El domingo pasado, el evangelio se fijó en un tema muy
importante para Lucas: la oración. Este domingo recoge otra cuestión capital de
su evangelio: la actitud ante la riqueza.
Una elección
curiosa: la primera lectura
En el
Antiguo Testamento, la riqueza se ve a veces como signo de la bendición divina
(casos de Abrahán y Salomón); otras, como un peligro, porque hace olvidarse de
Dios y lleva al orgullo; los profetas la consideran a menudo fruto de la
opresión y explotación; los sabios denuncian su carácter engañoso y
traicionero. En esta última línea se inserta la primera lectura de hoy, que
recoge dos reflexiones de Qohélet, el famoso autor del “Vanidad de vanidades,
todo vanidad”.
La
primera reflexión afirma que todo lo conseguido en la vida, incluso de la
manera más justa y adecuada, termina, a la hora de la muerte, en manos de otro
que no ha trabajado (probablemente piensa en los hijos).
¡Vanidad
de vanidades, dice Qohelet;
vanidad de
vanidades, todo es vanidad!
Hay quien
trabaja con sabiduría, ciencia y acierto,
y tiene
que dejarle su porción a uno que no ha trabajado.
También
esto es vanidad y grave desgracia.
La
segunda se refiere a la vanidad del esfuerzo humano. Sintetizando la vida en
los dos tiempos fundamentales, día y noche, todo lo ve mal.
Entonces,
¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo
el sol?
De día su
tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente.
También
esto es vanidad.
Ambos temas (lo conseguido en la vida y la vanidad del esfuerzo humano) aparecen
en la descripción del protagonista de la parábola del evangelio.
Petición,
parábola y enseñanza (Lc 12,31-21)
En el
evangelio de hoy podemos distinguir tres partes: el punto de partida, la
parábola, y la enseñanza final.
El punto de partida
En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús:
‒ Maestro,
di a mi hermano que reparta la herencia conmigo.
El le respondió:
‒ ¡Hombre!
¿Quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?
Y les dijo:
‒ Mirad y
guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está
asegurada por sus bienes.
Si esa
misma propuesta se la hubieran hecho a un obispo o a un sacerdote,
inmediatamente se habría sentido con derecho a intervenir, aconsejando
compartir la herencia y encontrando numerosos motivos para ello. Jesús no se
considera revestido de tal autoridad. Pero aprovecha para advertir del peligro
de codicia, como si la abundancia de bienes garantizara la vida. Esta enseñanza
la justifica, como es frecuente en él, con una parábola.
La parábola.
Los campos
de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: “¿Qué
haré, pues no tengo donde reunir mi cosecha?” Y se dijo: “Voy a hacer esto: Voy
a demoler mis graneros, edificaré otros más grandes y reuniré allí todo mi
trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva
para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea”. Pero Dios le dijo: “¡Necio!
esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién
serán?”
A diferencia de Qohélet,
Jesús no presenta al rico sufriendo, penando y sin lograr dormir, sino como una
persona que ha conseguido enriquecerse sin esfuerzo; y su ilusión para el
futuro no es aumentar su capital de forma angustiosa sino descansar, comer,
beber y banquetear.
Pero el
rico de la parábola coincide con el de Qohélet en que, a la larga, ninguno de
los dos podrá conservar su riqueza. La muerte hará que pase a los descendientes
o a otra persona.
La enseñanza final.
Si todo terminara aquí, podríamos
leer los dos textos de este domingo como un debate entre sabios.
Qohélet,
aparentemente pesimista (todo lo obtenido es fruto de un duro esfuerzo y un día
será de otros) resulta en realidad optimista, porque piensa que su discípulo
dispondrá de años para gozar de sus bienes.
Jesús,
aparentemente optimista (el rico se enriquece sin mayor esfuerzo), enfoca la
cuestión con un escepticismo cruel, porque la muerte pone fin a todos los
proyectos.
Pero la
mayor diferencia entre Jesús y Qohélet la encontramos en la última frase.
Así es el que atesora riquezas para
sí, y no se enriquece en orden a Dios.
Frente al mero disfrute pasivo de los propios bienes (Qohélet), Jesús
aconseja una actitud práctica y positiva: enriquecerse a los ojos de Dios. Más
adelante, sobre todo en el capítulo 16, dejará claro Lucas cómo se puede hacer
esto: poniendo sus bienes al servicio de los demás.
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