Dos posturas
ante el tributo al César
Seguimos en la explanada del
templo de Jerusalén, en medio de los enfrentamientos de diversos grupos con
Jesús. Esta vez, fariseos y herodianos lo van a poner en un serio compromiso
preguntándole sobre la licitud del tributo al emperador romano. Por entonces, además
de los impuestos que se pagaban a través de peajes, aduanas, tasas de sucesión
y de ventas, los judíos debían pagar el tributo al César, que era la señal por
excelencia de sometimiento a él.
Fariseos y herodianos no tenían dudas sobre este tema;
ambos grupos eran partidarios de pagarlo. Los fariseos, porque no querían conflictos
con los romanos mientras les permitieran observar sus prácticas religiosas. Los
herodianos, porque mantenían buenas relaciones con Roma. Como a nadie le gusta pagar, los rabinos
discutían si se podía eludir el tributo. Y algunos adoptaban la postura
pragmática que refleja el tratado Pesajim 112b: «... no trates de eludir
el tributo, no sea que te descubran y te quiten todo lo que tienes» (consejo
aplicable a otras actividades económicas, que no tuvieron presente muchos jefes
de Caja Madrid).
Sin embargo, otros judíos adoptaban una postura de
oposición radical, basada en motivos religiosos. Dado que el pago del tributo
era signo de sometimiento al César, algunos lo interpretaban como un pecado de
idolatría, ya que se reconocía a un señor distinto de Dios. Este era el punto
de vista de los sicarios, grupo que comienza con Judas el Galileo, cuando el
censo de Quirino, a comienzos del siglo I de nuestra era. Al narrar los comienzos
del movimiento cuenta Flavio Josefo: «Durante el mandato del procurador
Coponio, un hombre galileo, llamado Judas, indujo a los campesinos a rebelarse,
insultándolos si consentían pagar tributo a los romanos y toleraban, junto a
Dios, señores mortales» (Guerra de los Judíos II, 118). Más adelante
repite afirmaciones muy parecidas: «Judas, llamado el galileo..., en tiempos
de Quirino había atacado a los judíos por someterse a los romanos al mismo
tiempo que a Dios» (Guerra de los Judíos II, 433).
La trampa de la
pregunta
Con este presupuesto, se advierte que la pregunta que le
hacen a Jesús sobre si es lícito pagar el tributo podía comprometerlo
gravemente ante las autoridades romanas (si decía que no), o ante los sectores
más progresistas y politizados del país (si decía que sí). Además, la pregunta
es especialmente insidiosa, porque no se mueve a nivel de hechos, sino a nivel
principios, de licitud o ilicitud.
En aquel tiempo, se retiraron
los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta.
Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron:
̶ Maestro, sabemos que eres sincero y que
enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie,
porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar
impuesto al César o no?
La respuesta de
Jesús
Comprendiendo
su mala voluntad, les dijo Jesús:
̶ Hipócritas,
¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.
Le
presentaron un denario. Él les preguntó:
̶ ¿De quién
son esta cara y esta inscripción?
Le
respondieron:
̶ Del César.
Entonces
les replicó:
̶ Pues
pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Jesús, que advierte enseguida la mala intención, ataca
desde el comienzo: «¿Por qué me tentáis, hipócritas?» Pide la moneda del
tributo, devuelve la pregunta y saca la conclusión. Jesús, como sus
contemporáneos, acepta que el ámbito de dominio de un rey es aquel en el que
vale su moneda. Si en Judá se usa el denario, con la imagen del César,
significa que quien manda allí es el César, y hay que darle lo que es suyo.
Estas palabras de Jesús, tan breves, han sido de enorme
trascendencia al elaborar la teoría de las relaciones entre la Iglesia y el
Estado. Y se han prestado también a interpretaciones muy distintas.
Las cosas de
Dios
Si analizamos el texto, las palabras: «Dad al César lo
que es del César, y a Dios lo que es de Dios», no constituyen una evasiva, como
algunos piensan. Van al núcleo del problema. Los fariseos y herodianos han
preguntado si es lícito pagar tributo desde un punto de vista religioso, si
ofende a Dios el que se pague. La respuesta contundente de Jesús es que a Dios
le interesan otras cosas más importantes, y ésas no se las quieren dar.
Teniendo presente el conjunto del evangelio, «las cosas de Dios», lo que le
interesa, es que se escuche a Jesús, su enviado, que se acepte el mensaje del
Reino, que se adopte una actitud de conversión, que se ponga término al
raquitismo espiritual y religioso, que se sepa acoger a los débiles, a los
menesterosos, a los marginados. Eso no interesa ni preocupa a fariseos y
herodianos, pero es la cuestión principal. Si el evangelio no fuese tan
escueto, podría haber parafraseado la respuesta de Jesús de esta manera: ¿Es
lícito poner el sábado por encima del hombre? ¿Es lícito cargar fardos pesados
sobre las espaldas de los hombres y no empujar ni con un dedo? ¿Es lícito
llamar la atención de la gente para que os hagan reverencias y os llamen
maestros? ¿Es lícito impedir a la gente el acceso al Reino de Dios? ¿Es lícito
hacer estúpidas disquisiciones sobre los votos y juramentos? ¿Es lícito dejar
morir de hambre al padre o a la madre por cumplir un voto? ¿Es lícito pagar los
diezmos de la menta y del comino, y olvidar la honradez, la compasión y la
sinceridad? En todo esto es donde están en juego «las cosas de Dios», no en el
pago del tributo al César.
Naturalmente, la comunidad cristiana pudo sacar de aquí
consecuencias prácticas. Frente a la postura intransigente de los sicarios,
defender que no era pecado pagar tributo al César. Y, con una perspectiva más
amplia, fundamentar una teoría sobre la convivencia del cristiano en la
sociedad civil, sin necesidad de buscar por todas partes enfrentamientos
inútiles. Siempre, incluso en las peores circunstancias políticas, nadie podrá
arrebatarle a la iglesia y al cristiano la posibilidad de dar a Dios lo que es
de Dios.
El emperador no
siempre es enemigo (1ª lectura)
En Israel, desde los primeros
siglos, hubo gente fanática y enemiga de conceder el poder político a un hombre
mortal. El único rey debía ser Dios, aunque no quedaba claro cómo ejercía en la
práctica esa realeza. Otros grupos, sin negarle la autoridad suprema a Dios,
aceptaban el gobierno de un rey humano. Pero siempre debía tratarse de un
israelita, no de un extranjero. La novedad del texto de Isaías, una auténtica
revolución teológica para la época, es que Dios, aunque afirma su suprema
autoridad («Yo soy el Señor y no hay otro; fuera
de mí, no hay dios»), él mismo escoge al rey persa Ciro, lo lleva de la mano,
le pone la insignia y le concede la victoria. Porque Ciro, al cabo de pocos
años, será quien conquiste Babilonia y libere a los judíos, permitiéndoles
volver a su tierra.
Este
proceso de esclavitud – liberación – vuelta a la tierra recuerda al ocurrido
siglos antes, cuando el pueblo salió de Egipto. La gran novedad, escandalosa
para muchos judíos, es que ahora el salvador humano no es un nuevo Moisés sino
un emperador pagano.
El
texto ha sido elegido para confirmar con un ejemplo histórico que se puede
respetar al emperador, pagar tributo, sin por ello ofender a Dios.
Asi
dice el Señor a su Ungido, a Ciro, a quien lleva de la mano: «Doblegaré
ante él las naciones, desceñiré las cinturas de los reyes, abriré ante él las
puertas, los batientes no se le cerrarán. Por mi siervo Jacob, por mi
escogido Israel, te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me
conocías. Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios. Te
pongo la insignia, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente
que no hay otro fuera de mí. Yo soy el Señor, y no hay otro.
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