El político que comenzase su campaña electoral
prometiendo bajar los salarios, subir los impuestos y aumentar el paro,
difícilmente despertaría mucho entusiasmo. Si encima añade: “El que me vote,
irá a la cárcel”, es probable que se quede completamente solo. Jesús llevo a
cabo una campaña más loca aún que ésta. Para ser discípulo suyo exige posponer
los amores más grandes (a la familia y a uno mismo), jugarse la fama y la vida,
renunciar a todo. Es lógico es pensar que Jesús, poniendo esas condiciones, se
quedaría sin un solo becario. ¿Ocurrió así?
La
multitud y los discípulos
Para
entender el evangelio de hoy es importante distinguir entre estos dos grupos.
El evangelio de Lucas habla a menudo de la multitud de gente que acude a escuchar a Jesús (5,1.19) y a ser curados
(5,15); vienen de todas partes (6,17), lo acompaña a Naín (7,11), lo siguen al
zonas descampadas (9,14), lo siguen a miles (12,1). A estas personas les
interesa lo que Jesús dice y hace, se benefician de su enseñanza y sus
milagros. Pero nada más.
Existe
otro grupo mucho más reducido, el de los discípulos. El término se aplica
generalmente a los Doce; pero otras veces se habla de un gran número de
discípulos (6,17; 19,37), y de este grupo más amplio escoge a setenta y dos para
enviarlos de misión (10,1).
El problema
El
evangelio de hoy comienza hablando de la gran cantidad de gente que sigue a
Jesús sin ser discípulos suyos: En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús. Es posible que por la
mente de alguno de ellos pase la idea de entrar a formar parte del grupo de los discípulos. Jesús, adelantándose a cualquier
petición en este sentido, se dirige a todos e indica las condiciones.
Primera
condición: renuncia a lo más querido
‒ Si alguno se
viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a
sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede
ser discípulo mío.
En el Antiguo Testamento, la tribu de Leví era el
modelo de servicio radical a Dios. Las Bendiciones de Moisés comentan a
propósito de ella:
Dijo
a sus padres: No os hago caso;
a sus hermanos: No os
reconozco;
a sus hijos: No os
conozco.
Cumplieron tus mandatos
y guardaron tu alianza (Deuteronomio 33,9)
Para los
levitas, el cumplimiento de la voluntad de Dios está por encima del amor a
padres, hermanos e hijos.
En línea
parecida, pero más radical, formula Jesús su exigencia: para seguirle hay que
posponer a su padre y a su madre // a su mujer y a sus hijos // a sus
hermanos y a sus hermanas. La familia de la que uno procede (padre y
madre), la familia que uno ha creado (mujer e hijos), el entorno familiar
(hermanos y hermanas) simbolizan todo el mundo afectivo; colocarlos en segundo
plano significa una gran renuncia. Pero Jesús añade un séptimo elemento, el más
duro, que no se menciona a propósito de los levitas: hay que posponerse incluso
a sí mismo.
Segunda
condición: arriesgar la fama y la vida
Quien no lleve su cruz detrás de mi no puede
ser discípulo mío.
Esta exigencia ya ha aparecido en el evangelio de Lucas, formulada de
manera más radical aún, pero que aclara el sentido: Quien quiera seguirme, niéguese a
sí, cargue con su cruz cada día y venga conmigo (9,23).
La imagen, durísima,
equivaldría a decir hoy: “El que quiera seguirme, cargue con su silla eléctrica
y venga conmigo”. Con la diferencia de que la silla eléctrica no es
transportable, mientras que la cruz la llevaba cada condenado hasta el lugar
donde iba a morir.
El hecho de que se hable
de cargar con la cruz cada día demuestra que es algo distinto de estar
dispuesto a morir. La muerte en cruz era considerada por los romanos la más
cruel e ignominiosa, prevista para graves delitos contra el estado y la
sociedad. Por consiguiente, cargar con la cruz cada día expresa la disposición
de soportar la deshonra, el odio y desprecio de la sociedad, e incluso la
muerte.
Una pausa
para reflexionar y desanimar
Lo dicho
basta para desanimar a gran parte del auditorio. Por si alguno no se ha
enterado, Jesús propone dos comparaciones que invitan a no tomar decisiones
precipitadas con respecto a su seguimiento.
¿Quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se
sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No
sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él
los que miran, diciendo: "Este hombre empezó a construir y no ha sido
capaz de acabar."
¿O qué rey, si va a dar la batalla a
otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir
al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía
lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.
Lo mismo vosotros.
Por consiguiente, antes de querer convertirte en discípulo mío, párate a
pensarlo. No sea que después fracases y hagas el ridículo. Evidentemente, Jesús
no se parecía en nada a esos directores espirituales que animaban a los y las
jóvenes a entrar en el seminario o el noviciado sin pensarlo seriamente.
Tercera
condición: renuncia a los bienes materiales
El que no renuncia a todos sus bienes no puede
ser discípulo mío.
A la
renuncia a los grandes afectos, al arriesgar la fama y la vida, Jesús añade en
tercer lugar la renuncia a los bienes materiales. Es lo que dice al joven rico
(aunque Lucas lo presenta como un jefe): Vende cuanto tienes, repártelo a
los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después sígueme. Este personaje no fue capaz de hacerlo. En cambio, Pedro,
Andrés, Santiago y Juan, “dejándolo todo, lo siguieron” (5,11). También Leví, “dejándolo todo, se levantó y lo
siguió” (5,28).
Nada nuevo
bajo el sol
Las
exigencias anteriores parecen terribles. Sin embargo, a quien ha leído con
atención el evangelio de Lucas le resultan conocidas. Coinciden con otros casos
en los que Jesús habla de las condiciones para seguirlo.
Mientras iban de
camino, uno le dijo:
‒
Te seguiré adonde vayas.
Jesús le contestó:
‒
Los zorros tienen madrigueras, las aves tienen nidos, pero este Hombre no tiene
donde recostar la cabeza.
A otro le dijo:
‒
Sígueme.
Le
contestó:
‒
Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre.
Le replicó:
‒
Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el reinado de
Dios.
Otro le dijo:
‒
Te seguiré, Señor, pero primero déjame despedirme de mi familia.
Jesús le replicó:
‒
Uno que echa mano al arado y mira atrás no es apto para el reinado de Dios.
¿Exigencias
para todos los cristianos?
En
el libro de los Hechos, cuando se cuenta la expansión de la Iglesia, el término
“discípulos” no designa ya a un grupo relativamente pequeño que acompaña a
Jesús a todas partes sino a los cristianos de Damasco, Jerusalén, Jope,
Antioquía, etc. ¿Se aplican a ellos las exigencias anteriores? ¿Son válidas,
por tanto, para todos los cristianos actuales?
El
caso que conocemos mejor es el de la tercera exigencia: la renuncia a los
bienes materiales. Cuando Ananías y Safira, un matrimonio de Jerusalén,
vendieron un campo, se quedaron con parte del dinero y pusieron el resto al
servicio de la comunidad, pero fingiendo que lo entregaban todo. San Pedro les
dice que no estaban obligados a entregar nada; lo malo era que
intentaran engañar. Este ejemplo deja claro que para formar parte de la
comunidad cristiana, para ser discípulo, no había que renunciar a todos los
bienes materiales. De hecho, en las comunidades fundadas por Pablo, lo que él
aconsejaba era compartir los bienes con los necesitados.
Las
dos primeras exigencias, que nos resultan tan duras, posiblemente sí tuvieran
que vivirlas bastante a menudo la mayoría de los cristianos. En una época de
frecuentes persecuciones, y en la que los cristianos eran ridiculizados e
insultados como criminales y enemigos del estado, hacerse discípulo de Jesús supuso
en muchos casos la ruptura con los seres más queridos, la pérdida de la fama y
la estima social, e incluso la muerte. La situación no es muy distinta en
bastantes comunidades actuales de África y Asia, prescindiendo del desprestigio
que supone en muchos ambientes occidentales el hecho de confesarse cristiano.
El
misterio
Jesús no
se quedó sin becarios. Al contrario, cuanto más difíciles eran las
circunstancias, más eran los que querían seguirle. Como escribió Tertuliano, un
padre de la Iglesia que vivió entre los años 160-220: “La sangre de los
mártires es semilla de cristianos”. Lo que desanima de seguir a Jesús no son
sus grandes exigencias, sino la comodidad y vulgaridad de quienes lo seguimos.
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