Todas
las apariciones de Jesús resucitado son peculiares. Incluso cuando se cuenta la
misma, los evangelistas difieren: mientras en Marcos son tres las mujeres que
van al sepulcro (María Magdalena, María la de Cleofás y Salomé), y también tres
en Lucas, pero distintas (María Magdalena, Juana y María la de Santiago), en
Mateo son dos (las dos Marías) y en Juan una (María Magdalena, aunque luego
habla en plural: «no sabemos dónde lo han puesto»). En Mc ven a un
muchacho vestido de blanco sentado dentro del sepulcro; en Mt, a un ángel de
aspecto deslumbrante junto a la tumba; en Lc, al cabo de un rato, se les
aparecen dos hombres con vestidos refulgentes. En Mt, a diferencia de Mc y Lc,
se les aparece también Jesús. Podríamos indicar otras muchas diferencias en los
demás relatos. Como si los evangelistas quisieran acentuarlas para que no nos
quedemos en lo externo, lo anecdótico. Uno de los relatos más interesantes y
diverso de los otros es el del próximo domingo (Juan 20,19-31).
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana,
estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los
judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: –Paz a vosotros. Y,
diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron
de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: – Paz a vosotros. Como el Padre me
ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre
ellos y les dijo: – Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos. Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos
cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: – Hemos visto al Señor.
Pero él les contestó: – Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no
meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo
creo. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con
ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: –
Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: – Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae
tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó
Tomás: – ¡Señor Mío y Dios mío! Jesús le dijo: – ¿Porque me has visto has
creído? Dichosos los que crean sin haber visto. Muchos otros signos, que no
están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se
han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para
que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
Las
peculiaridades de este relato de Juan
1. El miedo de los discípulos. Es el único caso en el que se destaca algo
tan lógico, y se ofrece el detalle tan visivo de la puerta cerrada. Acaban de
matar a Jesús, lo han condenado por blasfemo y por rebelde contra Roma. Sus
partidarios corren el peligro de terminar igual. Además, casi todos son
galileos, mal vistos en Jerusalén. No será fácil encontrar alguien que los
defienda si salen a la calle.
2. El saludo de Jesús: «paz a vosotros». Tras la referencia inicial al miedo a los
judíos, el saludo más lógico, con honda raigambre bíblica, sería: «no temáis».
Sin embargo, tres veces repite Jesús «paz a vosotros». Algún listillo podría
presumir: «Normal; los judíos saludan shalom alekem, igual que los
árabes saludan salam aleikun». Pero no es tan fácil como piensa. Este
saludo, «paz a vosotros» sólo se encuentra también en la aparición a los
discípulos en Lucas (24,36). Lo más frecuente es que Jesús no salude: ni a los
once cuando se les aparece en Galilea (Mc y Mt), ni a los dos que marchan a
Emaús (Lc 24), ni a los siete a los que se aparece en el lago (Jn 21). Y a las
mujeres las saluda en Mt con una fórmula distinta: «alegraos». ¿Por qué repite
tres veces «paz a vosotros» en este pasaje? Vienen a la mente las palabras pronunciadas
por Jesús en la última cena: «La paz os dejo, os doy mi paz, y no como la da el
mundo. No os turbéis ni os acobardéis» (Jn 14,27). En estos momentos tan duros
para los discípulos, el saludo de Jesús les desea y comunica esa paz que él
mantuvo durante toda su vida y especialmente durante su pasión.
3. Las manos, el costado, las
pruebas y la fe. Los relatos
de apariciones pretenden demostrar la realidad física de Jesús resucitado, y
para ello usan recursos muy distintos. Las mujeres le abrazan los pies (Mt),
María Magdalena intenta abrazarlo (Jn); los de Emaús caminan, charlan con él y
lo ven partir el pan; según Lucas, cuando se aparece a los discípulos les
muestra las manos y los pies, les ofrece la posibilidad de palparlo para dejar
claro que no es un fantasma, y come delante de ellos un trozo de pescado. En la
misma línea, aquí muestra las manos y el costado, y a Tomás le dice que meta en
ellos el dedo y la mano. Es el argumento supremo para demostrar la realidad
física de la resurrección. Curiosamente se encuentra en el evangelio de Jn, que
es el mayor enemigo de las pruebas física y de los milagros para fundamentar la
fe. Como si Juan se hubiera puesto al nivel de los evangelios sinópticos para
terminar diciendo: «Dichosos los que crean sin haber visto».
4. La alegría de los discípulos. Es interesante el contraste con lo que cuenta Lucas: en este
evangelio, cuando Jesús se aparece, los discípulos «se asustaron y,
despavoridos, pensaban que era un fantasma»; más tarde, la alegría va
acompañada de asombro. Son reacciones muy lógicas. En cambio, Juan sólo habla
de alegría. Así se cumple la promesa de Jesús durante la última cena: «Vosotros
ahora estáis tristes; pero os volveré a visitar y os llenaréis de alegría, y
nadie os la quitará» (Jn 16,22). Todos los otros sentimientos no cuentan.
5. La misión. Con diferentes fórmulas, todos los evangelios hablan de la misión
que Jesús resucitado encomienda a los discípulos. En este caso tiene una
connotación especial: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo». No se
trata simplemente de continuar la tarea. Lo que continúa es una cadena que se
remonta hasta el Padre.
6. El don de Espíritu Santo y el
perdón. Mc y Mt no dicen nada de este don y Lucas lo reserva para el día
de Pentecostés. El cuarto evangelio lo sitúa en este momento, vinculándolo con
el poder de perdonar o retener los pecados. ¿Cómo debemos interpretar este
poder? No parece que se refiera a la confesión sacramental, que es una práctica
posterior. En todos los otros evangelios, la misión de los discípulos está
estrechamente relacionada con el bautismo. Parece que en Juan el perdonar o
retener los pecados tiene el sentido de admitir o no admitir al bautismo,
dependiendo de la preparación y disposición del que lo solicita.
Dos lecturas contra Tomás
Las dos primeras lecturas le quitan la razón a Tomás cuando piensa
que para creer hace falta una demostración personal y científica. Las dos
hablan de personas que creen en Jesús resucitado y viven de acuerdo con esta fe
sin pruebas de ningún tipo. La primera, de Hechos, ofrece un cuadro espléndido,
quizá demasiado idílico, de la primitiva comunidad cristiana. Que en medio de
numerosas críticas y persecuciones un grupo de gente sencilla desee formarse en
la enseñanza de los apóstoles, comparta la oración, los sentimientos y los
bienes, es algo que supera todo expectativa. Estas personas creen, sin
necesidad de prueba alguna, que Jesús ha resucitado y las salva.
Los hermanos eran constantes en
escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del
pan y en las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado por los muchos
prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían
todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes, y lo
repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. A diario acudían al
templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían
juntos, alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo
el pueblo, y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban
salvando.
La segunda lectura ofrece en sus palabras finales, las que indico
en rojo, el mejor comentario a lo que dice Jesús a Tomas:
Bendito sea Dios, Padre de
nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de
Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza
viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está
reservada en el cielo. La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación
que aguarda a manifestarse en el momento final. Alegraos de ello, aunque de
momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de
vuestra fe –de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a
fuego– llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo.
No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os
alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de
vuestra fe: vuestra propia salvación.
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