jueves, 27 de junio de 2019

Rechazo y seguimiento. Domingo 13 Tiempo Ordinario. CICLO C


  
No es Eliseo, pero se le parece

El próximo mes de octubre (del 6 al 27), el Sínodo sobre la Amazonia estudiará la posibilidad de ordenar como sacerdotes a personas casadas, «preferentemente indígenas, respetadas y aceptadas por su comunidad». Esperemos que la respuesta sea positiva, y que se aplique a otras partes del mundo, porque el problema de las vocaciones sacerdotales es acuciante. El tema de la vocación es el principal de las lecturas de hoy, con la contrapartida del posible rechazo.

La vocación de Eliseo (Primer libro de los Reyes 19, 16b. 19-21)

            En aquellos días, el Señor dijo a Elías:
            Unge profeta sucesor tuyo a Eliseo, hijo de Safat, de Prado Bailén.
            Elías se marchó y encontró a Eliseo, hijo de Safat, arando con doce yuntas en fila, él con la última. Elías pasó a su lado y le echó encima el manto. Entonces Eliseo, dejando los bueyes, corrió tras Elías y le pidió:
            Déjame decir adiós a mis padres; luego vuelvo y te sigo.
            Elías le dijo:
            Ve y vuelve; ¿quién te lo impide?
            Eliseo dio la vuelta, cogió la yunta de bueyes y los ofreció en sacrificio; hizo fuego con aperos, asó la carne y ofreció de comer a su gente; luego se levantó, marchó tras Elías y se puso a su servicio.

            Todo empieza con una orden de Dios a Elías: ungir como profeta a Eliseo. La unción, que se hacía derramando aceite sobre la cabeza, era típica de los reyes, y este es el único caso que recuerdo de la unción de un profeta. En la mentalidad mediterránea antigua, el aceite no solo era bueno para la comida; también se le atribuían cualidades curativas (por eso se ungía a los enfermos) y religiosas (la unción simboliza una relación especial con Dios).
            Elías cumple la orden, pero sin cumplirla. Va en busca de Eliseo, que debía ser hijo de un multimillonario porque está arando con doce yuntas de bueyes. En vez de ungirlo, le echa su manto por encima. Es la única vez que menciona la Biblia este gesto, pero debía ser conocido, porque Eliseo, después de un momento de desconcierto (que no se cuenta, pero se supone), sale corriendo detrás de Elías y se muestra dispuesto a seguirle. Sólo pone una condición: despedirse de sus padres.
            A Eliseo le parece una petición lógica, y se la concede. Pero la despedida no consiste en dar un beso a los padres. Es algo más solemne e incluye a toda la familia: mata la yunta de bueyes y organiza un asado para toda su gente. Sin prisas, porque unos bueyes no se matan en cinco minutos, ni la carne se prepara en un cuarto de hora, ni se come todo en un rato. Cuando termina la despedida, que pudo durar uno o varios días, Eliseo marcha con Elías y se pone a su servicio.

Rechazo y seguimiento (Lucas 9, 51-62)

            El fragmento elegido para este domingo consta de cuatro escenas muy breves. Las tres últimas están relacionadas por el tema del seguimiento de Jesús; la primera habla de lo contrario: el rechazo.

            Escena 1: el rechazo de los samaritanos
 
           
Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante. De camino, entraron en una aldea de Samaria para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron:
            ‒ Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?
            Él se volvió y les regañó. Y se marcharon a otra aldea.

            Samaritanos y judíos se odiaban desde el siglo X a.C., cuando el norte se separó del sur después de la muerte de Salomón. Pero el dinero es el dinero. Y los samaritanos actuaban del modo siguiente: a los galileos que atravesaban su territorio camino de Jerusalén no les vendían nada; pero en el viaje de vuelta a Galilea ya no había problema en venderles lo que necesitaran, pagándolo adecuadamente (es lo que ocurre en el evangelio de Juan, cuando los discípulos van a comprar pan al pueblo mientras Jesús habla con la samaritana).
            Como Jesús y los discípulos se dirigen a Jerusalén, es normal que no los reciban. Pero Santiago y Juan, que debían pasarse el día tronando (Jesús les puso de mote “los hijos del trueno”), le proponen vengarse haciendo que caiga un rayo del cielo y los consuma. Esta reacción, que nos resulta tan desproporcionada y extraña, se comprende recordando una tradición del profeta Elías. Una vez, el rey de Israel mandó un capitán con cincuenta soldados para que le dijese: “Profeta, el rey te manda que vayas a verlo”. Elías respondió: “Si soy profeta, que caiga un rayo y te mate a ti con tus hombres”. Y así ocurrió. El rey repite la orden con otro capitán y otros cincuenta soldados, que quedan tan chamuscados como los primeros. En el tercer intento, el capitán no ordena nada; se arrodilla ante el profeta y le suplica que perdone su vida y la de sus acompañantes. Elías accede y va a visitar al rey. La moraleja de este relato es que el profeta merece el máximo respeto; y quien no lo respete merece que lo mate un rayo caído del cielo. Así piensan Santiago y Juan. Jesús, el gran profeta, merece todo respeto; si los samaritanos no lo reciben, que caiga un rayo y los parta.
            Jesús, que supera a Elías en poder, lo supera también en bondad y ve las cosas de manera muy distinta. Lucas termina diciendo: Él se volvió y les regañó. ¿Cómo les regañó? ¿Qué les dijo? Algunos textos posteriores ponen en boca de Jesús estas palabras: “No sabéis a qué espíritu pertenecéis”, es decir, “no tenéis ni idea de cuál es mi forma de pensar y de sentir”. Y se marcharon a otra aldea.
            Es una pena que este texto, exclusivo de Lucas (no se encuentra en Marcos ni Mateo), no lo tuvieran en cuenta los que instituyeron la Inquisición, que es una forma de defender a Jesús mediante el fuego.
            Al rechazo de los samaritanos se contraponen tres casos de seguimiento. En dos ocasiones, el individuo se ofrece; en otra, es Jesús quien lo pide. En las tres queda clara la forma de vida tan dura de Jesús y de sus seguidores.

            Escena 2ª: uno se ofrece a seguir a Jesús

Mientras iban de camino, le dijo uno:
            Te seguiré adonde vayas.
Jesús le respondió:
            ‒ Las zorras tienen madriguera, y los pájaros nido, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.

            La iniciativa parte del individuo, no de Jesús. Éste parece desanimar, subra­yando su pobreza y vida dura. No imagine que el segui­miento será fácil y coronado por el éxito humano.
           
            Escena 3ª: Jesús invita a otro a seguirlo

 A otro le dijo:
            Sígueme.
Él respondió:
            ‒ Déjame primero ir a enterrar a mi padre.
Le contestó:
            ‒ Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios.

            En este caso la iniciativa parte de Jesús. Se trata de una orden escueta y tajante, más de que una invitación: “Sígueme”. El otro pide permiso, como Eliseo, no para despedirse de sus padres, sino para enterrar a su padre.
            La respuesta de Jesús parece inhumana: “deja que los muertos entierren a sus muertos”. La costumbre judía era enterrar al difunto inmediatamente después de muerto (Hechos de los Apóstoles 5,6.7; 8,2). Por consiguiente, no se trata de que el protagonista de la escena esté velando a su padre y Jesús le ordene abandonar al difunto para seguirlo. Lo que pide es que le permita seguir viviendo con su padre hasta que muera; luego lo seguirá.
            Incluso así, las palabras de Jesús siguen siendo terriblemente exigentes. El que quiera seguirlo tiene que cortar radicalmente con la familia, como si todos hubieran muerto, para ir a anunciar el reino de Dios.
            Es posible que los evangelios estén reflejando en esta escena lo que le ocurrió al mismo Jesús. Su familia pensaba que estaba loco (Marcos 3,21), y una vez fueron todos a Cafarnaúm con intención de llevárselo a Nazaret a descansar. El evangelio de Juan (7,5) dice expresamente que “sus hermanos no creían en él” (aunque sabemos por el libro de los Hechos y las cartas de Pablo que, más tarde, sí lo aceptaron). En Jesús se cumplió plenamente la necesidad de considerar muerta a la familia para dedicarse a anunciar el evangelio.

            Escena 4ª: otro se ofrece con condiciones
           
Otro le dijo: Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia.
Jesús le contestó: El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios.

            Este es el episodio que empalma mejor con la vocación de Eliseo. Las cosas importantes de la vida diaria, como despedirse de los padres, son compatibles con el seguimiento de Elías. No hay prisa de ningún tipo. Pero aquí está en juego algo mucho más importante y urgente.

Dos rasgos de la vida de Jesús

            A veces se comenta que estas personas no siguieron a Jesús. Lucas no dice nada. Por otra parte, esa cuestión es secundaria. Lo importante de los relatos de vocación y de segui­miento es que son relatos de “revelación” de Jesús, nos ayudan a conocerlo mejor.  Algo queda claro: la dureza de su vida, desprovisto incluso de casa y familia.
            Volviendo a la primera escena, el rechazo de los samaritano, podemos encontrar cierta relación con las tres siguiente. Jesús, que renuncia a todo por predicar el Reino de Dios, no recibe a cambio el agradecimiento y la aceptación de todos. Hay gente que lo rechaza. Pero eso no es motivo para desear su castigo.

Reflexión final

            Aparte del Padrenuestro, Jesús no insistió mucho a sus discípulos en qué debían pedir. Pero el evangelio de Juan pone en su boca una petición muy importante: “La mies es mucha, los obreros pocos. Pedid al Señor de la mies que mande operarios a su mies”. Este domingo es muy adecuado para recordar la necesidad de pedir por las vocaciones y ponerla en práctica.

jueves, 20 de junio de 2019

Jesús alimenta, la comunidad recuerda. Fiesta del Corpus Christi Ciclo C



Melquisedec ofrece pan y vino a Abrán

La institución de la Eucaristía se celebra el Jueves Santo. ¿Qué sentido tiene dedicar otra fiesta al mismo misterio? Podríamos decir que, en el Jueves Santo, el protagonismo es de Jesús, que se entrega. En la fiesta del Corpus, el protagonismo es de la comunidad cristiana, que reconoce y agradece públicamente ese regalo. Esta fiesta comenzó a celebrarse en Bélgica en 1246, y adquirió su mayor difusión pública dos siglos más tarde, en 1447, cuando el Papa Nicolás V recorrió procesionalmente con la Sagrada Forma las calles de Roma. Dos cosas pretende: fomentar la devoción a la Eucaristía y confesar públicamente la presencia real de Jesucristo en el pan y el vino.
            En el ciclo C, las lecturas centran la atención en el compromiso del cristiano con Jesús, al que debe recordar continuamente con gratitud (2ª lectura), porque él lo sigue alimentando igual que alimentó a la multitud (evangelio).

1ª lectura. ¿El primer anuncio de la Eucaristía? (Gn 14,18-20)

El c.14 del Génesis cuenta una batalla casi mítica de cinco reyes contra cuatro, en la que termina tomando parte Abrán (no es una errata, el nombre se lo cambió más tarde Dios en el de Abrahán). Al volver victorioso, el rey de Salén (Jerusalén), que es sacerdote del Dios Altísimo, «le ofreció pan y vino» y lo bendijo. En respuesta, Abrán le da el diezmo del botín recuperado.
Este breve pasaje está plagado de misterios que no podemos tratar aquí. Pero contiene dos datos que explican su elección para esta fiesta; 1) Melquisedec no es solo rey, es también sacerdote, 2) Lo que ofrece a Abrán no es una comida normal (un cabrito o un ternero) sino pan y vino; además, lo bendice.
Siglos más tarde, el autor de la Carta a los Hebreos estableció un paralelismo entre Melquisedec y Jesús. Con estos elementos, no es raro que los Padres de la Iglesia vieran en esta escena un anuncio de la Eucaristía y que los artistas plasmaran esta idea. Lo mejor que Melquisedec pudo ofrecer a Abrán es pan y vino. Lo mejor que Jesús nos ofrece es su pan y su vino.

En aquellos días, Melquisedec, rey de Salén, sacerdote del Dios altísimo, sacó pan y vino, y bendijo a Abrán, diciendo: «Bendito sea Abrán por el Dios altísimo, creador de cielo y tierra; bendito sea el Dios altísimo, que te ha entregado tus enemigos.» Y Abrán le dio un décimo de cada cosa.
  
2ª lectura. “En recuerdo mío” (1 Corintios 11,23-26)

            De la institución de la Eucaristía tenemos cuatro versiones: las de Mateo, Marcos, Lucas y Pablo (Juan no la cuenta). Las dos más parecidas son las de Lucas y Pablo. Quien lee los relatos de Mt y Mc tiene la impresión de que Jesús bendice el pan y el vino uno después del otro, como hacemos nosotros en la misa. En cambio, Lucas y Pablo distinguen dos momentos: el pan, al comienzo de la cena; el vino, cuando ha terminado (ateniéndose a la forma de celebrar la Pascua los judíos).

Hermanos: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía.» Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía.» Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.

            Ofrezco en color rojo lo que añaden Lucas y Pablo a propósito del pan: «esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. Lucas repite a propósito de la sangre que se derrama por vosotros. Pablo omite este detalle, pero añade después de la copa: cada vez que hagáis esto, hacedlo en memoria mía. Y termina con una reflexión personal: «Por consiguiente, cada vez que coméis este pan o bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva.»
            Dos veces insiste Pablo en que esto hay que realizarlo «en memoria mía». Me evoca la imagen de un padre o una madre que, antes de morir, entrega un foto suya a los hijos diciéndoles: «acuérdate de mí». En mi opinión, lo que pide Jesús es que lo recordemos en todo lo que hizo por nosotros a lo largo de su vida. La eucaristía nos obliga a echar una mirada al pasado y agradecer todo lo que hemos recibido de Jesús. Pablo no omite la mirada al pasado, pero la limita a la muerte de Jesús, su acto supremo de entrega; y la proyecta luego al futuro, «hasta que vuelva».
            Pablo escribe estas palabras por los desórdenes que se habían introducido en la celebración de la Eucaristía en Corinto, donde algunos se emborrachaban o hartaban de comer mientras otros pasaban hambre. Por eso les advierte seriamente: cuando celebráis la cena del Señor, no celebráis una comida normal y corriente; estáis recordando el momento último de la vida de Jesús, su entrega a la muerte por nosotros. Celebrar la eucaristía es recordar el mayor acto de generosidad y de amor, incompatible con una actitud egoísta.

Segundo anuncio de la Eucaristía (Lucas 9,11b-17)

            Si la lectura del Génesis ha sido considerada el primera anuncio de la Eucaristía, la multiplicación de los panes es el segundo.

En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban. Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle:
            «Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado.»
            Él les contestó: «Dadles vosotros de comer.»
            Ellos replicaron: «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.»
            Porque eran unos cinco mil hombres.
            Jesús dijo a sus discípulos: «Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.»
            Lo hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.

            Lucas, siguiendo a Marcos con pequeños cambios, describe una escena muy viva, en la que la iniciativa la toman los discípulos. Le indican a Jesús lo que conviene hacer y, cuando él ofrece otra alternativa, objetan que tienen poquísima comida. La orden de recostarse en grupos de cincuenta simplifica lo que dice Marcos, que divide a la gente en grupos de cien y de cincuenta. Esta orden tan extraña se comprende recordando la organización del pueblo de Israel durante la marcha por el desierto en grupos de mil, cien, cincuenta y veinte (Éx 18,21.25; Dt 1,15). También en Qumrán se organiza al pueblo por millares, centenas, cincuentenas y decenas (1QS 2,21; CD 13,1). Es una forma de indicar que la multitud que sigue a Jesús equivale al nuevo pueblo de Israel y a la comunidad definitiva de los esenios.
            Jesús realiza los gestos típicos de la eucaristía: alza la mirada al cielo, bendice los panes, los parte y los reparte. Al final, las sobras se recogen en doce cestos.

            ¿Cómo hay que interpretar la multiplicación de los panes?

            Podría entenderse como el recuerdo de un hecho histórico que nos enseña sobre el poder de Jesús, su preocupación no sólo por la formación espiritual de la gente, sino también por sus necesidades materiales.
            Esta interpretación histórica encuentra grandes dificultades cuando intentamos imaginar la escena. Se trata de una multitud enorme, cinco mil personas, sin tener en cuenta que Lucas no habla de mujeres y niños, como hace Mateo. En aquella época, la “ciudad” más grande de Galilea era Cafarnaúm, con unos mil habitantes. Para reunir esa multitud tendrían que haberse quedados vacíos varios pueblos de aquella zona. Incluso la propuesta de los discípulos de ir a los pueblos cercanos a comprar comida resulta difícil de cumplir: harían falta varios Hipercor y Alcampo para alimentar de pronto a tanta gente.
            Aun admitiendo que Jesús multiplicase los panes y peces, su reparto entre esa multitud, llevado a cabo por solo doce personas (a unas mil por camarero, si incluimos mujeres y niños) plantea grandes problemas. Además, ¿cómo se multiplican los panes? ¿En manos de Jesús, o en manos de Jesús y de cada apóstol? ¿Tienen que ir dando viajes de ida y vuelta para recibir nuevos trozos cada vez que se acaban? Después de repartir la comida a una multitud tan grande, ya casi de noche, ¿a quién se le ocurre ir a recoger las sobras en mitad del campo? ¿No resulta mucha casualidad que recojan precisamente doce cestos, uno por apóstol? ¿Y cómo es que los apóstoles no se extrañan lo más mínimo de lo sucedido?
            Estas preguntas, que parecen ridículas, y que a algunos pueden molestar, son importantes para valorar rectamente lo que cuenta el evangelio. ¿Se basa el relato en un hecho histórico, y quiere recordarlo para dejar claro el poder y la misericordia de Jesús? ¿Se trata de algo puramente inventado por los evangelistas para transmitir una enseñanza?

            El trasfondo del Antiguo Testamento

            Lucas, muy buen conocedor del Antiguo Testamento vería en el relato la referencia clarísima a dos episodios bíblicos.
            En primer lugar, la imagen de una gran multitud en el desierto, sin posibilidad de alimentarse, evoca la del antiguo Israel, en su marcha desde Egipto a Canaán, cuando es alimentado por Dios con el maná y las codornices gracias a la intercesión de Moisés. Pero hay también otro relato sobre Eliseo que le vendría espontáneo a la memoria. Este profeta, uno de los más famosos de los primeros tiempos, estaba rodeado de un grupo abundante de discípulos de origen bastante humilde y pobre. Un día ocurrió lo siguiente:

«Uno de Baal Salisá vino a traer al profeta el pan de las primicias, veinte panes de cebada y grano reciente en la alforja. Eliseo dijo:
― Dáselos a la gente, que coman.
El criado replicó:
― ¿Qué hago yo con esto para cien personas?
Eliseo insistió:
― Dáselos a la gente, que coman. Porque así dice el Señor: Comerán y sobrará.
Entonces el criado se los sirvió, comieron y sobró, como había dicho el Señor»
(2 Re 4,42-44).

            Lucas podía extraer fácilmente una conclusión: Jesús se preocupa por las personas que le siguen, las alimenta en medio de las dificultades, igual que hicieron Moisés y Eliseo antiguamente. Al mismo tiempo, quedan claras ciertas diferencias. En comparación con Moisés, Jesús no tiene que pedirle a Dios que resuelva el problema, él mismo tiene capacidad de hacerlo. En comparación con Eliseo, su poder es mucho mayor: no alimenta a cien personas con veinte panes, sino a varios miles con solo cinco, y sobran doce cestos. La misericordia y el poder de Jesús quedan subrayados de forma absoluta.

            ¿Sigue saciando Jesús nuestra hambre?

            Aquí entra en juego un aspecto del relato que parece evidente: su relación con la celebración eucarística en las primeras comunidades cristianas. Jesús la instituye antes de morir con el sentido expreso de alimento: “Tomad y comed... tomad y bebed”. Los cristianos saben que con ese alimento no se sacia el hambre física; pero también saben que ese alimento es esencial para sobrevivir espiritualmente. De la eucaristía, donde recuerdan la muerte y resurrección de Jesús, sacan fuerzas para amar a Dios y al prójimo, para superar las dificultades, para resistir en medio de las persecuciones e incluso entregarse a la muerte. Lucas volverá sobre este tema al final de su evangelio, en el episodio de los discípulos de Emaús, cuando reconocen a Jesús “al partir el pan” y recobran todo el entusiasmo que habían perdido.

jueves, 13 de junio de 2019

FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD. CICLO C




Andrei Rublev, La Santísima Trinidad (1422-1428)


El ciclo litúrgico se abre con la venida de Jesús y culmina con la venida del Espíritu; el Padre está presente en todo momento. Es lógico que se dedique una fiesta en honor de la Trinidad. Para ella había que elegir textos que hablaran de las tres personas, al menos de dos de ellas. Pero no pretenden darnos una lección de teología sino ayudarnos a descubrir a Dios en las circunstancias más diversas. La primera, llena de belleza y optimismo, en los momentos felices de la vida. La segunda, incluso en medio de las tribulaciones, dándonos fuerza y esperanza.       La tercera, en medio de las dudas, sabiendo que nos iluminará.

Dios presente en la alegría (Proverbios 8, 22-31)

            Del Antiguo Testamento se ha elegido un fragmento del libro de los Proverbios que polemiza con la cultura de la época helenística: ¿cuál es el origen de la sabiduría? Para muchos, es fruto del pensamiento humano, tal como lo han practicado sobre todo los filósofos griegos. Frente a esta mentalidad, el autor del texto de los Proverbios afirma que la verdadera sabiduría es anterior a nuestras reflexiones y estudios; y lo expresa presentándola junto a Dios muchos antes de la creación del mundo, acompañándolo en el momento de crear todo.

Así dice la sabiduría de Dios:
            «El Señor me estableció al principio de sus tareas,
            al comienzo de sus obras antiquísimas. 
            En un tiempo remotísimo fui formada,
            antes de comenzar la tierra. 
            Antes de los abismos fui engendrada,
            antes de los manantiales de las aguas.
            Todavía no estaban aplomados los montes,
            antes de las montañas fui engendrada. 
            No había hecho aún la tierra y la hierba,
            ni los primeros terrones del orbe. 
            Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo;
            cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo;
            cuando sujetaba el cielo en la altura,
            y fijaba las fuentes abismales. 
            Cuando ponía un límite al mar,
            cuyas aguas no traspasan su mandato; 
            cuando asentaba los cimientos de la tierra,
            yo estaba junto a él, como aprendiz, 
            yo era su encanto cotidiano,
            todo el tiempo jugaba en su presencia: 
            jugaba con la bola de la tierra,
            gozaba con los hijos de los hombres.

            ¿Por qué se eligió esta lectura? San Pablo, en la primera carta a los Corintios, dice que Cristo es “sabiduría de Dios” (1,24). Y la carta a los Colosenses afirma que en Cristo “se encierran todos los tesoros del saber y del conocimiento” (Col 2,3). Este fragmento del libro de los Proverbios, que presenta a la Sabiduría de forma personal, estrechamente unida a Dios desde antes de la creación y también estrechamente unida a la humanidad (“gozaba con los hijos de los hombres”) parecía muy adecuado para recordar al Padre y al Hijo en esta fiesta.

Dios presente en los sufrimientos (Romanos 5, 1-5)

            Curiosamente, en este texto, que menciona claramente a las tres personas, los grandes beneficiarios somos nosotros, como lo dejan claro las expresiones que usa Pablo: “hemos recibido”, “hemos obtenido”, “nos gloriamos”, “nuestros corazones”, “se nos ha dado”. Él no pretende dar una clase sobre la Trinidad, adentrándose en el misterio de las tres divinas personas, sino que habla de lo que han hecho por nosotros: salvarnos, ponernos en paz con Dios, darnos la esperanza de alcanzar su gloria, derramar su amor en nuestros corazones. Para Pablo, estas ideas no son especulaciones abstractas, repercuten en su vida diaria, plagada de tribulaciones y sufrimientos. También en ellos sabe ver lo positivo.

Hermanos: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios. Más aún, hasta nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia, la constancia, virtud probada, la virtud, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Dios presente en las dudas (Juan 16, 12-15)

            El evangelio también menciona a Jesús, al Espíritu y al Padre, aunque la parte del león se la lleva el Espíritu, acentuando lo que hará por nosotros: “os guiará hasta la verdad plena”, “os comunicará lo que está por venir”, “os lo anunciará”.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
            Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará. 

            Pienso que el texto se ha elegido porque habla de las relaciones entre las tres personas. El Espíritu glorifica a Jesús, y todo lo recibe de él. Por otra parte, todo lo que tiene el Padre es de Jesús. Tampoco Juan pretende dar una clase sobre la Trinidad, aunque empieza a tratar unos temas que ocuparán a los teólogos durante siglos.
            Para entender el texto conviene recordar el momento en el que pronuncia Jesús estas palabras. Estamos en la cena de despedida, poco antes de la pasión. Sabe que a los discípulos les quedan muchas cosas que aprender, que él no ha podido enseñarles todo. Surgirán dudas, discusiones. Pero la solución no la encontrarán en el puro debate intelectual y humano, será fruto del Espíritu, que irá guiando hasta la verdad plena.

jueves, 6 de junio de 2019

DOMINGO DE PENTECOSTÉS



Cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles que Pablo encontró cierta vez en Éfeso un grupo de cristianos desconocidos. Algo debió de resultarle raro porque les preguntó: “¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando comenzasteis a creer?” La respuesta fue rotunda: “Ni siquiera hemos oído que hay un Espíritu Santo”. Si Pablo nos hiciera hoy la misma pregunta, muchos cristianos deberían responder: “Sé desde niño que existe el Espíritu Santo. Pero no sé para qué sirve, no influye nada en mi vida. A mí me basta con Dios y con Jesús”. Esta respuesta sería sincera, pero equivocada. Las palabras que acaba de pronunciar las ha dicho impulsado por el Espíritu Santo. Tiene más influjo en su vida de lo que él imagina. Y esto lo sabemos gracias a las discusiones y peleas entre los cristianos de Corinto.

La importancia del Espíritu (1 Corintios 12,3b-7.12-13)

Los corintios eran especialistas en crear conflictos. Una suerte para nosotros, porque gracias a sus discusiones tenemos las dos cartas que Pablo les escribió. La disputa que originó la lectura de hoy no queda clara, porque el texto, para no perder la costumbre, ha sido mutilado. Quien se toma la pequeña molestia de leer el capítulo 12 de la 1ª carta a los Corintios, advierte cuál es el problema: algunos se consideran superiores a los demás y no valoran lo que hacen los otros. Como si un arquitecto despreciase, y considerase inútiles, al delineante que elabora los planos, al informático que trabaja en el ordenador, al capataz que dirige la obra y, sobre todo, a los obreros que se juegan a veces la vida en lo alto del andamio.
La sección suprimida en la lectura (versículos 8-11) describe la situación en Corinto. Unos se precian de hablar muy bien en las asambleas; otros, de saber todo lo importante; algunos destacan por su fe; otros consiguen realizar curaciones, y hay quien incluso hace milagros; los más conflictivos son los que presumen de hablar con Dios en lenguas extrañas, que nadie entiende, y los que se consideran capaces de interpretar lo que dicen.
Pablo comienza por la base. Hay algo que los une a todos ellos: la fe en Jesús, confesarlo como Señor, aunque el César romano reivindique para sí este título. Y eso lo hacen gracias al Espíritu Santo.
Esta unidad no excluye diversidad de dones espirituales, actividades y funciones. Pero en la diversidad deben ver la acción del Espíritu, de Jesús y de Dios Padre. A continuación de esta fórmula casi trinitaria, insiste en que es el Espíritu quien se manifiesta en esos dones, actividades y funciones, que concede a cada uno con vistas al bien común.
Además, el Espíritu no solo entrega sus dones, también une a los cristianos. Gracias al él, en la comunidad no hay diferencias motivadas por el origen (judíos - griegos) ni por las clases sociales (esclavos - libres). En la carta a los Gálatas dirá Pablo que también elimina las diferencias basadas en el género (varones - mujeres). Hoy día somos especialmente sensibles a la diferencia de género. No podemos imaginar lo que suponía en el siglo I las diferencias entre un esclavo (por más cultura que tuviese) y un ciudadano libre, ni entre un cristiano de origen judío (algunos se consideraban lo mejor de lo mejor) y un cristiano de origen pagano, recién bautizado (para algunos, un advenedizo). [Solo hay un tema en el que ha fracasado el Espíritu: en unir a independentistas y nacionalistas].
En definitiva, todo lo que somos y tenemos es fruto del Espíritu, porque es la forma en que Jesús resucitado sigue presente entre nosotros.

Hermanos: Os manifiesto que nadie puede decir: «Jesús es el Señor», si no es movido por el Espíritu. Hay diversidad de dones espirituales, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de funciones, pero el mismo Señor; diversidad de actividades, pero el mismo Dios, que lo hace todo en todos. A cada cual se le da la manifestación del Espíritu para el bien común. Del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, forman un cuerpo, así también Cristo. Porque todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, fuimos bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido del mismo Espíritu.

¿Cómo comenzó la historia? Dos versiones muy distintas.

            Si a un cristiano con mediana formación religiosa le preguntan cómo y cuándo vino por vez primera el Espíritu Santo, lo más probable es que haga referencia al día de Pentecostés. Y si tiene cierta cultura artística, recordará el cuadro de El Greco, aunque quizá no haya advertido que, junto a la Virgen, está María Magdalena, representando al resto de la comunidad cristiana (ciento veinte personas, según Lucas). Pero hay otra versión muy distinta: la del evangelio de Juan.

            La versión de Lucas (Hechos de los apóstoles 2,1-11)

            Lucas es un entusiasta del Espíritu Santo. Ha estudiado la difusión del cristianismo desde Jerusalén hasta Roma, pasando por Siria, la actual Turquía y Grecia. Conoce los sacrificios y esfuerzos de los misioneros, que se han expuesto a bandidos, animales feroces, viajes interminables, naufragios, enemistades de los judíos y de los paganos, para propagar el evangelio. ¿De dónde han sacado fuerza y luz?  ¿Quién les ha enseñado a expresarse en lenguas tan diversas? Para Lucas, la respuesta es clara: todo es don del Espíritu.
            Por eso, cuando escribe el libro de los Hechos, desea inculcar que su venida no es solo una experiencia personal y privada, sino de toda la comunidad. Algo que se prepara con un largo período de oración (¡cincuenta días!), y que acontecerá en un momento solemne, en la segunda de las tres grandes fiestas judías: Pentecostés. Lo curioso es que esta fiesta se celebra para dar gracias a Dios por la cosecha del trigo, inculcando al mismo tiempo la obligación de compartir los frutos de la tierra con los más débiles (esclavos, esclavas, levitas, emigrantes, huérfanos y viudas).
            En este caso, quien empieza a compartir es Dios, que envía el mayor regalo posible: su Espíritu. Y lo envía no solo a los apóstoles (los obispos) sino a toda la comunidad, «unas ciento veinte personas».
            El relato de Lucas contiene dos escenas (dentro y fuera de la casa), relacionadas por el ruido de una especie de viento impetuoso[1].
            Dentro de la casa, el ruido va acompañado de la aparición de unas lenguas de fuego que se sitúan sobre cada uno de los presentes. Sigue la venida del Espíritu y el don de hablar en distintas lenguas. ¿Qué dicen? Lo sabremos al final.
            Fuera de la casa, el ruido (o la voz de la comunidad) hace que se congregue una multitud de judíos de todas partes del mundo. Aunque Lucas no lo dice expresamente, se supone que la comunidad ha salido de la casa y todos los oyen hablar en su propia lengua. Desde un punto de vista histórico, la escena es irreal. ¿Cómo puede saber un elamita que un parto o un medo está escuchando cada uno su idioma? Pero la escena simboliza una realidad histórica: el evangelio se ha extendido por regiones tan distintas como Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, Libia y Cirene, y sus habitantes han escuchado su proclamación en su propia lengua. Este “milagro” lo han repetido miles de misioneros a lo largo de siglos, también con la ayuda del Espíritu. Porque él no viene solo a cohesionar a la comunidad internamente, también la lanza hacia fuera para que proclame «las maravillas de Dios».

            Al llegar el día de pentecostés, estaban todos los discípulos juntos en el mismo lugar. De repente un ruido del cielo, como de viento impetuoso, llenó toda la casa donde estaban. Se les aparecieron como lenguas de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les movía a expresarse.
            Había en Jerusalén judíos piadosos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al oír el ruido, la multitud se reunió y se quedó estupefacta, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Fuera de sí todos por aquella maravilla, decían: «¿No son galileos todos los que hablan? Pues, ¿cómo nosotros los oímos cada uno en nuestra lengua materna? Partos, medos y elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea y Capadocia, el Ponto y el Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las regiones de Libia y de Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras lenguas las grandezas de Dios».

La versión de Juan 20, 19-23

            Muy distinta es la versión que ofrece el cuarto evangelio. En este breve pasaje podemos distinguir cuatro momentos: el saludo, la confirmación de que es Jesús quien se aparece, el envío y el don del Espíritu.
El saludo es el habitual entre los judíos: “La paz esté con vosotros”. Pero en este caso no se trata de pura fórmula, porque los discípulos, muertos de miedo a los judíos, están muy necesitados de paz.
Ese paz se la concede la presencia de Jesús, algo que parece imposible, porque las puertas están cerradas. Al mostrarles las manos y los pies, confirma que es realmente él. Los signos del sufrimiento y la muerte, los pies y manos atravesados por los clavos, se convierten en signo de salvación, y los discípulos se llenan de alegría.
Todo podría haber terminado aquí, con la paz y la alegría que sustituyen al miedo. Sin embargo, en los relatos de apariciones nunca falta un elemento esencial: la misión. Una misión que culmina el plan de Dios: el Padre envió a Jesús, Jesús envía a los apóstoles. [Dada la escasez actual de vocaciones sacerdotales y religiosas, no es mal momento para recordar otro pasaje de Juan, donde Jesús dice: “Rogad al Señor de la mies que  envíe operarios a su mies”].
El final lo constituye una acción sorprendente: Jesús sopla sobre los discípulos. No dice el evangelistas si lo hace sobre todos en conjunto o lo hace uno a uno. Ese detalle carece de importancia. Lo importante es el simbolismo. En hebreo, la palabra ruaj puede significar “viento” y “espíritu”. Jesús, al soplar (que recuerda al viento) infunde el Espíritu Santo. Este don está estrechamente vinculado con la misión que acaban de encomendarles. A lo largo de su actividad, los apóstoles entrarán en contacto con numerosas personas; entre las que deseen hacerse cristianas habrá que distinguir entre quiénes pueden aceptadas en la comunidad (perdonándoles los pecados) y quiénes no, al menos temporalmente (reteniéndoles los pecados).

En la tarde de aquel día, el primero de la semana, y estando los discípulos con las puertas cerradas por miedo a los judíos, llegó Jesús, se puso en medio y les dijo: «¡La paz esté con vosotros!».
            Y les enseñó las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
            Él repitió: «¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros».
            Después sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos».

Reflexión final

            Los textos dejan clara la importancia esencial del Espíritu en la vida de cada cristiano y de la Iglesia. El lenguaje posterior de la teología, con el deseo de profundizar en el misterio, ha contribuido a alejar al pueblo cristiano de esta experiencia fundamental. En cambio, la preciosa Secuencia de la misa ayuda a rescatarla. Hoy es buen momento para pensar en lo que hemos recibido del Espíritu y lo que podemos pedirle que más necesitemos.

El don de lenguas

«Y empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse». El primer problema consiste en saber si se trata de lenguas habladas en otras partes del mundo, o de lenguas extrañas, misteriosas, que nadie conoce. En este relato es claro que se trata de lenguas habladas en otros sitios. Los judíos presentes dicen que «cada uno los oye hablar en su lengua nativa». Pero esta interpretación no es válida para los casos posteriores del centurión Cornelio y de los discípulos de Éfeso. Aunque algunos autores se niegan a distinguir dos fenómenos, parece que nos encontramos ante dos hechos distintos: hablar idiomas extranjeros y hablar «lenguas extrañas» (lo que Pablo llamará «las lenguas de los ángeles»).
El primero es fácil de racionalizar. Los primeros misioneros cristianos debieron enfrentarse al mismo problema que tantos otros misioneros a lo largo de la historia: aprender lenguas desconocidas para transmitir el mensaje de Jesús. Este hecho, siempre difícil, sobre todo cuando no existen gramáticas ni escuelas de idiomas, es algo que parece impresionar a Lucas y que desea recoger como un don especial del Espíritu, presentando como un milagro inicial lo que sería fruto de mucho esfuerzo.
El segundo fenómeno es más complejo. Lo conocemos a través de la primera carta de Pablo a los Corintios. En aquella comunidad, que era la más exótica de las fundadas por él, algunos tenían este don, que consideraban superior a cualquier otro. En la base de este fenómeno podría estar la conciencia de que cualquier idioma es pobrísimo a la hora de hablar de Dios y de alabarlo. Faltan las palabras. Y se recurre a sonidos extraños, incomprensibles para los demás, que intentan expresar los sentimientos más hondos, en una línea de experiencia mística. Por eso hace falta alguien que traduzca el contenido, como ocurría en Corinto. (Creo que este fenómeno, curiosamente atestiguado en Grecia, podría ponerse en relación con la tradición del oráculo de Delfos, donde la Pitia habla un lenguaje ininteligible que es interpretado por el “profeta”).
Sin embargo, no es claro que esta interpretación tan teológica y profunda sea la única posible. En ciertos grupos carismáticos actuales hay personas que siguen «hablando en lenguas»; un observador imparcial me comunica que lo interpretan como pura emisión de sonidos extraños, sin ningún contenido. Esto se presta a convertirse en un auténtico galimatías, como indica Pablo a los Corintios. No sirve de nada a los presentes, y si viene algún no creyente, pensará que todos están locos.




[1] Es lo que sugiere el texto litúrgico, que traduce ruido en los dos casos. El texto griego usa dos palabras distintas: “ruido” (h=coj) y “voz” (fwnh,). Cabe pensar que el ruido del viento se escucha solo en la casa, y lo que hace que la gente se reúna es la voz de la comunidad cristiana que alaba a Dios.