viernes, 30 de septiembre de 2016

¡Abajo la presunción! Domingo 27. Ciclo C

Después de la parábola del rico y Lázaro, Lucas empalma cuatro enseñanzas de Jesús a los apóstoles a propósito del escándalo, el perdón, la fe y la humildad. Son frases muy breves, sin aparente relación entre ellas, pronunciadas por Jesús en distintos momentos. De esas cuatro enseñanzas, el evangelio de este domingo ha seleccionado sólo las dos últimas, sobre la fe y la humildad (Lucas 17,5-10).

Menos fe que un ateo

En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor:
            ‒ Auméntanos la fe.
El Señor contestó:
            ‒ Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa montaña: «Arráncate de raíz y plántate en el mar». Y os obedecería.

            El evangelio de Mateo cuenta algo parecido: un padre trae a su hijo, que sufre ataques de epilepsia, para que lo curen los apóstoles. Ellos no lo consiguen. Aparece Jesús, y lo cura de inmediato. Los apóstoles, admirados, le preguntan por qué ellos no han sido capaces de curarlo. Y Jesús les responde: “Por vuestra poca fe. Si tuvierais fe como un grano de mostaza…”
            Lucas le da un enfoque distinto, más irónico y malicioso. En su evangelio los apóstoles no buscan la explicación a un fracaso, sino que formulan una petición: “Auméntanos la fe”.
            ¿Qué piden los apóstoles? ¿Qué idea tienen de la fe? Ya que no eran grandes teólogos, ni habían estudiado nuestro catecismo, su preocupación no se centra en el Credo ni en un conjunto de verdades. Si leemos el evangelio de Lucas desde el comienzo hasta el momento en el que los apóstoles formulan su petición, encontramos cuatro episodios en los que se habla de la fe:

Jesús, viendo la fe de cuatro personas que le llevan a un paralítico, lo perdona y lo cura      (5,20).
Cuando un centurión le pide a Jesús que cure a su criado, diciendo que le basta pronunciar una palabra para que quede sano, Jesús se admira y dice que nunca ha visto una fe tan grande, ni siquiera en Israel (7,9).
A la prostituta que llora a sus pies, le dice: “Tu fe te ha salvado” (7,50).
A la mujer con flujo de sangre: “Hija, tu fe te ha salvado” (8,48).
           
           En todos estos casos, la fe se relaciona con el poder milagroso de Jesús. La persona que tiene fe es la que cree que Jesús puede curarla o curar a otro.
            Pero la actitud de los apóstoles no es la de estas personas. En el capítulo 8, cuando una tempestad amenaza con hundir la barca en el lago, no confían en el poder de Jesús y piensan que morirán ahogados. Y Jesús les reprocha: “¿Dónde está vuestra fe? (8,25). La petición del evangelio de hoy, “auméntanos la fe”, empalmaría muy bien con ese episodio de la tempestad calmada: “tenemos poca fe, haz que creamos más en ti”. Pero Jesús, como en otras ocasiones, responde de forma irónica y desconcertante: “Vuestra fe no llega ni al tamaño de un grano de mostaza”.
            ¿Qué puede motivar una respuesta tan dura a una petición tan buena? El texto no lo dice. Pero podemos aventurar una idea: lo que pretende Lucas es dar un severo toque de atención a los responsables de las comunidades cristianas. La historia demuestra que muchas veces los papas, obispos, sacerdotes y religiosos/as nos consideramos por encima del resto del pueblo de Dios, como las verdaderas personas de fe y los modelos a imitar. No sería raro que esto mismo ocurriese en la iglesia antigua, y Lucas nos recuerda las palabras de Jesús: “No presumáis de fe, no tenéis ni un gramo de ella”.

Ni las gracias ni propina

            En línea parecida iría la enseñanza sobre la humildad. El apóstol, el misionero, los responsables de las comunidades, pueden sufrir la tentación de pensar que hacen algo grande, excepcional. Jesús vuelve a echarles un jarro de agua fría.

Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: «En seguida, ven y ponte a la mesa»? ¿No le diréis: «Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú»? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer».

            La parábola es de una ironía sutil. Al principio, el lector u oyente se siente un gran propietario, que dispone de criados a los que puede dar órdenes. Al final, le dicen que el propietario es Dios, y él es un pobre siervo, que se limita a hacer lo que le mandan. El mensaje quizá se capte mejor traduciendo la parábola a una situación actual.

Suponed que entráis en un bar. ¿Quién de vosotros le dice al camarero: «¿Qué quiere usted tomar?». ¿No le decís: «Una cerveza», o «un café»? ¿Tenéis que darle las gracias al camarero porque lo traiga?¿Tenéis que dejarle una propina? Pues vosotros sois como el camarero. Cuando hayáis hecho lo que Dios os encargue, no penséis que habéis hecho algo extraordinario. No merecéis las gracias ni propina.

            Un lenguaje duro, hiriente, muy típico del que usa Jesús con sus discípulos.

El profeta Habacuc y la fe (Hab 1,2-3; 2, 2-4)

            La primera lectura, tomada de la profecía de Habacuc habla también de la fe, aunque el punto de vista es muy distinto. El mensaje de este profeta es de los más breves y de los más desconocidos. Una lástima, porque el tema que trata es de perenne actualidad: la injusticia del imperialismo. En su época, el recuerdo reciente de la opresión asiria se une a la experiencia del dominio egipcio y babilónico. Tres imperios distintos, una misma opresión. El profeta comienza quejándose a Dios:

¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que escuches?
¿Te gritaré “violencia” sin que salves?
¿Por qué me haces ver desgracias,
me muestras trabajos, violencias y catástrofes,
surgen luchas, se alzan contiendas? 

Habacuc no comprende que Dios contemple impasible las desgracias de su tiempo, la opresión del faraón y de su marioneta, el rey Joaquín. Y el Señor le responde que piensa castigar a los opresores egipcios mediante otro imperio, el babilónico (1,5-8). Pero esta respuesta de Dios es insatisfactoria: al cabo de poco tiempo, los babilonios resultan tan déspotas y crueles como los asirios y los egipcios. Y el profeta se queja de nuevo a Dios: le duele la alegría con la que el nuevo imperio se apodera de las naciones y mata pueblos sin compasión. No comprende que Dios «contemple en silencio a los traidores, al culpable que devora al inocente». Y así, en actitud vigilante, espera una nueva respuesta de Dios.

El Señor me respondió así: 
«Escribe la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de corrido. 
La visión espera su momento, se acerca su término y no fallará;
si tarda, espera, porque ha de llegar sin retrasarse. 
El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe.»

La visión que llegará sin retrasarse es la de la destrucción de Babilonia. El injusto es el imperio babilónico, que será castigado por Dios. El justo es el pueblo judío y todos los que confíen en la acción salvadora del Señor.

El tema tratado por Habacuc no tiene relación con la petición de los discípulos. Pero las palabras finales, “el justo vivirá por su fe”, tuvieron mucha importancia para san Pablo, que las relacionó con la fe en Jesús. Este puede ser el punto de contacto con el evangelio. Porque, aunque nuestra fe no llegue al grano de mostaza ni esperemos cambiar montañas de sitio, esa pizca de fe en Jesús nos da la vida, y es bueno seguir pidiendo: “auméntanos la fe”.


jueves, 22 de septiembre de 2016

Los zapatos de Susana. Domingo 26. Ciclo C

    
         ‒ Judas, se me han roto los zapatos. Tienes que darme dinero para comprarme unos nuevos.
            ‒ ¿Cuánto necesitas? ‒ pregunta Judas sin entusiasmo.
            ‒ He visto unos muy sencillos. Sólo cuestan seiscientos veinticinco euros.
            Judas pega un salto.
            ‒ ¡Seiscientos veinticinco euros! ¿Estás loca, Susana? ¡Estos que llevo puestos me costaron treinta!
            ‒ Pues el bolso que hace juego con los zapatos cuesta mil cuatrocientos cincuenta.
            Bartolomé sonríe contemplando la escena. Susana es la gran bienhechora del grupo, ha entregado todo su dinero, sin reservarse nada, y ahora está poniendo en un aprieto a Judas. “Judas no tiene sentido del humor”, piensa Bartolomé. “Se cree que Susana va en serio”.
            ‒ A mí no me parecen caros esos zapatos ‒comenta para incordiar‒. Yo creo que deberías darle el dinero.
            ‒ No tenemos ni trescientos euros, estúpido.
            ‒ Entonces no podré alquilar la suite de lujo que cuesta veinte mil euros la noche.
            ‒ ¿No tenéis cosas más serias de las que hablar? ‒interviene Jesús‒.
            ‒ Esto es muy serio, maestro. ¿Sabes cómo tira el dinero la gente, el lujo con que viven algunos?
            ‒ Claro que lo sé. Basta ver la televisión.
            ‒ Tú estás muy atrasado, maestro. Tienes que meterte en Internet. Buscar en Google. Casas de lujo, relojes de lujo, coches de lujo, zapatos de lujo… No te imaginas la sorpresa que te ibas a llevar.
            ‒ Sorpresa, no. Indignación. Prefiero no mirar.
            ‒ Y los cabrones que gastan el dinero de esa forma, ¿se salvarán? ‒pregunta Tomás con deseo de provocar a Jesús.
            ‒ Ya deberías saber la respuesta. Os conté una historia sobre ese tema.
            ‒ Yo no la recuerdo.
            ‒ Estarías fuera, como siempre.
            ‒ Cuéntala otra vez, maestro ‒pide Pedro‒.
            Jesús se sienta, se concentra un momento y comienza:
            ‒ Había un hombre rico que se vestía en los mejores sastres de Nueva York, viajaba en su avión particular, miraba la hora en un reloj de oro con brillantes, comía en los restaurantes más lujosos y habitaba en un palacete de cuarenta habitaciones en medio de un bosque inmenso. ¿Sabéis cuánto gastó un día en una comida en un restaurante del sur de Francia?
            Rebuscó en la mochila y finalmente consiguió encontrar una factura que enseñó a todos.
            ‒ Ciento siete mil quinientos veinticuatro francos. Hice una fotocopia del periódico porque no me lo podía creer.

            


            ‒ Y eso en euros, ¿cuánto es? ‒ pregunta Judas.
            ‒ Mas de dieciséis mil euros, bastante más.
            ‒ ¡Por una sola comida!
            ‒ Cuando iba a la ciudad en su deportivo ‒continuó Jesús‒, el rico pasaba delante de un mendigo sentado a la entrada de una pobre choza, fabricada con cartones y cubierta con una chapa de uralita. El mendigo lo miraba con envidia y el rico apartaba la mirada. El mendigo acudió una vez a la mansión del rico para pedir algo de comer. Pero encontró la verja cerrada y el guardia de seguridad lo despidió con malos modos. Al cabo del tiempo murió el mendigo y fue al paraíso. Poco después, el rico se estrelló con su deportivo a doscientos por hora, murió, lo enterraron, y fue a parar al infierno. Estando allí, achicharrándose vivo, levantando los ojos, vio a lo lejos al mendigo, y le grito: “Por favor, tráeme un vaso de agua, aunque sólo sea un vasito; me muero de sed y me torturan estas llamas.” Pero el mendigo le contestó: “Lo siento, tío. Recuerda que tú tuviste de todo en la otra vida mientras yo me moría de hambre. Ahora se han cambiado las tornas. Además, aunque te parezca que estoy cerca, entre nosotros hay un abismo que nadie puede cruzar.” El rico guardó silencio un momento y luego preguntó: “¿Cómo te llamas?” El mendigo le contestó: “Si me hubieras preguntado mi nombre en la otra vida, también me habrías dado de comer. Pero tú siempre apartabas la mirada. Por eso estás ahora al otro lado del abismo”.
            Menos Tomás, todos recordaban la historia, que siempre les impresionaba. Fue Susana quien rompió el encanto.
            ‒ Cuando yo enseñaba catequesis, contaba una historia parecida que me habían enseñado las monjas de pequeña. ¿Os la cuento?
            Y la contó sin esperar permiso de nadie:

      - Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. (El seno de Abrahán es como el paraíso, explicó Susana, y Abrahán es el que se encarga de organizarlo todo allí.) Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas.” Pero Abraham le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros.

            ‒ Se parece mucho, pero a mí me gusta más lo de los aviones y el deportivo ‒opinó Leví.
            ‒ Todavía no he terminado ‒lo cortó Susana‒. Mi historia sigue diciendo que el rico le insistió a Abrahán: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento.” Abraham le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen.” El rico contestó: “No, padre Abraham. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán.” Abraham le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto.”
            Cuando Susana calló, Bartolomé comentó irónico:
            ‒ El problema es que hoy día nadie cree en el infierno. Habría que cambiar la historia. Por ejemplo, que al mendigo le toque la primitiva y el rico se arruine.
            ‒ No seas tonto, Bartolomé ‒lo cortó María‒. Eso sí que no se lo cree nadie.

¿Dónde se basa esta historia?
           
            La parábola del rico y Lázaro, exclusiva del evangelio de Lucas, se inspira en un texto del profeta Amós, elegido este domingo como primera lectura. Este profeta del siglo VIII a.C. vivió una situación muy parecida, en ciertos aspectos, a la de hoy: gente millonaria, que puede permitirse toda clase de lujos, y gente que llega a duras penas a fin de mes o incluso pasa hambre.
            El profeta se dirige a la clase alta de las dos capitales, Jerusalén (Sión) y Samaria, y denuncia su forma de vida: «Os acostáis en lechos de marfil, os arrellanáis en divanes, coméis carneros del rebaño y terneras del establo; canturreáis al son del arpa, inventáis, como David, instrumentos musicales; bebéis vino en copas, os ungís con perfumes exquisitos y no os doléis del desastre de José».
            El lujo se extiende a todos los ámbitos: al mobiliario, con lechos y divanes de marfil, mientras la inmensa mayoría de la gente duerme en el suelo; a la comida, a base de carne de carnero y de ternera, cuando los pobres se contentan con pan y agua, unas uvas y un poco de queso; a la bebida en copas refinadas o de gran tamaño (el término hebreo puede interpretarse de ambos modos); a los perfumes carísimos, mientras los pobres sólo huelen a sudor.
            Y esta gente que se permite toda clase de lujos “no se duele del desastre de José”. José no es una persona concreta sino todo el país, conocido entonces como Casa de José porque sus tribus principales eran Efraín y Manasés, los dos hijos del patriarca José.
            Lo que dice el profeta es que esa gente que vive con toda clase de lujos no se preocupa lo más mínimo del sufrimiento de millones de personas que lo pasan mal. Como castigo, les anuncia la invasión de un ejército extranjero que pondrá fin a sus orgías y los deportará.

El cambio que introduce la parábola

            La parábola cambia radicalmente el tema del castigo. Mientras Amós piensa qué ocurrirá en esta vida, mediante la invasión de los asirios, Jesús lo desplaza a la otra vida. Él no se hace ilusiones; en esta vida, el rico seguirá disfrutando, y el pobre pasando hambre. Este cambio radical en el punto de vista ayuda a entender otras afirmaciones del evangelio de Lucas.
            En el Magnificat, María pronuncia unas palabras que, aplicadas a nuestro mundo, resultan estúpidas o de un cinismo blasfemo cuando dice que Dios “a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”. A la luz de la parábola del rico y Lázaro queda claro cuándo tendrá lugar esa revolución.
            Lo mismo afirma el comienzo del Discurso en la llanura (equivalente en Lucas al Sermón del monte de Mateo), que contrasta la situación presente (ahora) con la futura. “Dichosos los pobres, porque el reinado de Dios les pertenece. Dichosos los que ahora pasáis hambre, porque seréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis… Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya recibís vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque pasaréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque lloraréis y haréis duelo” (Lc 6,20-25).

El rico no era un criminal

            Lo que más debe intranquilizarnos (porque la parábola pretende sacudir la conciencia) es que el rico no es un explotador ni un criminal, no se dice que pagara un salario de miseria a sus obreros ni que se hubiera enriquecido con el narcotráfico. Lo que denuncia la parábola es su forma exquisita de vestir (púrpura y lino) y de comer (banqueteaba espléndidamente todos los días), sin fijarse en el pobre que está tendido a su puerta. Es la injusticia indirecta causada por el egoísmo.

¿Dos textos trasnochados?

            Tanto Amós como Jesús viven en una sociedad muy distinta de la nuestra (al menos de la del Primer Mundo). Entonces no existía la clase media. La riqueza se acumulaba en pocas manos, mientras la mayor parte del pueblo vivía en circunstancias muy duras. Aplicar la parábola a los multimillonarios de hoy día, jeques árabes, grandes industriales, artistas de cine, deportistas de élite… supondría dejar con la conciencia tranquila a los millones de personas que vivimos en circunstancias infinitamente mejores que la inmensa mayoría de la población mundial. Si ahora mismo resulta difícil resistir su mirada, mucho más difícil será cuando nos mire Dios.


jueves, 15 de septiembre de 2016

La ventaja de robarle a Dios. Domingo 25 Ciclo C


            Jesús cerró el periódico y miró al grupo:
            ‒ Voy a contaros una historia. Un partido político tenía un administrador que aprovechaba las donaciones para aumentar su cuenta personal en Suiza. Enterado de que sospechaban de su gestión, se dijo: “Me van a echar del partido, incluso es posible que me denuncien. En la oposición no me darán trabajo, los bancos tampoco. ¿Qué puedo hacer? Iré anotando en una libreta todos los datos que puedan inculpar a los jefes del partido, amenazaré con publicarlos en la prensa, y ante el miedo de que se conozcan me dejarán tranquilo. Luego me iré a una isla del Caribe a disfrutar el resto de mi vida.
            Se les quedó mirando y les preguntó.
            ‒ ¿Qué os parece ese administrador?
            ‒ Que es un…
            Pedro se cortó a tiempo, pero era claro lo que seguía.
            ‒ Depende del partido al que robase ‒ comentó irónico Bartolomé.
            ‒ Eso lo hacen casi todos ‒ opinó Tomás.
            ‒ ¿Alguien está a favor del administrador?
            Ninguno parecía de acuerdo y Jesús continuó.
            ‒ Voy a contaros ahora otra historia, pero esta vez de un terrateniente.
            Un hombre rico tenía un administrador, y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: "¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido." El administrador se puso a echar sus cálculos: "¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa." Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: "¿Cuánto debes a mi amo?" Éste respondió: "Cien barriles de aceite." Él le dijo: "Aquí está tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta. Luego dijo a otro: "Y tú, ¿cuánto debes?" Él contestó: "Cien fanegas de trigo." Le dijo: "Aquí está tu recibo, escribe ochenta."
            Jesús hizo una pausa y les preguntó:
            ‒ ¿Sabéis cuál fue la reacción del terrateniente?
            ‒ Lo denunció para que lo metieran en la cárcel. Los ricos son unos…
            ‒ Te equivocas, Felipe. Alabó lo astuto que había sido.
            Felipe lo miró incrédulo.
            ‒ ¿Y a ti te parece bien?
            ‒ Me parece estupendamente. Es un ejemplo para todos.
            Pedro se rascó la cabeza y comentó escéptico.
            ‒ ¿Quieres que nos dediquemos a robar?
            ‒ Quiero que os dediquéis a utilizar el dinero con astucia. ¿Por qué hizo el administrador esas trampas? ¿Qué pretendía?
            ‒ Encontrar trabajo cuando lo echaran ‒ sugirió Sara.
            ‒ Algo parecido ‒ respondió Jesús‒. Cuando os conté la historia usé una expresión distinta: lo que quiere es que alguien me reciba en su casa. ¿Os dais cuenta de por dónde voy?
            ‒ No.
            Jesús suspiró hondo. No acababa de acostumbrarse a la poca inteligencia de sus discípulos.
            ‒ Vosotros sois como el administrador. Más pronto o más tarde, tendréis que dar cuenta de cómo habéis administrado el dinero.
            ‒ El dinero, no. Nuestro dinero ‒ se atrevió a corregir Leví.
            ‒ Vuestro dinero, no. El dinero de Dios. Todo lo que tenemos es de Dios, y nos lo confía para que lo administremos. Podemos derrocharlo alegremente, y nos pedirá cuentas por ello. Y podemos darlo a otros, como el administrador del terrateniente, y nos ganaremos amigos que nos paguen un viaje al Caribe.
            ‒ El Caribe es el cielo, ¿verdad? ‒ bromeó María.
            ‒ Efectivamente. Y para pagar ese viaje no se puede ahorrar. Al contrario, hay que gastarse el dinero entregándolo al que lo necesita.
            ‒ Yo prefiero pagarme el viaje por mi cuenta.
            ‒ Imposible. Son otros los que tienen que pagar por ti.
            ‒ Lo que yo no entiendo ‒cortó Felipe‒  es eso de que el dinero no es mío. La panadería le costó a mi padre muchos años de trabajo y sacrificio.
            ‒ La panadería de tu padre, la furgoneta de Judas, todo, son cosas pequeñas, sin valor. Lo verdaderamente valioso es disfrutar de una habitación en el hotel del Caribe. Pero si no administras bien los bienes que te encomiendan en esta vida, no se fiarán de ti, y no te permitirán entrar en el hotel.
            Pedro se acarició la barba.
            ‒ Muy complicado todo eso, maestro.
            ‒ ¿Es que no lo entiendes, o que no quieres entenderlo?
           
La ironía de la parábola

            La segunda de las dos parábolas anteriores, en azul, que reproduce literalmente el texto del evangelio de Lucas, escandaliza a mucha gente porque Jesús termina alabando al administrador sinvergüenza. Pero las dificultades para entenderla parten de otros presupuestos en los que se basa Jesús, y que van en contra de nuestra forma de ver:
            1. Nosotros no somos propietarios sino administradores. Todo lo que poseemos, por herencia o por el fruto de nuestro trabajo, no es propiedad personal sino algo que Dios nos entrega para que lo usemos rectamente.
            2. Esos bienes materiales, por grandes y maravillosos que parezcan, son nada en comparación con el bien supremo de “ser recibido en las moradas eternas” (el hotel del Caribe).
            3. Para conseguir ese bien supremo, lo mejor no es aumentar el capital recibido sino dilapidarlo en beneficio de los necesitados.
                La ironía de la parábola radica en decirnos: cuando das dinero al que lo necesita, tú crees que estás desprendiéndote de algo que es tuyo. En realidad, le estás robando a Dios su dinero para ganarte un amigo que interceda por ti en el momento decisivo.
           
La idolatría del dinero

            El evangelio de este domingo termina con unas palabras muy famosas:

Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.

            Jesús no parte de la experiencia del pluriempleo, donde a una persona le puede ir bien en dos empresas distintas, sino de la experiencia del que sirve a dos amos con pretensiones y actitudes radicalmente opuestas. Es imposible encontrarse a gusto con los dos. Y eso es lo que ocurre entre Dios y el dinero.
            Estas palabras de Jesús se insertan en la línea de la lucha contra la idolatría y defensa del primer mandamiento ("no tendrás otros dioses frente a mí"). El AT es en gran parte una condena de los dioses paganos y de los ídolos, que aparecían como rivales del único Dios verdadero. Al principio, los israelitas pensaban que los únicos rivales de Dios eran los dioses de los pueblos vecinos (Baal, Astarté, Marduk, etc.). Pero los profetas les hicieron caer en la cuenta de que los rivales de Dios pueden darse en cualquier terreno, incluido el económico. Para Jesús, la riqueza puede convertirse en un dios al que damos culto y nos hace caer en la idolatría.
            Naturalmente, ninguno de nosotros acude a un banco o una caja de ahorros a rezarle al dios del dinero, ni hace novenas a los banqueros. Pero, en el fondo, podemos estar cayendo en la idola­tría del dinero. Según el Antiguo y el Nuevo Testamentos, al dinero se le da culto de tres formas:
            1) mediante la injusticia directa (robo, fraude, asesinato, para tener más). El dinero se convierte en el bien absoluto, por encima de Dios, del prójimo, y de uno mismo. Este tema lo encontramos en la primera lectura, tomada del profeta Amós.
            2) mediante la injusticia indirecta, el egoísmo, que no hace daño directo al prójimo, pero hace que nos despreocupemos de sus necesidades. El ejemplo clásico es la parábola del rico y Lázaro, que leeremos el próximo domingo.
            3) mediante el agobio por los bienes de este mundo, que nos hacen perder la fe en la Providencia.

Unos casos de injusticia directa: Amós 8, 4-7

Escuchad esto, los que exprimís al pobre, despojáis a los miserables, diciendo:
«¿Cuándo pasará la luna nueva, para vender el trigo, y el sábado, para ofrecer el grano?» Disminuís la medida, aumentáis el precio, usáis balanzas con trampa, compráis por dinero al pobre, al mísero por un par de sandalias, vendiendo hasta el salvado del trigo. Jura el Señor por la gloria de Jacob que no olvidará jamás vuestras acciones.

            Amós, profeta judío del siglo VIII a.C. criticó duramente las injusticias sociales de su época. Aquí condena a los comerciantes que explotan a la gente más humilde. Les acusa de tres cosas:
            1) Aborrecen las fiestas religiosas (el sábado, equivalente a nuestro domingo, y la luna nueva, cada 28 días) porque les impiden abrir sus tiendas y comerciar. Es un ejemplo claro de que “no se puede servir a Dios y al dinero”.
            2) Recurren a trampas para enriquecerse: disminuyen la medida (el kilo de 800 gr), aumentan el precio (el paso de la peseta al euro fue un ejemplo que pasará a la historia) y falsean la balanza.
            3) El comercio humano, reflejado en la compra de esclavos, que se pueden conseguir a un precio ridículo, “por un par de sandalias”. Hoy se dan casos de auténtica esclavitud (como los chinos traídos para trabajar a escondidas en fábricas de sus compatriotas) y casos de esclavitud encubierta (invernaderos de Almería; salarios de miseria aprovechando la coyuntura económica, etc.).



jueves, 8 de septiembre de 2016

Cuatro actitudes ante los pecadores. Domingo 24 Ciclo C.


Por una extraña coincidencia, las tres lecturas de este domingo hablan del perdón a los pecadores, tema muy de acuerdo con este año de la misericordia.

Moisés: intercesión

            Según el libro del Éxodo, Moisés pasó cuarenta días en la cumbre del monte Sinaí hablando con Dios. Demasiado tiempo para el pueblo, que termina pensando que ha muerto. En busca de algo que le ofrezca garantía y seguridad, convence al sacerdote Aarón para que fabrique un becerro de oro. En el Antiguo Oriente, el toro era un símbolo muy adecuado para representar la fuerza y vitalidad de un dios, y por eso los israelitas proclaman: «Este es tu dios, Israel, el que te sacó de Egipto».
            Sin embargo, construir imágenes de Dios es una forma de intentar manipularlo. A la imagen se la puede premiar o castigar; se la puede ungir con perfumes y ofrecer regalos si Dios me concede lo que quiero, o se la puede privar de todo si no me lo concede. Además, la imagen destruye el misterio de Dios reduciéndolo a un objeto visible.
            ¿Cómo reaccionará el Señor ante este pecado? El relato no carece de cierto humor. Dios se muestra indignado, pero no actúa. Al contrario, provoca a Moisés para que interceda por el pueblo. Como un padre que, indignado con su hijo, le dice a su esposa que piensa castigarlo para que ella interceda y le anime a perdonar.
            Las palabras que dirige a Moisés: «se ha pervertido tu pueblo, el que sacaste de Egipto» recuerdan a las que tantas veces dice un marido a su mujer: «tu hijo…», como si no fuera también suyo. Como si Israel no fuera el pueblo de Dios y no hubiera sido él quien lo sacó de Egipto. El tono humorístico, dentro de la tragedia, alcanza su punto culminante cuando Dios le pide permiso a Moisés para terminar con el pueblo: «Déjame, mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo».
            Pero Moisés no se deja tentar por la promesa de ese nuevo gran pueblo. “El que ahora guío ˗le responde a Dios˗ aunque sea pervertido y de dura cerviz, es tu pueblo, el que sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta. No me eches a mí la culpa y acuérdate de lo que prometiste a Abrahán, Isaac y Jacob”. Bastan estas pocas palabras para que el Señor se arrepienta de la amenaza.
            Dos grandes enseñanzas en este breve relato: 1) lo fácil que es convencer a Dios para que perdone; 2) el responsable de la comunidad nunca debe rechazarla por más pervertida que pueda parecer; su postura debe ser la de Moisés, recordando lo bueno que hay en ella y defendiéndola.

En aquellos días, el Señor dijo a Moisés:
- «Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un novillo de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman:
"Éste es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto."»
Y el Señor añadió a Moisés:
- «Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo.»
Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios:
- «¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta? Acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac y Jacob, a quienes juraste por ti mismo, diciendo:
"Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre."»
Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo.

Los seglares piadosos y los teólogos: rechazo y crítica

«En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: Ése acoge a los pecadores y come con ellos.»

            La lección de Moisés, intercediendo por los pecadores, no la han aprendido los teólogos de la época (los escribas) ni los seglares piadosos (fariseos). Son partidarios de una separación radical de buenos y malos que excluya cualquier contacto entre ellos. Y, dentro de los malos, los peores son los publicanos, explotadores al servicio de Roma, y los pecadores, gente que no va a la sinagoga el sábado, no ayuna, no reza tres veces al día, no paga el tributo al templo ni los diezmos, no observa las leyes de pureza, etc.
            Pero lo interesante es que escribas y fariseos no se indignan con los pecadores sino con Jesús, porque los acoge y come con ellos. No debe extrañarnos demasiado. ¿Qué dirían muchos católicos, obispos incluidos, si viesen hoy día a Jesús tomándose una cerveza en la sede de LGTB?

Jesús: alegría y acogida

            A la murmuración y la crítica de sus adversarios Jesús no responde con un ataque durísimo a su hipocresía sino contando tres parábolas (la oveja perdida, la moneda perdida y los dos hermanos), que insisten las tres en la alegría de Dios por la conversión de un solo pecador.

            ‒ Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al Regar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: ¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.

            Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: ¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido. Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.

            También les dijo:
            ‒ Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.” El padre les repartió los bienes.
            No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. 
            Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.”
            Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. " Pero el padre dijo a sus criados: "Sacad en seguida el mejor traje y vestido; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado." 
            Y empezaron el banquete.
            Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud." Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado." El padre le dijo: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."

            La parábola de los dos hermanos (conocida con el título equivocado de “el hijo pródigo”) es la que más encaja con el problema inicial. El hermano menor representa a publicanos y pecadores, el mayor a escribas y fariseos. Quien lee la parábola sin prejuicios, se escandaliza de la conducta del padre, que malcría a su hijo menor mientras se muestra duro y exigente con el mayor. Este escándalo es el mismo que experimentaban los fariseos y escribas con Jesús. Y es el que él quiere que superen pensando en el amor y la alegría que siente Dios como padre que recupera un hijo perdido. El que no vea a Dios como padre, sino como legislador, obsesionado porque se cumplan sus leyes, nunca podrá comprender esta parábola ni la vida y el mensaje de Jesús.
            La parábola nos ayuda al mismo tiempo a autoevaluarnos.     A veces nos portamos con Dios como el hijo pequeño que se marcha de la casa y sólo vuelve cuando le interesa; otras, en circunstancias familiares difíciles, actuamos como el padre, perdonando y aceptando lo inaceptable; otras, como el hermano mayor, condenamos al que no se comportan adecuadamente y evitamos el contacto con él. Conviene repasar la propia historia desde estos tres puntos de vista y ver cuál predomina.

Dios: compasión

            Los textos anteriores enseñan a través de relatos (Éxodo) y parábolas (evangelio), la segunda lectura cuenta la experiencia personal de Pablo. Él, fariseo de pura cepa, termina descubriéndose como «un blasfemo, un perseguidor y un violento». Ha maldecido a Jesús, ha metido en la cárcel a los cristianos, ha querido exterminarlos. «Pero Dios tuvo compasión de mí… Dios derrochó su gracia en mí… Jesús se compadeció de mí». La experiencia de Pablo, en mayor o menor grado, es la de cualquiera de nosotros. Y nuestra reacción debe ser también la suya de servicio y alabanza a Dios.

            Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 1, 12-17

Querido hermano:

Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí, porque yo no era creyente y no sabía lo que hacía. El Señor derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor en Cristo Jesús. Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mi: para que en mí, el primero, mostrara Cristo Jesús toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en él y tendrán vida eterna. Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.