La 1ª lectura y el evangelio
de este domingo coinciden en ser la respuesta a momentos de crisis, mucho más
profundas de las que nosotros a veces padecemos. Ambos textos pretenden consolar
a los que atraviesan esta dura prueba.
Tres años terribles
(169-167 a.C.)…
Los años 169-167 a.C. fueron especialmente duros para los
judíos. El 169, Antíoco Epífanes, rey de Siria, invadió Jerusalén, entró en el
templo y robó todos los objetos de valor, después de verter mucha sangre. El 167, un oficial del
fisco enviado por el rey mata a muchos israelitas, saquea la ciudad, derriba
sus casas y la muralla, se lleva cautivos a las mujeres y los niños, y se
apodera del ganado. Al mismo tiempo, Antíoco, obsesionado por imponer la
cultura griega en todos sus territorios, prohíbe a los judíos ofrecer
sacrificios en el templo, guardar los sábados y las fiestas, y circuncidar a
los niños [como si a nosotros nos prohibieran celebrar la eucaristía y bautizar
a los niños]; y manda contaminar el templo construyendo altares y
capillas idolátricas, y sacrificando en él cerdos y animales inmundos.
Estos acontecimientos provocaron dos reacciones muy
distintas: una militar, la rebelión de los Macabeos; otra teológica, la
esperanza apocalíptica, que encontramos reflejada en la 1ª lectura de hoy.
Apocalipsis significa
“revelación”, “desvelamiento de algo oculto”. La literatura apocalíptica
pretende revelar un secreto escondido, que se refiere al fin del mundo: momento
en que sucederá, señales que lo precederán, instauración definitiva del Reino
de Dios. Es una literatura de tiempos de opresión, de lucha a muerte por la
supervivencia, de búsqueda de consuelo y de unas ideas que den sentido a su
vida. La única solución consiste en que Dios intervenga personalmente, ponga
fin a este mundo malo presente y dé paso al mundo bueno futuro, el de su
reinado.
… y la respuesta del
libro de Daniel (1ª lectura)
En aquel tiempo surgirá Miguel, el
gran príncipe que defiende a los hijos de tu pueblo. Será aquél un tiempo de
angustia como no habrá habido hasta entonces otro desde que existen las
naciones. En aquel tiempo se salvará tu pueblo: todo los que se encuentren
inscritos en el Libro. Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se
despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horno
eterno. Los doctos brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron
a la multitud la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad.
Se anuncia al profeta
que habrá un tiempo de angustia como no lo ha habido nunca; pero, al final, se
salvará su pueblo, mientras que los malvados serán castigados. Todo esto no
puede ocurrir en este mundo, el autor está convencido de que este mundo no
tiene remedio. Ocurrirá en el mundo futuro, cuando unos resuciten para ser
recompensados y otros para ser castigados. Entre los buenos el autor destaca a
los doctos, a los que enseñaron a la multitud
la justicia, que brillarán como las estrellas, por toda la eternidad. Con ello
deja clara su opción política y religiosa: la solución no está en las armas, como
piensan los Macabeos.
Una década fatal (60-70
d.C.)…
No sabemos con seguridad cuándo se escribió el primer
evangelio. Pero lo que ocurrió en la década de los 60 del siglo I ayuda a
comprender lo que dice el texto de este domingo.
El año 61 hubo un gran terremoto en Asia Menor que
destruyó doce ciudades en una sola noche (lo cuenta Plinio en su Historia natural 2.86). El 63 hubo un
terremoto en Pompeya y Herculano, distinto de la erupción del Vesubio el año 79.
El 64 tuvo lugar el incendio de Roma, al parecer decidido por Nerón y del que
culpó a los cristianos. El 66 se produce la rebelión de los judíos contra Roma;
la guerra durará hasta el año 70 y terminará con el incendio del templo y de
Jerusalén. El 68 hubo otro terremoto en Roma, poco antes de la muerte de Nerón.
El 69, profunda crisis a la muerte de Nerón, con tres emperadores en un solo
año (Otón, Vitelio y Vespasiano). En
la mentalidad apocalíptica, terremotos, incendios, guerras, disensiones son
signos indiscutibles de que el fin del mundo es inminente.
Por otra parte, la comunidad cristiana sufre toda clase
de problemas. Unos son de orden externo, provocados por las persecuciones de
judíos y paganos: se les acusa de rebeldes contra Roma, de infanticidio y de
orgías durante sus celebraciones litúrgicas; se representa a Jesús como un
crucificado con cabeza de asno. Otros problemas son de orden interno,
provocados por la aparición de individuos y grupos que se apartan de las
verdades aceptadas. La primera carta de Juan reconoce que “han venido muchos
anticristos”, no uno solo (1 Jn 2,18), y que “salieron de entre nosotros”.
… y la respuesta del
evangelio de Marcos
En este ambiente tan difícil, el evangelio de Marcos también
ofrece esperanza y consuelo mediante un largo discurso (capítulo 13). Todo
comienza con un comentario ocasional de Jesús. Estando en el monte de los
Olivos, donde se goza de una vista espléndida del templo, dice a los
discípulos: «¿Veis esos
grandes edificios? Pues se derrumbarán sin que quede piedra sobre piedra.»
A ellos
les falta tiempo para identificar la destrucción del templo con el fin del
mundo. Entonces, Pedro, Santiago, Juan y Andrés le preguntan en privado: «¿Cuándo sucederá todo eso? ¿Y cuál
es la señal de que todo está para acabarse?» Los dos temas que obsesionan a
la apocalíptica: saber qué señales precederán al fin del mundo y en qué momento
exacto tendrá lugar. La lectura
de este domingo ha seleccionado algunas frases del final del discurso, en las
que reaparecen estas dos preguntas, pero en orden inverso: primero se habla de
las señales, luego del tiempo. En medio, la gran novedad, algo por lo que no
han preguntado los discípulos: la venida gloriosa del Señor.
Las
señales del fin y la venida del Señor
Mas por esos días, después de aquella
tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas
irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas.
Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y
gloria; entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus
elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.
Las señales no
acontecen en la tierra, sino en el cielo: el sol se oscurece, la luna no ilumina,
las estrellas caen del cielo. Pero lo que ocurre no provoca el pánico de la humanidad.
Porque la desaparición del universo antiguo da lugar a la venida gloriosa del
Señor y a la salvación de los elegidos. Indico algunos detalles de interés en estos versículos.
1) A
Dios no se lo menciona nunca. Todo se centra, como momento
culminante, en la aparición gloriosa de Jesús.
2) De acuerdo con algunos textos apocalípticos judíos, se
pone de relieve la salvación de los elegidos. Esto demuestra el carácter optimista
del discurso, que no pretende asustar, sino consolar y fomentar la esperanza,
aunque no encubre los difíciles momentos por los que atravesará la Iglesia.
3) A diferencia de otros textos apocalípticos, que
conceden gran importancia a la descripción del mundo futuro, aquí no se hace la
menor referencia a ese tema, como si pudiera descentrar la atención de la
figura de Jesús.
El momento del fin
"De la higuera aprended esta
parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan hojas, sabéis que el
verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed
que Él está cerca, a las puertas. Yo os aseguro que no pasará esta generación
hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no
pasarán. Pero de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo,
ni el Hijo, sino sólo el Padre."
La parte final contiene tres afirmaciones distintas: 1)
vosotros podéis saber cuándo se acerca el fin (parábola de la higuera); 2) el
fin tendrá lugar en vuestra misma generación; 3) el día y la hora no lo sabe
más que Dios Padre.
La segunda es la más problemática. Si se refiere a la
caída de Jerusalén no plantea problema, porque tuvo lugar el año 70. Pero, si
se refiere al fin del mundo, no se realizó. A pesar de todo, es posible que así
la interpretasen muchos cristianos, convencidos de que el fin del mundo era
inminente. Así pensó Pablo en los primeros años de su actividad apostólica.
Pero al lector debe quedarle claro lo que se dice al
final: nadie sabe el día ni la hora, y lo importante no es discutir o calcular,
sino mantener una actitud vigilante [este tema, importantísimo, lo ha suprimido
la liturgia de forma incomprensible].
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