miércoles, 24 de junio de 2015

En busca de la mejor medicina. Domingo 13. Ciclo B.

La muñeca rusa (Mc 5,21-43)

En los evangelios, los relatos de milagros son como contenedores bien cerrados, unos juntos a otros, sin que se mezcle su contenido. El pasaje de Marcos que leemos hoy recuerda, en cambio, a las muñecas rusas: un milagro dentro de otro. Jesús va a curar a una niña y se cuela por medio una enferma con flujo de sangre. Esa mezcla da gran dramatismo e interés al conjunto. Indico los dos relatos con distintos colores.

En aquel tiempo, cuando Jesús regresó en barca a la otra orilla, se reunió con él mucha gente, y se quedó junto al lago. Llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y, al ver a Jesús, se echó a sus pies rogándole con insistencia:
̶  «Mi hijita se está muriendo; ven a poner tus manos sobre ella para que se cure y viva».
Jesús fue con él.
Lo seguía mucha gente, que lo apretujaba. Y una mujer que padecía hemorragias desde hacía doce años, que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado toda su fortuna sin obtener ninguna mejoría, e incluso había empeorado, al oír hablar de Jesús, se acercó a él por detrás entre la gente y le tocó el manto, pues se decía: «Con sólo tocar sus vestidos, me curo». Inmediatamente, la fuente de las hemorragias se secó y sintió que su cuerpo estaba curado de la enfermedad. Jesús, al sentir que había salido de él aquella fuerza, se volvió a la gente y dijo:
̶  «¿Quién me ha tocado?».
Sus discípulos le contestaron:
̶  «Ves que la multitud te apretuja, ¿y dices que quién te ha tocado?».
Él seguía mirando alrededor para ver a la que lo había hecho. Entonces la mujer, que sabía lo que había ocurrido en ella, se acercó asustada y temblorosa, se postró ante Jesús y le dijo toda la verdad. Él dijo a la mujer:
̶  «Hija, tu fe te ha curado; vete en paz, libre ya de tu enfermedad».
Todavía estaba hablando, cuando llegaron algunos de casa del jefe de la sinagoga diciendo:
̶  «Tu hija ha muerto. No molestes ya al maestro».
Pero Jesús, sin hacer caso de ellos, dijo al jefe de la sinagoga:
̶  «No tengas miedo; tú ten fe, y basta».
Y no dejó que le acompañaran más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Al llegar a la casa del jefe de la sinagoga, Jesús vio el alboroto y a la gente que no dejaba de llorar y gritar. Entró y dijo:
̶  «¿Por qué lloráis y alborotáis así? La niña no está muerta, está dormida».
Y se reían de él. Jesús echó a todos fuera; se quedó sólo con los padres de la niña y los que habían ido con él, y entró donde estaba la niña. La agarró de la mano y le dijo:
̶  «Talitha kumi», que significa: «Muchacha, yo te digo: ¡Levántate!».
Inmediatamente la niña se levantó y echó a andar, pues tenía doce años. La gente se quedó asombrada. Y Jesús les recomendó vivamente que nadie se enterara. Luego mandó que diesen de comer a la niña.

La medicina tradicional: imposición de manos

El comienzo parece normal: un padre preocupado por su hija gravemente enferma. Lo que no es normal es su convencimiento de que Jesús puede curarla con sólo ponerle la mano encima. En nuestra cultura, el enfermo agradece que el médico no le hable a distancia; que lo ausculte y lo papel si es preciso. En la cultura antigua, el hombre santo y el curandero ejerce su poder mediante el contacto físico. En el evangelio de Lucas se dice que «toda la gente intentaba tocarlo, porque salía de él una fuerza que curaba a todos» (Lc 6,19). En efecto, Jesús cura a la suegra de Pedro tomándola de la mano; imponiendo las manos cura a diversos enfermos (Mc 6,5; Lc 4,40), a un sordomudo (Mc 7,32), a un ciego (Mc 8,23.25), a la mujer tullida (Lc 13,13); poniendo barro en los ojos del ciego de nacimiento le devuelve la vista (Jn 9,15); y a los discípulos les concede el poder de curar enfermos imponiendo las manos (Mc 16,18). Quien se haya fijado en las citas, habrá visto que casi todas son de Marcos y Lucas. Parece que a Mateo y Juan no les entusiasmaba el procedimiento, podría causar la impresión de un poder mágico.

Una nueva receta: tocar el manto

            Si Jairo está convencido de que la imposición de manos de Jesús basta para salvar a su hija, la mujer con flujo de sangre va mucho más lejos: le bastaría tocar su manto. El relato acentúa la gravedad y persistencia de la enfermedad (¡doce años!), el fracaso de los médicos y el dineral gastado en buscarle solución. De repente, a la mujer le basta oír hablar de Jesús para depositar en él toda su confianza; ni siquiera en él, en su manto. ¿Fe o desesperación? Algunos de los primeros cristianos, amantes de aplicarse los relatos evangélicos, podrían identificarse fácilmente con la mujer. «Yo también estaba desesperado, oí hablar de Jesús, y todo cambió.»

La verdadera medicina: la fe

            La mujer se cura al punto. Pero el relato toma un sesgo dramático. Jesús nota que una fuerza especial ha salido de él y quiere saber quién la ha provocado. Pregunta, rechaza la excusa de los discípulos, mira con atención a su alrededor, hasta que la mujer se presenta temblorosa y asustada. (Marcos describe a Jesús de forma tan humana, tan poco ortodoxa, que a Mateo por poco le dio un infarto y suprimió toda esa parte de su evangelio: Jesús sabe perfectamente lo que ha pasado.)
            El lector termina poniéndose en contra de Jesús y a favor de la mujer. ¿Por qué le está haciendo pasar un rato tan malo? Es un recurso genial de Marcos, el mismo que utiliza en la curación de la hija de la mujer cananea: poner al lector en contra de Jesús y a favor del quien le suplica. ¿Para qué? Para que Jesús ofrezca al final la verdadera enseñanza.
            Imaginemos que la mujer se cura y Jesús no pregunta nada. El lector se dice: «Llevaba razón la mujer. Bastaba con tocarle el manto.» Quizá añadiría: «En realidad, quien cura es Jesús, no el manto.» Pero todo el teatro montado por Jesús sirve para llegar a una conclusión muy distinta: «Hija, tu fe te ha curado.» Ni Jesús ni el manto, «tu fe». Esta afirmación podrá parecer atrevida, casi herética, a algunos teólogos. Pero, en este caso, Mateo y Lucas coincidieron con Marcos al pie de la letra: «Hija, tu fe te ha curado.»

Una medicina que, además de curar, resucita

            La acción vuelve a su origen, pero de forma trágica: la niña ha muerto. No hay que molestar al Maestro. Pero Jesús le recomienda al padre la medicina usada por la hemorroisa: «No tengas miedo; tú ten fe, y basta». Siguen hasta la casa y se sumergen en un mundo de llantos y lamentos.

La gente es lista, no se deja engañar por Jesús

            Cuando yo era joven, me indignaba leer que la gente se ríe de Jesús cuando dice que la niña no está muerta, sino dormida. Me parecía una tremenda falta de respeto. Pero estaba equivocado. La risa de la gente demuestra que Jesús no puede engañarlos. Él quiere pasar desapercibido, presentar lo que hace como algo normal, sin importancia; pero la gente sabe muy bien que la niña ha muerto, que Jesús ha realizado un gran milagro. El detalle final de darle a la niña de comer sirve para demostrar la realidad de la resurrección.

Resurrecciones en esta vida y fe en la vida futura

            La resurrección de la hija de Jairo (contada por Marcos, Mateo y Lucas) trae a la memoria otros relatos parecidos, pero peculiares: la resurrección del hijo de la viuda de Naín, que sólo cuenta Lucas; y la resurrección de Lázaro, que sólo cuenta Juan. ¿Cómo es posible que estos dos hechos tan famosos no se encuentren en los cuatro evangelios? Es cierto que la tradición oral olvida a menudo cosas y detalles. Pero resulta extraño que un evangelista no los conozca. Como un biógrafo de Beethoven que no ha oído hablar de la 9ª Sinfonía.
            A los evangelistas no les preocupaba, como a nosotros, el hecho histórico en cuanto tal, sino la realidad de lo que contaban. Lo importante no es que Jesús resucitara a Lázaro (que al cabo de los años volvería a morirse), sino que nos resucitará a todos a una vida sin fin. «Yo soy la resurrección y la vida» es también el gran mensaje de la resurrección de la hija de Jairo.


            

jueves, 18 de junio de 2015

Jesús salva a su familia, Domingo 12. Ciclo B.

Si en la liturgia se leyera el evangelio de Marcos tal como él lo escribió, no a saltos, trompicones y omisiones, habríamos advertido que la popularidad creciente de Jesús suscita tres reacciones muy distintas: desconfianza por parte de su familia, rechazo por parte de los escribas, aceptación por parte de su nueva familia (“estos son mis hermanos, mis hermanas y mi madre”). A esa nueva familia, Jesús la instruye en el capítulo de las parábolas (de las que sólo leímos dos el domingo pasado) e, inmediatamente después, la salva. Con este episodio de la tempestad calmada Marcos pretende también que el lector se pregunte una vez más quien es Jesús.

El mar como símbolo de las fuerzas caóticas (Job 38,1.8-11)

            En el mito mesopotámico de la creación (Enuma elish) el dios Marduk debe luchar contra la diosa Tiamat, que representa el mar, para poder crear el universo. El mar simboliza el peligro, la amenaza a la vida. (En términos modernos, el tsunami que devora y destruye la tierra firme.)
La primera lectura, del libro de Job, recoge este tema, pero despojándolo de sus connotaciones politeístas. El mar no es una diosa, es una fuerza caótica que amenaza con cubrirlo todo. El Señor no le machaca el cráneo ni la descuartiza, como hace Marduk con Tiamat; se limita a encerrarlo con doble puerta, a fijarle un confín en el que «se romperá el orgullo de tus olas».

Entonces el Señor respondió a Job desde el seno de la tempestad: ¿Quién encerró con doble puerta el mar, cuando salía borbotando del seno, cuando una nube le puse por vestido y el oscuro nublado por pañales; cuando le fijé sus confines y le puse en torno puertas y cerrojos, y le dije: «No pasarás de aquí, aquí se romperá la soberbia de tus olas»?

El peligro del mar (Salmo 107)

El mar no es sólo una amenaza para la tierra firme, lo es también cuando se intenta cruzarlo en una pequeña nave como las antiguas. En el momento más inesperado se oscurece el cielo, estalla la tormenta, la nave sube y baja al ritmo frenético del oleaje. Sólo cabe la posibilidad de encomendarse a Dios. Esta es la experiencia que recoge el fragmento del Salmo 107, al que quizá mucha gente no preste atención, pero esencial para entender el evangelio de hoy.

Los que a la mar se hicieron con sus naves,
buscando su negocio en las aguas inmensas,
vieron las obras del Señor
y sus milagros en el alta mar.
A su palabra se desató una tempestad
que levantó unas grandes olas:
subían a los cielos, bajaban al abismo,
se vinieron abajo ante el peligro;
En su angustia gritaron al Señor,
y él los libró de sus apuros.
Redujo la tempestad a suave brisa
y las olas se calmaron.
Se llenaron de alegría al verlas ya calmadas,
y él los llevó al puerto deseado.
Den gracias al Señor por su amor,
por sus milagros en favor de los humanos.

Jesús, los discípulos y el mar (Marcos 4,35-41)

            El pasaje del evangelio podemos dividirlo en cinco partes: 1) introducción: Jesús y los discípulos se embarcan a la otra orilla; 2) la tormenta: reacción opuesta de Jesús, que duerme, y de los discípulos, que lo despiertan asustados; 3) Jesús calma la tormenta; 4) Palabras de Jesús a los discípulos; 5) reacción final de éstos.

1) Aquel mismo día, ya caída la tarde, Jesús dijo a sus discípulos: «Pasemos a la otra orilla». Y dejando a la gente, lo llevaron con ellos en la barca tal como se encontraba; y le acompañaban otras barcas.
2) Se levantó entonces una fuerte borrasca, y las olas saltaban por encima de la barca, de suerte que estaba a punto de llenarse. Jesús estaba durmiendo sobre un cabezal en la popa. Ellos lo despertaron y le dijeron: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?».
3) Él se levantó, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla! ¡Cálmate!». Y el viento cesó y se hizo una gran calma.
4) Después les dijo: «¿Por qué sois tan miedosos? ¿Por qué no tenéis fe?».
5) Ellos quedaron sumamente atemorizados, y se decían unos a otros: «¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?».

Tres de estas partes tienen especial relación con los textos de Job y el Salmo.
            La segunda (la tormenta) recuerda la situación de grave peligro descrita en el Salmo. Pero, en este caso, los discípulos no se encomiendan a Dios, acuden a Jesús; no creen que pueda resolver el problema, simplemente les asombra que duerma tan tranquilo mientras están a punto de hundirse.
La tercera, en cambio, recuerda la lectura de Job, no por el tono poético, sino por el poder y la autoridad suprema que Jesús manifiesta sobre el mar, semejante a la de Dios en el Antiguo Testamento.
            La quinta, que habla de la reacción de los discípulos, recuerda la reacción de los navegantes en el Salmo, pero con un cambio fundamental: los marineros del salmo se llenan de alegría y dan gracias a Dios, los discípulos sienten gran miedo y se preguntan quién es Jesús. Curiosamente, Marcos no ha dicho que los discípulos tuvieran miedo durante la tormenta, pero ahora sí lo tienen; es el miedo que provoca el contacto con el misterio.
            Prescindiendo de la introducción, la parte que queda sin paralelo es la cuarta, las palabras de Jesús a los discípulos, que les interroga sobre su miedo y su fe. La ausencia de paralelo sugiere que estas dos preguntas son esenciales en el relato. De hecho, el pasaje dice al lector dos cosas: 1) el poder de Jesús es semejante al que se atribuye a Dios en el Antiguo Testamento; poder para dominar el mar y poder para salvar. 2) Al escuchar la lectura, el cristiano debe reconocer que sus miedos son muchos y su fe poca. Conocer a Jesús no es saberse de memoria unas fórmulas de antiguos concilios. El evangelio debe sorprendernos día a día y hacer que nos preguntemos quién es Jesús.

            Desde antiguo se valoró el aspecto simbólico del relato: la nave de la iglesia, sometida a todo tipo de tormenta, esa salvada por Jesús. Un aspecto que también podemos valorar a nivel individual.

jueves, 11 de junio de 2015

El enigma, la mostaza y el cedro. Domingo 11. Ciclo B.

Terminado el tiempo de Pascua y las fiestas posteriores (Pentecostés, Trinidad, Corpus Christi) volvemos al tiempo ordinario. Es como llegar tarde al cine, en mitad de una película. Jesús está hablando a la gente y no sabemos qué ha ocurrido antes. Pero no es cuestión de contarlo ahora. Prestemos atención a lo que dice. Son dos parábolas, dos comparaciones, las dos muy breves.

El campesino y la tierra

En aquel tiempo decía Jesús a las turbas: – El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche, y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega.

            Lo que dice la primera parábola parece una tontería: que el campesino siembra y luego se olvida de lo que ha sembrado hasta llegar el momento de la siega; la que trabaja es la tierra, es ella la que hace crecer los tallos, las espigas y el grano. Eso lo saben todos los galileos que escuchan a Jesús. ¿Dónde radica la novedad de esta parábola? En que Jesús compara la actividad del campesino con lo que ocurre en el reino de Dios. También aquí la semilla termina dando fruto sin que el campesino trabaje, mientras duerme.
Y entonces surgen los interrogantes: ¿quién es el campesino? ¿Es Jesús? No parece lógico, porque el campesino de la parábola no sabe lo que ocurre. ¿Son los apóstoles y misioneros que anuncian el evangelio, y éste da fruto aunque ellos no se den cuenta? ¿Quién es la tierra? ¿Es cada cristiano, en el que la semilla va dando fruto mientras el que ha sembrado duerme?
La parábola es un misterio y se comprende que Mateo y Lucas (por motivos pastorales, como ahora se dice) no la copiasen. La liturgia católica, que suprime a placer infinidad de textos, no ha mostrado la misma preocupación.

La mostaza y el cedro

Dijo también: – ¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas. Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.

La segunda comparación es más clara y de enorme actualidad, sobre todo en muchos países occidentales, donde el cristianismo parece andar de capa caída. Jesús compara a la comunidad cristiana, el reino de Dios en la tierra, con la semilla de mostaza; algo diminuto, pero que, al cabo del tiempo, se convierte en árbol y puede acoger a los pájaros del cielo. No hay que desanimarse si la iglesia es un arbolito pequeño, poco mayor que las hortalizas.
Quien conoce el Antiguo Testamento, advierte que esta parábola recoge una comparación de Ezequiel modificándola radicalmente. Este profeta se dirige a los judíos de su tiempo, desanimados por tantas desgracias políticas, económicas y religiosas. Para infundirles esperanza, compara al pueblo con un árbol. Pero no con el modesto arbolito de la mostaza, sino con un majestuoso cedro, del que Dios arranca un esqueje para plantarlo «en un monte elevado, en la montaña más alta de Israel».

Esto dice el Señor Dios: – Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré. De sus ramas más altas arrancaré una tierna y la plantaré en la cima de un monte elevado; la plantaré en la montaña más alta de Israel, para que eche brotes y dé fruto y se haga un cedro noble. Anidarán en él aves de toda pluma, anidarán al abrigo de sus ramas.

Todo es grandioso en Ezequiel; en el evangelio, todo es modesto. Pero el resultado es el mismo; en ambos árboles pueden anidar los pájaros. La comparación de Ezequiel recuerda la imagen de una iglesia universal dominante, grandiosa, respetada y admirada por todos. La de Jesús, una comunidad modesta, sin grandes pretensiones, pero alegre de poder acoger a quien la necesite.

El destierro y la patria

El tiempo ordinario nos devuelve también a la problemática realidad de la segunda lectura, sin relación con la primera ni con el evangelio. Un inciso que dificulta más que ayuda. Eso no significa que no contenga mensajes importantes.

Hermanos: Siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos, estamos desterrados, lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe. Y es tal nuestra confianza, que preferimos desterrarnos del cuerpo y vivir junto al Señor. Por lo cual, en destierro o en patria, nos esforzamos en agradarle. Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho en esta vida.

Este breve fragmento de la segunda carta a los Corintios nos permite conocer los sentimientos más íntimos de Pablo. La conversión supuso para él un cambio radical con respecto a la persona de Jesús. De perseguirlo pasó a estar tan entusiasmado con él que, por su gusto, preferiría morir para estar con el Señor. Su situación le recuerda a la de tantos contemporáneos suyos, que por motivos políticos eran desterrados, lejos de Roma o de otra ciudad importante. Él también se siente desterrado, lejos del Señor. Y le gustaría morir, porque sólo con la muerte se puede volver a la verdadera patria y estar cerca del Señor. (Siglos más tarde santa Teresa diría algo parecido: «Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero que muero porque no muero».) Pero Pablo acepta la realidad. En el destierro o en la patria, debemos esforzarnos por agradar a Dios.


jueves, 4 de junio de 2015

Fiesta del Corpus Christi. Ciclo B.

Esta fiesta comenzó a celebrarse en Bélgica en 1246, y adquirió su mayor difusión pública dos siglos más tarde, en 1447, cuando el Papa Nicolás V recorrió procesionalmente con la Sagrada Forma las calles de Roma. Dos cosas pretende: fomentar la devoción a la Eucaristía y confesar públicamente la presencia real de Jesucristo en el pan y el vino. Las lecturas, sin restar importancia a estos aspectos, centran la atención en el compromiso del cristiano con Dios, sellado con el sacrificio del cuerpo y la sangre de Cristo.

1ª lectura: la sangre y la antigua alianza (Éxodo 24,3-8)

En aquellos días, Moisés bajó y contó al pueblo todo lo que había dicho el Señor y todos sus mandatos; y el pueblo contestó a una: «Haremos todo lo que dice el Señor.» Moisés puso por escrito todas las palabras del Señor. Se levantó temprano y edificó un altar en la falda del monte, y doce estelas, por las doce tribus de Israel. Y mandó a algunos jóvenes israelitas ofrecer al Señor holocaustos, y vacas como sacrificio de comunión. Tomó la mitad de la sangre, y la puso en vasijas, y la otra mitad la derramó sobre el altar. Después, tomó el documento de la alianza y se lo leyó en alta voz al pueblo, el cual respondió: «Haremos todo lo que manda el Señor y lo obedeceremos.» Tomó Moisés la sangre y roció al pueblo, diciendo: «Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos.»

La lectura cuenta el momento culminante de la experiencia de los israelitas en el monte Sinaí. Después de escuchar la proclamación de la voluntad de Dios (el decálogo y el código de la alianza), manifiesta su voluntad de cumplirla: «Haremos todo lo que el Señor nos dice».
            En una mentalidad moderna, poco amante de símbolos, esas palabras habrían bastado. El hombre antiguo no era igual. Un pacto tan serio requería un símbolo potente. Y no hay cosa más expresiva que la sangre, en la que radica la vida. Siglos más tarde, algunos caballeros medievales sellaban un pacto haciéndose un corte en el antebrazo y mezclando la sangre. Naturalmente, Dios no puede sellar una alianza con los hombres mediante ese rito. Por muchos antropomorfismos que usen los autores bíblicos al hablar de Dios, él no tiene un brazo que cortarse ni una sangre que mezclar. Tampoco se puede pedir a todos los israelitas que se hagan un corte y den un poco de sangre. Se recurre entonces al siguiente simbolismo: Dios queda representado por un altar, y la sangre no será de dioses ni de hombres, sino de vacas. Al matarlas, la mitad de la sangre se derrama sobre el altar. Se expresa con ello el compromiso que Dios contrae con su pueblo. La otra mitad se recoge en vasijas, pero antes de rociar con ella al pueblo, se vuelve a leer el documento de la alianza (Éxodo 20-23), y el pueblo asiente de nuevo: «Haremos todo lo que manda el Señor y lo obedeceremos.»
            Pero en la antigüedad hay también otra forma, incluso más frecuente, de sellar una alianza: comiendo juntos los interesados. Esta modalidad también aparece en el relato del Éxodo (pero ha sido omitida por la liturgia). Después de la ceremonia de la sangre con todo el pueblo, Moisés, Aarón, Nadab, Abihú y los setenta dirigentes de Israel suben al monte, donde comen y beben ante el Señor (Éxodo 24,9-11). Esta segunda modalidad será esencial para entender el evangelio.

2ª lectura: la sangre, el perdón y la nueva alianza (Hebreos 9,11-15)

Como diría un cínico, los buenos propósitos nunca se cumplen. En el caso de los israelita llevaría razón. El propósito de obedecer a Dios y hacer lo que él manda no lo llevaron a la práctica a menudo. Surgía entonces la necesidad de expiar por esos pecados, incluso los involuntarios. Y la sangre vuelve a adquirir gran importancia. Ya que en ella radica la vida, es lo mejor que se puede ofrecer a Dios para conseguir su perdón. Pero el Dios de Israel no exige víctimas humanas. La sangre será de animales puros: machos cabríos, becerros, toros, vacas, corderos, tórtolas, pichones.
El autor de la carta a los Hebreos contrasta esta práctica antigua con la de Jesús, que se ofrece a sí mismo como sacrificio sin mancha. Con ello, no sólo nos consigue el perdón sino que, al mismo tiempo, sella con su sangre una nueva alianza entre Dios y nosotros.

Hermanos: Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Su tabernáculo es más grande y más perfecto: no hecho por manos de hombre, es decir, no de este mundo creado. No usa sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna. Si la sangre de machos cabríos y de toros y el rociar con las cenizas de una becerra tienen el poder de consagrar a los profanos, devolviéndoles la pureza externa, cuánto más la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo. Por esa razón, es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna.

Evangelio: pan, vino y nueva alianza (Marcos 14-12-16. 22-26)

El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?» Él envió a dos discípulos, diciéndoles: «Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: "El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?" Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.» Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo.» Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron. Y les dijo: «Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios.» Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos.

La acción de Jesús en la Cena de Pascua reúne las dos formas de sellar una alianza que comentamos en la primera lectura, pero invirtiendo el orden. Se comienza por la comida, se termina aludiendo a la sangre de la nueva alianza. Aparte de esto hay diferencias notables. Los discípulos no comen en presencia de Dios, comen con Jesús, comen el pan que él les da, no la carne de animales sacrificados; y el vino que beben significa algo muy distinto a lo que bebieron las autoridades de Israel: anticipa la sangre de Jesús derramada por todos.
            ¿Dónde radica la diferencia principal entre la antigua y la nueva alianza? En que la antigua no cuesta nada a nadie; basta matar unos animales para obtener su sangre. La nueva, en cambio, supone un sacrificio personal, el sacrificio supremo de entregar la propia vida, la propia carne y sangre.
            Pero no podemos quedarnos en la simple referencia al pan y al vino, al cuerpo y la sangre. Para Jesús son la forma simbólica de sellar nuestro compromiso con Dios, por el que nos obligamos a cumplir su voluntad.
            El cuarto evangelio, que no cuenta la institución de la Eucaristía, pone en este momento en boca de Jesús un largo discurso en el que insiste, por activa y por pasiva, en que observemos sus mandamientos, mejor dicho, su único mandamiento: que nos amemos los unos a los otros.
            Si la celebración del Corpus Christi se limita a una expresión devota de nuestra devoción a la Eucaristía o, peor aún, si se convierte en simple fiesta de interés turístico, no cumple su auténtico sentido. Es fácil lanzar flores a la custodia por la calle; lo difícil es tratar bien a las personas que nos encontramos por la calle.