Hace una semana hemos celebrado la fiesta de los
difuntos. Miles de personas habrán visitado los cementerios o, al menos, los
habrán recordado y asistido a la eucaristía. Pero las actitudes ante la muerte
habrán sido muy distintas: desde una gran fe en la resurrección hasta la duda o
incluso la negación. Las lecturas de este domingo nos ofrecen dos actitudes muy
distintas ante la esperanza de otra vida: la de quienes creen firmemente en
ella (los siete hermanos del libro de los Macabeos) y la de quienes bromean
sobre la cuestión (los saduceos).
Los
israelitas y la fe en la resurrección
En contra de lo que muchos pueden
pensar, el pueblo de Israel no tuvo en todos los siglos antes de Jesús una idea
clara de la resurrección. Más bien se daba por supuesto que el hombre, cuando
moría, descendía al Seol, donde llevaba una forma de vida en la que no era
posible la felicidad ni tenía lugar una visión de Dios. La oración que pronuncia
el piadoso rey Ezequías (siglo VIII a.C.) expresa muy bien la opinión
tradicional (Isaías 38,18-19).
«El Abismo no te da gracias, ni
la Muerte te alaba,
ni esperan en tu fidelidad los que
bajan a la fosa.
Los vivos, los vivos son los que te
dan gracias, como yo ahora.»
Los judíos comienza a creer en la
resurrección en los últimos siglos del Antiguo Testamento; los testimonios más
claros proceden del siglo II a.C., en el libro de Daniel y en 2 Macabeos. Debió
de contribuir mucho a implantar esta fe la idea de que quienes morían por ser
fieles a Dios y a sus mandamientos debían recibir una recompensa en la otra
vida. La última visión del libro de Daniel termina con estas palabras: «Muchos
de los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para
ignominia perpetua» (Daniel 12,2). Y, poco después, el ángel dice a Daniel: «Te
alzarás a recibir tu destino al final de los días» (Daniel 12,13).
Los que
se toman la resurrección en serio
El libro segundo de los Macabeos
contiene en el c.7 una leyenda sobre la muerte de siete hermanos junto con su
madre, en la que se afirma claramente la fe en la resurrección. Un fragmento de
ese capítulo constituye la primera lectura de este domingo (2 Macabeos 7, 1-2.
9-14).
«En
aquellos días, arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar
con látigos y nervios para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la
Ley. Uno de ellos habló en nombre de los demás: «¿Qué pretendes sacar de
nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros
padres.»
El segundo, estando para morir,
dijo: «Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto
por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna. »
Después se divertían con el tercero.
Invitado a sacar la lengua, lo hizo en seguida, y alargó las manos con gran
valor. Y habló dignamente: «De Dios las recibí, y por sus leyes las desprecio;
espero recobrarlas del mismo Dios.»
El rey y su corte se asombraron del
valor con que el joven despreciaba los tormentos. Cuando murió éste, torturaron
de modo semejante al cuarto. Y, cuando estaba para morir, dijo: «Vale la pena
morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará.
Tú, en cambio, no resucitarás para la vida».
Los que
se toman la resurrección en broma
Esta fe en la resurrección fue
aceptada plenamente por los fariseos. En cambio, los saduceos la rechazaban
como novedad e intentan discutir sobre el tema con Jesús. El evangelio de Lucas
lo cuenta de este modo:
En aquel
tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le
preguntaron:
‒ Maestro, Moisés nos dejó escrito:
Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la
viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el
primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con
ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer.
Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los
siete han estado casados con ella.
Jesús les contestó:
‒ En esta vida, hombres y mujeres se
casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección
de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles;
son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los
muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al
Señor «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob». No es Dios de muertos,
sino de vivos; porque para él todos están vivos.
Los saduceos
Los saduceos formaban uno de los
grandes grupos religioso-políticos de la época de Jesús, junto con los
fariseos, los esenios y los sicarios. Su nombre deriva de Sadoc, sumo sacerdote
en tiempos de Salomón. Aunque el partido estaba compuesto en gran parte por
sacerdotes, también lo integraban seglares. Su rasgo más destacado es que
pertenecían a la aristocracia. Cuentan sobre todo con los ricos; no tienen al
pueblo de su parte. «Esta doctrina es profesada por pocos, pero éstos son
hombres de posición elevada» (Flavio Josefo, Antigüedades de los Judíos
XVIII, 1, 4).
Aparte de su condición de
aristócratas, otro rasgo característico es que únicamente reconocían como
vinculante la Torá escrita y rechazaban el conjunto de la interpretación
tradicional y su desarrollo ulterior a lo largo de los siglos, «las tradiciones
de los antepasados». Es muy posible que sólo considerasen el Pentateuco como
texto canónico en el sentido estricto.
Como consecuencia de lo anterior, su
visión religiosa era muy conservadora:
1) negaban la resurrección de los
cuerpos y cualquier tipo de supervivencia personal;
2) negaban la existencia de ángeles
y espíritus;
3) afirmaban que «el bien y el mal
estaban al alcance de la elección del hombre y que éste puede hacer lo uno o lo
otro a voluntad»; en consecuencia, Dios no ejerce influjo alguno en las
acciones humanas y el hombre es él mismo causa de su propia fortuna o
desgracia.
Cuando se acercan a Jesús no
plantean los tres problemas, sólo el primero, a propósito de la resurrección.
El
argumento de los saduceos: la ley del levirato
El argumento que aducen es muy
simple; más que simple, irónico, basado en una ley antigua. En Israel, como
entre los asirios e hititas, se pretendía garantizar la descendencia y la
estabilidad de los bienes familiares mediante una ley que se conoce con el
nombre latino de «ley del levirato» (de levir, «cuñado»), y dice así:
«Si dos hermanos viven juntos y uno
de ellos muere sin hijos, la viuda no saldrá de casa para casarse con un
extraño; su cuñado se casará con ella y cumplirá con ella los deberes legales
de cuñado; el primogénito que nazca continuará el nombre del hermano muerto, y
así no se extinguirá su nombre en Israel. Pero si el cuñado se niega a casarse,
la cuñada acudirá a las puertas, a los ancianos, y declarará: 'Mi cuñado se niega
a transmitir el nombre de su hermano en Israel, no quiere cumplir conmigo su
deber de cuñado'. Los ancianos de la ciudad lo citarán y procurarán
convencerlo; pero si se empeña y dice que no quiere tomarla, la cuñada se le
acercará, en presencia de los ancianos, le quitará una sandalia del pie, le
escupirá en la cara y le responderá: 'Esto es lo que se hace con un hombre que
no edifica la casa de su hermano' Y en Israel le pondrán por mote 'La casa del
Sinsandalias" (Dt 25,5-10).
He citado toda la ley por simple
curiosidad. A los saduceos les basta la primera parte para plantear un caso
aparentemente insoluble. Parten de la idea, bastante extendida entre los judíos
de la época, de que la vida matrimonial continuaba después de la resurrección.
Entonces, ¿cómo se resuelve el caso de los siete hermanos que han tenido la
misma mujer? La pregunta de los saduceos es inteligente: no niegan de entrada
la resurrección, al contrario, parecen afirmarla («cuando resuciten»); pero
proponen una dificultad tan grande que el adversario puede sentirse obligado a
reconocer su derrota y negar esa resurrección.
La
respuesta de Jesús
En los evangelios de Marcos y Mateo,
la respuesta de Jesús comienza con un duro ataque a los saduceos: «Estáis
equivocados, porque no conocéis las Escrituras ni el poder de Dios». Decirle a
un judío, sobre todo si es sacerdote, que no conoce las Escrituras ni el poder
de Dios es el mayor insulto que se le puede dirigir. Lucas omite esta frase y
Jesús se limita a indicar la diferencia radical entre la vida presente y la
futura. «En
esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la
vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán». Los
saduceos entienden la vida futura como una reproducción literal de la presente
(muchas mujeres, y también muchos hombres, dirían que para eso no vale la pena
resucitar). Para Jesús, en cambio, las relaciones cambian por completo: varones
y mujeres serán «como ángeles de Dios».
Para comprender esta comparación con
los ángeles hay que tener en cuenta la mentalidad dualista que reflejan algunos
escritos judíos anteriores, como el Libro de Henoc. En él se distinguen
dos clases de seres: los carnales (los hombres) y los espirituales (los ángeles).
Los primeros necesitan casarse para garantizar la procreación. Los segundos,
no. A los primeros, Dios «les ha dado mujeres para que las fecunden y tengan
hijos y así no cese toda obra sobre la tierra». Y a los ángeles se les dice: «Vosotros
fuisteis primero espirituales, con una vida eterna, inmortal, por todas las
generaciones del mundo. Por eso no os he dado mujeres, porque la morada de los
espirituales del cielo está en el cielo» (Henoc 15,4-7). En este texto, la
mujer es vista exclusivamente desde el punto de vista de la procreación, y el
matrimonio no tiene más fin que garantizar la supervivencia de la humanidad.
A la luz de este texto, la
comparación con los ángeles significa que la humanidad pasa a una forma nueva
de existencia, inmortal, en la que no es preciso seguir procreando. De las
palabras de Jesús no pueden sacarse más conclusiones sobre la vida de los
resucitados. El sólo pretende desvelar el equívoco en que se mueven los
saduceos y la mayoría de sus contemporáneos en este punto. Lo curioso es que
Jesús diga esto a un grupo religioso que tampoco cree en los ángeles.
La
resurrección
Resuelta la dificultad, pasa a
demostrar el hecho de la resurrección. Los rabinos fundamentaban la fe en la resurrección
usando tres recursos:
1)
citas de la Escritura;
2)
relatos del AT de resurrección de muertos (los de Elías y Eliseo);
3)
argumentos de razón.
Jesús
se limita al primer recurso citando las palabras de Dios a Moisés cuando se le
revela en la zarza ardiente: «Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, y
el Dios de Jacob». Conviene recordar que estas palabras formaban parte de una
de las dieciocho bendiciones que todo judío piadoso rezaba tres veces al día.
Por tanto, se trata de palabras conocidas y repetidas continuamente por los
saduceos, pero de las que no extraen la consecuencia lógica: «Dios no es un
Dios de muertos, sino de vivos». A una mentalidad crítica, esta argumentación
puede resultarle de una debilidad sorprendente. Sin embargo, no es tan débil.
Más bien, deja clara la debilidad del punto de vista de los saduceos, que
confiesan una serie de cosas sin querer aceptar las conclusiones. Desde el
punto de vista de un debate teológico, es más honesto negarlo todo que afirmar
algo y negar lo que de ahí se deriva.
Años más tarde, en algunos
cristianos de Corinto se daba una actitud parecida a la de los saduceos.
Aceptaban y confesaban que Jesús había resucitado, pero negaban que los demás
fuésemos a resucitar. Se aceptaba el evangelio como algo válido para esta vida,
pero se negaba su promesa de otra vida definitiva. Esta contradicción es la
que ataca Jesús en los saduceos.
Si mi interpretación es exacta, este
texto no serviría para demostrarle a un ateo que existe la resurrección. El
texto se dirige más bien a gente de fe, como nosotros, que dudan de sacar las
consecuencias lógicas de esa fe que confiesan.
La
convicción de Jesús
A
lo largo de todo el evangelio, Jesús manifiesta una certeza absoluta sobre la
realidad de otra vida después de la muerte. Es algo que le sale espontáneo, en
las circunstancias más distintas. En esa nueva vida se consigue la recompensa
que Dios nos prepara, se justifican los sacrificios, incluso de la vida, por
difundir el evangelio, se enjugan las lágrimas (como dirá el Apocalipsis). Nada
de lo que dice y hace Jesús se comprende sin ese convencimiento. Nosotros, que
somos a menudo muy distintos, debemos pedirle: “Creo, Señor, pero aumenta
nuestra fe”.
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