jueves, 16 de mayo de 2024

DOMINGO DE PENTECOSTÉS. CICLO B

 


El “Gloria”, el himno que rezamos los domingos al comienzo de la misa, comienza alabando al “Dios Padre Todopoderoso”; sigue exaltando al “Señor nuestro Jesucristo”. Al final, casi de pasada, y como con vergüenza, termina: “Con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre”. Es un símbolo perfecto de la poca importancia que la mayoría de los católicos concede al Espíritu Santo. Aunque la situación ha cambiado notablemente en las últimas décadas, la fiesta de hoy ayuda a advertir la enorme importancia del Espíritu en nuestra vida cristiana y en la vida de la Iglesia.

La importancia del Espíritu (1 Corintios 12, 3b-7.12-13)

En este pasaje Pablo habla de la acción del Espíritu en todos los cristianos. Gracias al Espíritu confesamos a Jesús como Señor (y por confesarlo se jugaban la vida, ya que los romanos consideraban que el Señor era el César). Gracias al Espíritu existen en la comunidad cristiana diversidad de ministerios y funciones (apostolado, enseñanza, gobierno, etc.). Y, gracias al Espíritu, en la comunidad cristiana no hay diferencias motivadas por la religión (judíos ni griegos) ni las clases sociales (esclavos ni libres). En la carta a los Gálatas dirá Pablo que también desaparecen las diferencias basadas en el género (varones y mujeres). Se cumple lo anunciado por el profeta Joel: «Después derramaré mi espíritu sobre todos: vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, vuestros jóvenes verán visiones. También sobre siervos y siervas derramaré mi espíritu aquel día». En definitiva, todo lo que somos y tenemos los cristianos es fruto del Espíritu, porque es la forma en que Jesús resucitado sigue presente entre nosotros.

Hermanos: Os manifiesto que nadie puede decir: «Jesús es el Señor», si no es movido por el Espíritu. Hay diversidad de dones espirituales, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de funciones, pero el mismo Señor; diversidad de actividades, pero el mismo Dios, que lo hace todo en todos. A cada cual se le da la manifestación del Espíritu para el bien común. Del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, forman un cuerpo, así también Cristo. Porque todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, fuimos bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido del mismo Espíritu.

Ciento veinte contra diez. Dos versiones del don del Espíritu Santo.

            Lucas y Juan cuentan el don del Espíritu de manera muy distinta. Lucas, en la línea del profeta Joel, lo presenta como un don a toda la comunidad cristiana, simbolizada por las ciento veinte personas reunidas en Jerusalén, que la impulsa a proclamar las grandezas de Dios. Juan, en cambio, lo relaciona con la promesa de Jesús durante la última cena: «Yo pediré al Padre que os dé otro abogado que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad» (Jn 14,15), ese Espíritu que «os enseñará todo y os irá recordando todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). Una promesa hecha a los Once (Judas ya se ha ido de la cena) y que se cumple a los Diez (porque Tomás está ausente).

            En resumen, Lucas enfoca el don desde el punto de vista de la alabanza universal, Juan desde el punto de vista de la misión de los apóstoles.

La versión de Lucas (Hechos de los apóstoles 2,1-11)

            A nivel individual, el Espíritu se comunica en el bautismo. Pero Lucas, en los Hechos, desea inculcar que la venida del Espíritu no es sólo una experiencia personal y privada, sino de toda la comunidad. Por eso viene sobre todos los presentes, que, como ha dicho poco antes, era unas ciento veinte personas (cantidad simbólica: doce por diez). Al mismo tiempo, vincula estrechamente el don del Espíritu con el apostolado. El Espíritu no viene solo a cohesionar a la comunidad internamente, también la lanza hacia fuera para que proclame «las maravillas de Dios», como reconocen al final los judíos presentes.

Al llegar el día de pentecostés, estaban todos los discípulos juntos en el mismo lugar. De repente un ruido del cielo, como de viento impetuoso, llenó toda la casa donde estaban. Se les aparecieron como lenguas de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les movía a expresarse.

Había en Jerusalén judíos piadosos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al oír el ruido, la multitud se reunió y se quedó estupefacta, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Fuera de sí todos por aquella maravilla, decían: «¿No son galileos todos los que hablan? Pues, ¿cómo nosotros los oímos cada uno en nuestra lengua materna? Partos, medos y elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea y Capadocia, el Ponto y el Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las regiones de Libia y de Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras lenguas las grandezas de Dios».

La versión de Juan 20, 19-23

            Tratándose de algo tan importante, resulta curioso la brevedad con la que trata el don del Espíritu, relegándolo al final, después del saludo, la confirmación de que es Jesús quien se aparece, y el envío de los apóstoles.

El saludo es el habitual entre los judíos: “La paz esté con vosotros”. Pero en este caso no se trata de pura fórmula, porque los discípulos, muertos de miedo a los judíos, están muy necesitados de paz.

Ese paz se la concede la presencia de Jesús, algo que parece imposible, porque las puertas están cerradas. Al mostrarles las manos y los pies, confirma que es realmente él. Los signos del sufrimiento y la muerte, los pies y manos atravesados por los clavos, se convierten en signo de salvación, y los discípulos se llenan de alegría.

Todo podría haber terminado aquí, con la paz y la alegría que sustituyen al miedo. Sin embargo, en los relatos de apariciones nunca falta un elemento esencial: la misión. Una misión que culmina el plan de Dios: el Padre envió a Jesús, Jesús envía a los apóstoles. [Dada la escasez actual de vocaciones sacerdotales y religiosas, no es mal momento para recordar otro pasaje de Juan, donde Jesús dice: “Rogad al Señor de la mies que envíe operarios a su mies”].

Todo termina con una acción sorprendente: Jesús sopla sobre los discípulos. No dice el evangelistas si lo hace sobre todos en conjunto o lo hace uno a uno. Ese detalle carece de importancia. Lo importante es el simbolismo. En hebreo, la palabra ruaj puede significar “viento” y “espíritu”. Jesús, al soplar (que recuerda al viento) infunde el Espíritu Santo. Este don está estrechamente vinculado con la misión que acaban de encomendarles. A lo largo de su actividad, los apóstoles entrarán en contacto con numerosas personas; entre las que deseen hacerse cristianas habrá que distinguir entre quiénes pueden ser aceptadas en la comunidad (perdonándoles los pecados) y quiénes no, al menos temporalmente (reteniéndoles los pecados).

En la tarde de aquel día, el primero de la semana, y estando los discípulos con las puertas cerradas por miedo a los judíos, llegó Jesús, se puso en medio y les dijo:

«¡La paz esté con vosotros!».

Y les enseñó las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Él repitió:

«¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros».

Después sopló sobre ellos y les dijo:

«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos».

Resumen

            Estas breves ideas dejan clara la importancia esencial del Espíritu en la vida de cada cristiano y de la Iglesia. El lenguaje posterior de la teología, con el deseo de profundizar en el misterio, ha contribuido a alejar al pueblo cristiano de esta experiencia fundamental. En cambio, la preciosa Secuencia de la misa ayuda a rescatarla, aunque se le podría objetar una visión demasiado intimista, en comparación con la eminentemente apostólica de Hechos y Juan.

Ven, Espíritu divino,

   manda tu luz desde el cielo.

   Padre amoroso del pobre;

   don, en tus dones espléndido;

   luz que penetra las almas;

   fuente del mayor consuelo.

 

Ven, dulce huésped del alma,

   descanso de nuestro esfuerzo,

   tregua en el duro trabajo,

   brisa en las horas de fuego,

   gozo que enjuga las lágrimas

   y reconforta en los duelos.

 

Entra hasta el fondo del alma,

   divina luz, y enriquécenos.

   Mira el vacío del hombre,

   si tú le faltas por dentro;

   mira el poder del pecado,

   cuando no envías tu aliento.

 

Riega la tierra en sequía,

   sana el corazón enfermo,

   lava las manchas, infunde

   calor de vida en el hielo,

   doma el espíritu indómito,

   guía al que tuerce el sendero.

 

Reparte tus siete dones,

   según la fe de tus siervos;

   por tu bondad y tu gracia,

   dale al esfuerzo su mérito;

   salva al que busca salvarse

   y danos tu gozo eterno.

El don de lenguas

«Y empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse». El primer problema consiste en saber si se trata de lenguas habladas en otras partes del mundo, o de lenguas extrañas, misteriosas, que nadie conoce. En este relato es claro que se trata de lenguas habladas en otros sitios. Los judíos presentes dicen que «cada uno los oye hablar en su lengua nativa». Pero esta interpretación no es válida para los casos posteriores del centurión Cornelio y de los discípulos de Éfeso. Aunque algunos autores se niegan a distinguir dos fenómenos, parece que nos encontramos ante dos hechos distintos: hablar idiomas extranjeros y hablar «lenguas extrañas» (lo que Pablo llamará «las lenguas de los ángeles»).

El primero es fácil de racionalizar. Los primeros misioneros cristianos debieron enfrentarse al mismo problema que tantos otros misioneros a lo largo de la historia: aprender lenguas desconocidas para transmitir el mensaje de Jesús. Este hecho, siempre difícil, sobre todo cuando no existen gramáticas ni escuelas de idiomas, es algo que parece impresionar a Lucas y que desea recoger como un don especial del Espíritu, presentando como un milagro inicial lo que sería fruto de mucho esfuerzo.

El segundo es más complejo. Lo conocemos a través de la primera carta de Pablo a los Corintios. En aquella comunidad, que era la más exótica de las fundadas por él, algunos tenían este don, que consideraban superior a cualquier otro. En la base de este fenómeno podría estar la conciencia de que cualquier idioma es pobrísimo a la hora de hablar de Dios y de alabarlo. Faltan las palabras. Y se recurre a sonidos extraños, incomprensibles para los demás, que intentan expresar los sentimientos más hondos, en una línea de experiencia mística. Por eso hace falta alguien que traduzca el contenido, como ocurría en Corinto. (Creo que este fenómeno, curiosamente atestiguado en Grecia, podría ponerse en relación con la tradición del oráculo de Delfos, donde la Pitia habla un lenguaje ininteligible que es interpretado por el “profeta”).

Sin embargo, no es claro que esta interpretación tan teológica y profunda sea la única posible. En ciertos grupos carismáticos actuales hay personas que siguen «hablando en lenguas»; un observador imparcial me comunica que lo interpretan como pura emisión de sonidos extraños, sin ningún contenido. Esto se presta a convertirse en un auténtico galimatías, como indica Pablo a los Corintios. No sirve de nada a los presentes, y si viene algún no creyente, pensará que todos están locos.


jueves, 9 de mayo de 2024

Ascensión del Señor. Ciclo B.


 Subir al cielo como imagen del triunfo (Hechos 1,1-11)

             Jesús subiendo al cielo es una imagen bastante representada por los artistas, y la tenemos incorporada desde niños, además de formar parte de nuestra profesión de fe. Alguno podría imaginar que esta escena se encuentra en los cuatro evangelios. Sin embargo, el único que la cuenta es Lucas, y por dos veces: al final de su evangelio y al comienzo del libro de los Hechos. Pero lo hace con notables diferencias.

En el evangelio, Jesús bendice antes de subir al cielo (en Hch, no).

En Hechos, una nube oculta a Jesús (en el evangelio no se menciona la nube).

En el evangelio, los discípulos se postran (en Hch se quedan mirando al cielo).

En el evangelio vuelven a Jerusalén; en Hch se les aparecen dos personajes vestidos de blanco.

Si el mismo autor, Lucas, cuenta el mismo hecho de formas tan distintas, significa que no podemos quedarnos en lo externo, en el detalle, sino que debemos buscar el mensaje profundo.

La idea de la ascensión resulta chocante al lector moderno por dos motivos muy distintos: 1) no es un hecho que hayamos visto; 2) se basa en una concepción espacial puramente psicológica (arriba lo bueno, abajo lo malo), que choca con una idea más perfecta de Dios.

Precisamente por esta línea psicológica podemos buscar la explicación. Desde las primeras páginas de la Biblia encontramos la idea de que una persona de vida intachable no muere, es arrebatada al cielo, donde se supone que Dios habita. Así ocurre en el Génesis con el patriarca Henoc, y lo mismo se cuenta más tarde a propósito del profeta Elías, que es arrebatado al cielo en un carro de fuego. Interpretar esto en sentido histórico (como si un platillo volante hubiese recogido al profeta) significa no conocer la capacidad simbólica de los antiguos.

Sin embargo, existe una diferencia radical entre estos relatos del Antiguo Testamento y el de la ascensión de Jesús. Henoc y Elías no mueren. Jesús sí ha muerto. Por eso, no puede equipararse sin más el relato de la ascensión con el del rapto al cielo.

Es preferible buscar la explicación en la línea de la cultura clásica greco-romana. Aquí sí tenemos casos de personajes que son glorificados de forma parecida tras su muerte. Los ejemplos que suelen citarse son los de Hércules, Augusto, Drusila, Claudio, Alejandro Magno y Apolonio de Tiana. Los incluyo al final para los interesados.

Estos ejemplos confirman que el relato tan escueto de Lucas no debemos interpretarlo al pie de la letra, como han hecho tantos pintores, sino como una forma de expresar la glorificación de Jesús.

En mi primer libro, Teófilo, escribí de todo lo que Jesús hizo y enseño desde el comienzo hasta el día en que fue llevado al cielo, después de haber dado instrucciones a los apóstoles que había escogido, movido por el Espíritu Santo. Se les presentó él mismo después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios.

Una vez que comían juntos, les ordenó que no se alejaran de Jerusalén, sino: «aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días».

Los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo:

-Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?.

Les dijo:

-No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y “hasta el confín de la tierra”.

Dicho esto, a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Cuando miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron:

-Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo. 

Sentarse a la derecha de Dios como imagen del triunfo (Efesios 1,17-23)

La segunda lectura de hoy es muy interesante para interpretar rectamente la fiesta de hoy. No habla de la ascensión de Jesús al cielo, pero se explaya hablando de su triunfo con una imagen distinta: está sentado a la derecha de Dios, por encima todo y de todos.

Hermanos: El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro. Y «todo lo puso bajo sus pies», y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que llena todo en todos.

Subir y sentarse a la derecha de Dios, pero insistiendo en la misión (Marcos 16,15-20)

El final del evangelio de Marcos une las dos imágenes: «fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios». Una forma muy humana de hablar, pero habitual en la Biblia. Jesús subió triunfalmente al cielo y ahora sigue ocupando la máxima dignidad junto a Dios Padre.

Pero el evangelio concede más importancia aún al tema de la misión de los apóstoles, como se advierte comparándolo con la 1ª lectura.

En Hechos, los discípulos muestran una vez más su preocupación política por la restauración del reino de Israel, y Jesús desvía la atención hacia la próxima venida del Espíritu Santo, que les dará fuerzas para ser sus testigos en todo el mundo.

En Marcos, el tema de la misión se trata en cinco puntos:

1) Orden de ir al mundo entero a proclamar la buena nueva.

2) Esa noticia puede ser aceptada o rechazada, pero con consecuencias muy distintas en cada caso.

3) Se mencionan las señales que acompañarán a los misioneros: expulsión de demonios, don de lenguas, inmunidad ante ataques de serpientes, curaciones. Estas señales recuerdan lo que se cuenta en el libro de los Hechos de los Apóstoles a propósito de Pablo.

4) En Hechos, la reacción de los discípulos es quedarse embobados mirando al cielo. En Marcos, se ponen en marcha de inmediato a pregonar el evangelio por todas partes.

5) En Hechos se habla de la fuerza del Espíritu Santo que acompañará a los apóstoles. En Marcos, «el Señor cooperaba y confirmaba el mensaje con las señales que lo acompañaban».

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los once y les dijo:

-Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación.
El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado.
A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.

Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.      

Por eso, la Ascensión o triunfo de Jesús no es motivo para quedarse mirando al cielo. Hay que mirar a la tierra, al mundo entero, en el que los discípulos de Jesús debemos continuar su misma obra, contando con la fuerza del Espíritu y la compañía continua del Señor.

Los cuarenta días

            El evangelio no dice nada de este período de 40 días entre la resurrección y la ascensión. ¿Qué significa, y por qué lo introduce Lucas? El número 40 se usa en la Biblia para indicar plenitud, sobre todo cuando se refiere a un período de tiempo. El diluvio dura 40 días y 40 noches; la marcha de los israelitas por el desierto, 40 años; el ayuno de Jesús, 40 días… Se podrían citar otros muchos ejemplos. En este caso, lo que pretende decir Lucas es que los discípulos necesitaron más de un día para convencerse de la resurrección de Jesús, y que Jesús se les hizo especialmente presente durante el tiempo que consideró necesario.

Textos clásicos sobre la subida al cielo de un gran personaje

A propósito de Hércules escribe Apolodoro en su Biblioteca Mitológica: “Hércules... se fue al monte Eta, que pertenece a los traquinios, y allí, luego de hacer una pira, subió y ordenó que la encendiesen (...) Mientras se consumía la pira cuenta que una nube se puso debajo, y tronando lo llevó al cielo. Desde entonces alcanzó la inmortalidad...” (II, 159-160).

Suetonio cuenta sobre Augusto: “No faltó tampoco en esta ocasión un antiguo pretor que declaró bajo juramento que había visto que la sombra de Augusto, después de la incineración, subía a los cielos” (Vida de los Doce Césares, Augusto, 100).

Drusila, hermana de Calígula, pero tomada por éste como esposa, murió hacia el año 40. Entonces Calígula consagró a su memoria una estatua de oro en el Foro; mandó que la adorasen con el nombre de Pantea y le tributasen los mismos honores que a Venus. El senador Livio Geminio, que afirmó haber presenciado la subida de Drusila al cielo, recibió en premio un millón de sestercios.

De Alejandro Magno escribe el Pseudo Calístenes: “Mientras decía estas y otras muchas cosas Alejandro, se extendió por el aire la tiniebla y apareció una gran estrella descendente del cielo hasta el mar acompañada por un águila, y la estatua de Babilonia, que llaman de Zeus, se movió. La estrella ascendió de nuevo al cielo y la acompañó el águila. Y al ocultarse la estrella en el cielo, en ese momento se durmió Alejandro en un sueño eterno" (Libro III, 33).

Con respecto a Apolonio de Tiana, cuenta Filóstrato que, según una tradición, fue encadenado en un templo por los guardianes. “Pero él, a medianoche se desató y, tras llamar a quienes lo habían atado, para que no quedara sin testigos su acción, echó a correr hacia las puertas del templo y éstas se abrieron y, al entrar él, las puertas volvieron a su sitio, como si las hubiesen cerrado, y que se oyó un griterío de muchachas que cantaban, y su canto era: Marcha de la tierra, marcha al cielo, marcha” (Vida de Apolonio de Tiana VIII, 30).

Sobre la nube véase también Dionisio de Halicarnaso, Historia antigua de Roma I,77,2: “Y después de decirle esto, [el dios] se envolvió en una nube y, elevándose de la tierra, fue transportado hacia arriba por el aire”.

 

jueves, 2 de mayo de 2024

Dios nos ha amado. Amémonos unos a otros. Domingo 6º de Pascua. Ciclo B



La 2ª lectura y el evangelio están estrechamente relacionados. «Amémonos unos a otros», comienza el texto de la carta de san Juan. Y el evangelio insiste dos veces: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros»; «Esto os mando: que os améis unos a otros». Este precepto se basa en el amor que Dios nos ha manifestado de dos formas complementarias: enviando su Espíritu y enviando a su Hijo.

Un Padre que da el Espíritu sin distinguir entre judíos y paganos (1ª lectura)

            La lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles recoge parte de un importantísimo episodio de la iglesia primitiva. Hasta entonces, los discípulos de Jesús se han visto a sí mismos con un grupo dentro del judaísmo, sin especial relación con los paganos. No se les pasa por la cabeza hacer apostolado entre ellos, mucho menos entrar en sus casas si no se han convertido al judaísmo y se han circuncidado. Los consideran impuros.

En este contexto, se cuenta que Pedro tuvo una visión: ve bajar del cielo un mantel repleto de toda clase de animales impuros (cerdo, conejo, cigalas, etc.) y escucha una voz que le ordena: mata y come. Pedro se niega en redondo. «Nunca he probado un alimento profano o impuro». Y la voz del cielo le responde: «Lo que Dios declara puro tú no lo tengas por impuro».

            Termina la visión. Pedro se siente desconcertado, y mientras piensa en su posible sentido, llaman a la puerta de la casa tres hombres enviados por un pagano, el capitán Cornelio, para pedirle que vaya a visitarlo. Pedro comprende entonces el sentido de la visión: no puede considerar impuro a un pagano interesado en conocer el evangelio. Al día siguiente se pone en camino desde Jafa a Cesarea y cuando llega a casa de Cornelio tiene lugar la escena que hoy leemos.


Cuando iba a entrar Pedro, salió Cornelio a su encuentro y se echó a sus pies a modo de homenaje, pero Pedro lo alzó, diciendo: 

-Levántate, que soy un hombre como tú.

Pedro tomó la palabra y dijo: 

-Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea.

Todavía estaba hablando Pedro, cuando cayó el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban sus palabras. Al oírlos hablar en lenguas extrañas y proclamar la grandeza de Dios, los creyentes circuncisos, que habían venido con Pedro, se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles. Pedro añadió:

-¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?

Y mandó bautizarlos en el nombre de Jesucristo. Le rogaron que se quedara unos días con ellos. 

            Indico algunos detalles interesantes:

1) «Está claro que Dios no hace distinciones»; para él lo importante no es la raza sino la conducta del que lo respeta y practica la justicia.

            2) La venida del Espíritu Santo sobre este grupo de paganos produce los mismos frutos que en los apóstoles el día de Pentecostés: hablan lenguas extrañas y proclaman la grandeza de Dios.

            3) El Espíritu Santo viene sobre ellos antes de recibir el bautismo. No se puede decir de forma más clara que «el Espíritu sopla donde quiere y cuando quiere».   

            La conducta de Pedro provocó gran escándalo en los sectores más conservadores de la comunidad de Jerusalén y debió subir a la capital a justificar su conducta. Pero este episodio deja claro que, para Dios, los paganos no son seres impuros. Él ama a todos los hombres sin distinción. Con ello se justifica el apostolado posterior entre los paganos.

Un Padre que da su Hijo a los pecadores (2ª lectura)

La carta de Juan justifica el mandato de amarnos mutuamente diciendo que «Dios es amor» y cómo nos lo ha demostrado.

 

Queridos hermanos: Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados.

Cuando yo era niño, el catecismo de Ripalda, a la pregunta de quién es Dios nos enseñaba a responder: «Un señor infinitamente bueno, sabio y poderoso, principio y fin de todas las cosas». El autor de la carta no necesita tantas palabras. Se limita a decir: «Dios es amor». Y ese amor lo manifiesta enviando a su hijo «como víctima de propiciación por nuestros pecados».

La «víctima de propiciación» era el animal que se ofrecía para impetrar el perdón. El Día de la Expiación (yom kippur), el Sumo Sacerdote ofrecía un macho cabrío por los pecados del pueblo. En otras ocasiones se ofrecían cabras y novillos con el mismo fin. Pero esas víctimas carecían de valor definitivo. La humanidad se encontraba en una especie de círculo cerrado del que no podía escapar. Entonces Dios nos proporciona la única víctima decisiva: su propio hijo.

            Y esto lo hace cuando todavía éramos pecadores. No espera a que nos convirtamos y seamos buenos para enviarnos a su Hijo. Si la primera lectura decía que Dios no hace distinción entre judíos y paganos, la segunda dice que no hace distinción entre santos y pecadores.

En vez de amar a Dios, amar a los hermanos (evangelio)

En la segunda lectura el protagonismo ha sido de Dios. En el evangelio, el protagonista principal es Jesús, que demuestra su amor hasta el punto de dar la vida por nosotros, llamarnos amigos suyos, elegirnos y enviarnos. (¡Cuánta gente desearía poder decir que es amigo o amiga de un personaje famoso, que ha sido elegido por él para llevar a cabo una misión!).

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

-Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis el Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.

Lo que Jesús exige a cambio de esta amistad es muy curioso. Cuando era estudiante en el Pontificio Instituto Bíblico le escuché este comentario al P. Lyonnet: «Fijaos en lo que dice la 1ª carta de Juan: “Si tanto nos ha amado Dios…” Nosotros habríamos añadido: “también nosotros debemos amar a Dios”. Sin embargo, lo que dice Juan es: “Si tanto nos ha amado Dios, debemos amarnos unos a otros”».

            Algo parecido ocurre en el evangelio de hoy. «Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.» Jesús podría haber dicho: «Amadme como yo os he amado». Pero no piensa en él, piensa en nosotros. Es fácil engañarse diciendo o pensando que amamos a Jesús, porque no puede demostrarse ni negarse. Lo difícil es amar al prójimo.