Si lo mataron no fue por ingenuo, sino por propia decisión.
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