Terminado el tiempo
de Pascua y las fiestas posteriores (Pentecostés, Trinidad, Corpus Christi)
volvemos al tiempo ordinario. Es como llegar tarde al cine, en mitad de una
película. Jesús está hablando a la gente y no sabemos qué ha ocurrido antes.
Pero no es cuestión de contarlo ahora. Prestemos atención a lo que dice. Son
dos parábolas, dos comparaciones, las dos muy breves.
El campesino y la tierra
En aquel tiempo decía
Jesús a las turbas: – El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente
en la tierra. Él duerme de noche, y se levanta de mañana; la semilla germina y
va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella
sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano
está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega.
Lo que dice la primera parábola parece
una tontería: que el campesino siembra y luego se olvida de lo que ha sembrado
hasta llegar el momento de la siega; la que trabaja es la tierra, es ella la
que hace crecer los tallos, las espigas y el grano. Eso lo saben todos los
galileos que escuchan a Jesús. ¿Dónde radica la novedad de esta parábola? En
que Jesús compara la actividad del campesino con lo que ocurre en el reino de
Dios. También aquí la semilla termina dando fruto sin que el campesino trabaje,
mientras duerme.
Y
entonces surgen los interrogantes: ¿quién es el campesino? ¿Es Jesús? No parece
lógico, porque el campesino de la parábola no sabe lo que ocurre. ¿Son los
apóstoles y misioneros que anuncian el evangelio, y éste da fruto aunque ellos
no se den cuenta? ¿Quién es la tierra? ¿Es cada cristiano, en el que la semilla
va dando fruto mientras el que ha sembrado duerme?
La
parábola es un misterio y se comprende que Mateo y Lucas (por motivos
pastorales, como ahora se dice) no la copiasen. La liturgia católica, que
suprime a placer infinidad de textos, no ha mostrado la misma preocupación.
La mostaza y el cedro
Dijo también: – ¿Con qué
podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de
mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después
brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes, que
los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas. Con muchas parábolas parecidas
les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con
parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
La
segunda comparación es más clara y de enorme actualidad, sobre todo en muchos
países occidentales, donde el cristianismo parece andar de capa caída. Jesús
compara a la comunidad cristiana, el reino de Dios en la tierra, con la semilla
de mostaza; algo diminuto, pero que, al cabo del tiempo, se convierte en árbol
y puede acoger a los pájaros del cielo. No hay que desanimarse si la iglesia es
un arbolito pequeño, poco mayor que las hortalizas.
Quien
conoce el Antiguo Testamento, advierte que esta parábola recoge una comparación
de Ezequiel modificándola radicalmente. Este profeta se dirige a los judíos de
su tiempo, desanimados por tantas desgracias políticas, económicas y
religiosas. Para infundirles esperanza, compara al pueblo con un árbol. Pero no
con el modesto arbolito de la mostaza, sino con un majestuoso cedro, del que
Dios arranca un esqueje para plantarlo «en un monte elevado, en la montaña más
alta de Israel».
Esto dice el Señor Dios:
– Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré. De sus ramas más altas
arrancaré una tierna y la plantaré en la cima de un monte elevado; la plantaré en
la montaña más alta de Israel, para que eche brotes y dé fruto y se haga un
cedro noble. Anidarán en él aves de toda pluma, anidarán al abrigo de sus
ramas.
Todo es grandioso en Ezequiel; en el
evangelio, todo es modesto. Pero el resultado es el mismo; en ambos árboles
pueden anidar los pájaros. La comparación de Ezequiel recuerda la imagen de una
iglesia universal dominante, grandiosa, respetada y admirada por todos. La de
Jesús, una comunidad modesta, sin grandes pretensiones, pero alegre de poder
acoger a quien la necesite.
El destierro y la patria
El tiempo ordinario nos devuelve
también a la problemática realidad de la segunda lectura, sin relación con la
primera ni con el evangelio. Un inciso que dificulta más que ayuda. Eso no
significa que no contenga mensajes importantes.
Hermanos: Siempre tenemos
confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos, estamos desterrados, lejos del
Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe. Y es tal nuestra confianza, que
preferimos desterrarnos del cuerpo y vivir junto al Señor. Por lo cual, en
destierro o en patria, nos esforzamos en agradarle. Porque todos tendremos que
comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir premio o castigo por lo que
hayamos hecho en esta vida.
Este breve fragmento de la segunda
carta a los Corintios nos permite conocer los sentimientos más íntimos de
Pablo. La conversión supuso para él un cambio radical con respecto a la persona
de Jesús. De perseguirlo pasó a estar tan entusiasmado con él que, por su
gusto, preferiría morir para estar con el Señor. Su situación le recuerda a la
de tantos contemporáneos suyos, que por motivos políticos eran desterrados,
lejos de Roma o de otra ciudad importante. Él también se siente desterrado,
lejos del Señor. Y le gustaría morir, porque sólo con la muerte se puede volver
a la verdadera patria y estar cerca del Señor. (Siglos más tarde santa Teresa
diría algo parecido: «Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero que muero porque
no muero».) Pero Pablo acepta la realidad. En el destierro o en la patria,
debemos esforzarnos por agradar a Dios.
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