En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto
por el Espíritu para ser tentado por el diablo.
Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo:
Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo:
-«Si eres Hijo de Dios, di
que estas piedras se conviertan en panes.»
Pero él le contestó,
diciendo:
-«Está escrito: "No sólo
de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios."»
Entonces el diablo lo lleva a
la ciudad santa, lo pone en el alero del templo y le dice:
-«Si eres Hijo de Dios,
tírate abajo, porque está escrito: «Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y
te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras."»
Jesús le dijo:
-«También está escrito:
"No tentarás al Señor, tu Dios."»
Después el diablo lo lleva a
una montaña altísima y, mostrándole los reinos del mundo y su gloria, le dijo:
-«Todo esto te daré, si te
postras y me adoras.»
Entonces le dijo Jesús:
-«Vete,
Satanás, porque está escrito: "Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo
darás culto."»
Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y le servían.
Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y le servían.
En el episodio del bautismo de Jesús se oye la voz
del cielo que proclama: «Tú eres mi hijo amado, en
quien me complazco». Inmediatamente después Jesús marcha al desierto, y allí va
a quedar claro cómo entiende su filiación divina.
Partiendo del hecho normal del hambre después de
cuarenta días de ayuno, la primera tentación es la de utilizar el poder en beneficio propio. Es la
tentación de las necesidades imperiosas, la que sufrió el pueblo de Israel
repetidas veces durante los cuarenta años por el desierto. Al final, cuando
Moisés recuerda al pueblo todas las penalidades sufridas, le explica por qué
tomó el Señor esa actitud: «(Dios) te afligió, haciéndote
pasar hambre, y después te alimentó con el maná, para enseñarte que no sólo de
pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3).
En la experiencia del pueblo se han dado situaciones
contrarias de necesidad (hambre) y superación de la necesidad (maná). De ello
debería haber aprendido dos cosas. La primera, a confiar en la providencia. La
segunda, que vivir es algo mucho más amplio y profundo que el simple hecho de
satisfacer las necesidades primarias. En este concepto más rico de la vida es
donde cumple un papel la palabra de Dios como alimento vivificador. En
realidad, el pueblo no aprendió la lección. Su concepto de la vida siguió
siendo estrecho y limitado. Mientras no estuviesen satisfechas las necesidades
primarias, carecía de sentido la palabra de Dios.
En el caso de Jesús, el tentador se deja de sutilezas
y va a lo concreto: «Si eres Hijo de Dios, di que
las piedras éstas se conviertan en panes». Jesús no
necesita quejarse de pasar hambre, ni murmurar como el pueblo, ni acudir a
Moisés. Es el Hijo de Dios. Puede resolver el problema fácilmente, por sí
mismo. Pero Jesús tiene aprendida desde el comienzo esa lección que el pueblo
no asimiló durante años: «Está escrito: No sólo de pan
vive el hombre, sino también de todo lo que diga Dios por su boca».
La enseñanza de Jesús en esta primera tentación es
tan rica que resulta imposible reducirla a una sola idea. Está el aspecto
evidente de no utilizar su poder en beneficio propio. Está la idea de la
confianza en Dios. Pero quizá la idea más importante, expresada de forma casi
subliminar, es la visión amplia y profunda de la vida como algo que va mucho
más allá de la necesidad primaria y se alimenta de la palabra de Dios.
La segunda tentación (tirarse desde el alero del
templo) también se presta a interpretaciones muy distintas. Podríamos
considerarla la tentación del sensacionalismo, de recurrir a procedimientos
extravagantes para tener éxito en la actividad apostólica. La multitud
congregada en el templo contempla el milagro y acepta a Jesús como Hijo de
Dios. Pero esta interpretación olvida un detalle importante. El tentador nunca
hace referencia a esa hipotética muchedumbre. Lo que propone ocurre a solas
entre Jesús y los ángeles de Dios. Por eso parece más exacto decir que la
tentación consiste en pedir a Dios pruebas que
corroboren la misión encomendada. Nosotros no estamos acostumbrado a
esto, pero es algo típico del Antiguo Testamento, como recuerdan los ejemplos
de Moisés (Ex 4,1-7), Gedeón (Jue 6,36-40), Saúl (1 Sam 10,2-5) y Acaz (Is
7,10-14). Como respuesta al miedo y a la
incertidumbre espontáneos ante una tarea difícil, Dios concede al elegido un
signo milagroso que corrobore su misión. Da lo mismo que se trate de un bastón
mágico (Moisés), de dos portentos con el rocío nocturno (Gedeón), de una serie
de señales diversas (Saúl), o de un gran milagro en lo alto del cielo o en lo
profundo de la tierra (Acaz). Lo importante es el derecho a pedir una señal que
tranquilice y anime a cumplir la tarea.
Jesús, a punto de comenzar su misión, tiene derecho a
un signo parecido. Basándose en la promesa del Salmo 91,11-12 («a sus
ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en
volandas para que tu pie no tropiece en la piedra»), el
tentador le propone una prueba espectacular y concreta: tirarse del alero del
templo. Así quedará claro si es o no el Hijo de Dios. Sin embargo, Jesús no
acepta esta postura, y la rechaza citando de nuevo un texto del Deuteronomio: «No tentarás
al Señor tu Dios» (Dt 6,16). La frase del Dt es
más explícita: «No tentaréis al Señor, vuestro
Dios, poniéndolo a prueba, como lo tentasteis en Masá (Tentación)». Contiene
una referencia al episodio de Números 17,1-7. Aparentemente, el problema que allí se debate
es el de la sed; pero al final queda claro que la auténtica tentación consiste
en dudar de la presencia y la protección de Dios: «¿Está o no
está con nosotros el Señor?» (v.7). En el fondo, cualquier
petición de signos y prodigios encubre una duda en la protección divina. Jesús
no es así. Su postura supera con mucho incluso a la de Moisés.
La tercera tentación, a tumba abierta por parte del
tentador, consiste en la búsqueda del poder y la
gloria, aunque suponga un acto de idolatría. No es la tentación
provocada por la necesidad urgente o el miedo, sino por el deseo de triunfar.
Jesús rechaza la condición que le impone Satanás citando Dt 6,13.
Para Mt, Jesús en el desierto es lo contrario de
Israel en el desierto. En la época del desierto, el pueblo sucumbió fácilmente
a las pruebas inevitables de la marcha: hambre, sed, ataques enemigos. Dudaba
de la ayuda de Dios, se quejaba de las dificultades. Jesús, nuevo Israel,
sometido a tentaciones más fuertes, las supera. Y las supera, no remontándose
a teorías nuevas ni experiencias personales, sino a las afirmaciones básica de
la fe de Israel, tal como fueron propuestas por Moisés en el Deuteronomio. Los
judíos contemporáneos de Mateo y de su comunidad no tienen derecho a acusar a
su fundador de no atenerse al espíritu más auténtico. Jesús es el verdadero
hijo de Dios, el único que se mantiene fiel a Él en todo momento.
Pero el relato de Mt nos obliga a plantearnos el
problema de si trata hechos históricos o es ficticio. Porque el diálogo con el
tentador, el viaje a la ciudad santa y el otro a una montaña altísima no
parecen tener nada de histórico. El hecho de que las tentaciones en Lc sean
iguales, sólo que cambiando el orden, no significa nada.
Es interesante recordar que el cuarto evangelio no
contiene un episodio de las tentaciones, pero habla de ellas a lo largo de la
vida de Jesús. La más fuerte es la del poder, en el momento en que los galileos
quieren nombrar a Jesús rey. Y tentaciones muy parecidas en su contenido, no en
la forma, se repiten al final de la vida
de Jesús, en la cruz: «Si eres Hijo de Dios, sálvate
y baja de la cruz» (Mt 27,40). Estas tentaciones
reflejan otro dato de gran interés: los tentadores son los hombres, no
Satanás.
En resumen, podemos decir:
La tentación es un hecho real en la vida de Jesús, a
la que se vio sometida por ser verdadero hombre.
Mt ha recogido este tema para dejarnos claro desde el
principio cómo entiende Jesús su filiación divina: no como un privilegio,
sino como un servicio.
En el fondo, las tres tentaciones se reducen a una
sola: colocarse por delante de Dios, poner las propias necesidades, temores y
gustos por encima del servicio incondicional al Señor, desconfiando de su ayuda
o queriendo suplantarlo.
Las tentaciones tienen también un valor para cada uno
de nosotros y para toda la comunidad cristiana. Sirven para analizar nuestra
actitud ante las necesidades, miedos y apetencias y nuestro grado de interés
por Dios.
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