Esta fiesta comenzó a celebrarse en Bélgica en
1246, y adquirió su mayor difusión pública dos siglos más tarde, en 1447,
cuando el Papa Nicolás V recorrió procesionalmente con la Sagrada Forma las
calles de Roma. Dos cosas pretende: fomentar la devoción a la Eucaristía y
confesar públicamente la presencia real de Jesucristo en el pan y el vino. Las
lecturas, sin restar importancia a estos aspectos, centran la atención en el
compromiso del cristiano con Dios, sellado con el sacrificio del cuerpo y la
sangre de Cristo.
En
una mentalidad moderna, poco amante de símbolos, esas palabras habrían bastado.
El hombre antiguo no era igual. Un pacto tan serio requería un símbolo potente.
Y no hay cosa más expresiva que la sangre, en la que radica la vida. Siglos más
tarde, algunos caballeros medievales sellaban un pacto haciéndose un corte en
el antebrazo y mezclando la sangre. Naturalmente, Dios no puede sellar una
alianza con los hombres mediante ese rito. Por muchos antropomorfismos que usen
los autores bíblicos al hablar de Dios, él no tiene un brazo que cortarse ni
una sangre que mezclar. Tampoco se puede pedir a todos los israelitas que se
hagan un corte y den un poco de sangre. Se recurre entonces al siguiente
simbolismo: Dios queda representado por un altar, y la sangre no será de dioses
ni de hombres, sino de vacas. Al matarlas, la mitad de la sangre se derrama
sobre el altar. Se expresa con ello el compromiso que Dios contrae con su
pueblo. La otra mitad se recoge en vasijas, pero antes de rociar con ella al
pueblo, se vuelve a leer el documento de la alianza (Éxodo 20-23), y el pueblo
asiente de nuevo: «Haremos todo lo que manda el Señor y lo obedeceremos.»
Pero
en la antigüedad hay también otra forma, incluso más frecuente, de sellar una
alianza: comiendo juntos los interesados. Esta modalidad también aparece en el
relato del Éxodo (pero ha sido omitida por la liturgia). Después de la
ceremonia de la sangre con todo el pueblo, Moisés, Aarón, Nadab, Abihú y los
setenta dirigentes de Israel suben al monte, donde comen y beben ante el Señor
(Éxodo 24,9-11). Esta segunda modalidad será esencial para entender el
evangelio.
2ª lectura: la sangre, el perdón y la nueva alianza (Hebreos)
Como diría un cínico, los buenos
propósitos nunca se cumplen. En el caso de los israelita llevaría razón. El
propósito de obedecer a Dios y hacer lo que él manda no lo llevaron a la
práctica a menudo. Surgía entonces la necesidad de expiar por esos pecados, incluso
los involuntarios. Y la sangre vuelve a adquirir gran importancia. Ya que en
ella radica la vida, es lo mejor que se puede ofrecer a Dios para conseguir su
perdón. Pero el Dios de Israel no exige víctimas humanas. La sangre será de
animales puros: machos cabríos, becerros, toros, vacas, corderos, tórtolas,
pichones.
El autor de la carta a los Hebreos contrasta esta práctica antigua con la de Jesús, que se ofrece a sí mismo como sacrificio sin mancha. Con ello, no sólo nos consigue el perdón, sino que, al mismo tiempo, sella con su sangre una nueva alianza entre Dios y nosotros.
Evangelio: pan, vino y nueva alianza
La acción de Jesús en la Cena de Pascua reúne las
dos formas de sellar una alianza que comentamos en la primera lectura, pero
invirtiendo el orden. Se comienza por la comida, se termina aludiendo a la
sangre de la nueva alianza. Aparte de esto hay diferencias notables. Los
discípulos no comen en presencia de Dios, comen con Jesús, comen el pan que él
les da, no la carne de animales sacrificados; y el vino que beben significa
algo muy distinto a lo que bebieron las autoridades de Israel: anticipa la sangre
de Jesús derramada por todos.
¿Dónde
radica la diferencia principal entre la antigua y la nueva alianza? En que la
antigua no cuesta nada a nadie; basta matar unos animales para obtener su
sangre. La nueva, en cambio, supone un sacrificio personal, el sacrificio
supremo de entregar la propia vida, la propia carne y sangre.
Pero
no podemos quedarnos en la simple referencia al pan y al vino, al cuerpo y la
sangre. Para Jesús son la forma simbólica de sellar nuestro compromiso con
Dios, por el que nos obligamos a cumplir su voluntad.
El
cuarto evangelio, que no cuenta la institución de la Eucaristía, pone en este
momento en boca de Jesús un largo discurso en el que insiste, por activa y por
pasiva, en que observemos sus mandamientos, mejor dicho, su único mandamiento:
que nos amemos los unos a los otros.
Si
la celebración del Corpus Christi se limita a una expresión devota de nuestra
devoción a la Eucaristía o, peor aún, si se convierte en simple fiesta de
interés turístico, no cumple su auténtico sentido. Es fácil lanzar flores a la
custodia por la calle; lo difícil es tratar bien a las personas que nos
encontramos por la calle.
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