¿Cuatro semanas para prepararnos a recordar el nacimiento de Jesús? No. El Adviento es más que eso. No se trata de recordar románticamente un hecho pasado, sino de comprender a fondo lo ocurrido y prepararnos para el encuentro definitivo con el Señor. Para ello, la liturgia nos sugiere tres actitudes: súplica (1ª lectura), admiración ante los bienes recibidos (2ª lectura) y vigilancia (evangelio).
Suplica (Isaías 63, 16b-17. 19b; 64, 2b-7)
La primera lectura nos sitúa unos cinco siglos antes de la venida de Jesús, cuando la situación en Jerusalén y Judá dejaba mucho que desear desde todos los puntos de vista: político, social, religioso. El pueblo de Israel se ve como un trapo sucio, un árbol de ramas secas y hojas marchitas. La situación no sería muy distinta de la nuestra. Pero el pueblo, en vez de culpar a los políticos, a los independentistas, a los banqueros, al FMI, a los Presidentes de las grandes potencias, se reúne en asamblea litúrgica y entona una lamentación.
Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es Nuestro redentor. Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema? Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia! Bajaste, y los montes se derritieron con tu presencia. Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en e1. Sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos. Estabas airado, y nosotros fracasamos: aparta nuestras culpas, y seremos salvos. Todos éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado; todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento. Nadie invocaba tu nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas en poder de nuestra culpa. Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano.
Las
palabras del pueblo ofrecen un curioso contraste al hablar de Dios. A veces
destaca sus rasgos positivos: es «nuestro padre», «nuestro redentor», «sales al
encuentro del que practica la justicia», «somos todos obra de tu mano». Otras
se queja de que «nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón», «estabas
airado y nosotros fracasamos», «nos ocultabas tu rostro». Pero el pueblo
reconoce que la culpa no es de Dios, sino suya: «todos éramos impuros, nuestra
justicia era un paño manchado, nuestras culpas nos arrebataban como el viento,
nadie invocaba tu nombre, ni se esforzaba por aferrarse a ti».
¿Cuál es
la solución? Sorprendentemente, que Dios se convierta: «vuelve por amor a tus
siervos», «ojalá rasgases el cielo y bajases», «aparta nuestras culpas». Los
profetas anteriores (Amós, Isaías, Jeremías…) habían concedido gran importancia
a la conversión, al hecho de que el pueblo volviese a Dios y cambiase su forma
de actuar. Quienes rezan esta lamentación no confían en ellos mismos. Debe ser
Dios mismo quien vuelva y, como buen alfarero, moldee una nueva vasija.
En el contexto del Adviento, la frase que más llama la atención y ha motivado la inclusión de este texto en la liturgia es: «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!». Aunque el profeta piensa en una venida de Dios, la liturgia nos hace pensar en la venida de Jesús. Pero ese recuerdo debe ir acompañado del reconocimiento de nuestra debilidad y la necesidad de ser salvados.
Admiración (1 Corintios 1,3-9)
La respuesta de Dios supera con creces lo que pedía el pueblo en la lectura de Isaías, aunque de modo distinto. Dios Padre no rasga el cielo, no sale a nuestro encuentro personalmente. Envía a Jesús, y desde el momento en el que lo aceptamos, nuestra vida cambia por completo.
Hermanos: La gracia y la Paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sean con vosotros. En mi acción de gracias a Dios os tengo siempre presentes, por la gracia que Dios os ha dado en Cristo Jesús. Pues por él habéis sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber; porque en vosotros se ha probado, el testimonio de Cristo. De hecho, no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de que acusaros en el día de Jesucristo, Señor nuestro. Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo, Señor nuestro. ¡Y él es fiel!
Pablo
habla de nuestro pasado, nuestro futuro y nuestro presente.
En el
pasado, Dios nos ha enriquecido en todo; nos ha llamado a participar de la
vida de su Hijo, Jesucristo. La imagen es potente y extraña. Recuerda a la
experiencia de un hijo con su madre, de la que recibe la vida. Pero esa
relación vital no termina cuando se corta el cordón umbilical, perdura siempre.
Con
respecto al futuro, aguardamos la manifestación de Jesucristo, la segunda y
definitiva venida del Señor, tema esencial para los primeros cristianos y que
debería serlo para nosotros en este tiempo de Adviento.
En el
presente, «no carecemos de nada». Cuando tanta gente se lamenta, a veces
con razón, de las muchas cosas de que carece, estas palabras pueden resultar
casi hirientes: «No carecéis de ningún don». Buen momento, este del Adviento,
para pensar en qué cosas valoramos: si las materiales, que a menudo faltan, o
la riqueza espiritual que proporciona Jesús.
Esta enseñanza de Pablo no se produce en un contexto de fría reflexión teológica, sino de oración y acción de gracias al pensar en sus cristianos de Corinto, la más complicada y problemática de sus comunidades.
Vigilancia (Marcos 13, 33-37)
No deja de ser irónico que precisamente el evangelio no hable de Dios Padre ni de Jesús. Se centra en nosotros, en la actitud que debemos tener: «vigilad», «velad», «velad». Tres veces la misma orden en pocas líneas. Porque el Adviento no solo pretende recordar la venida del Señor, sino también prepararnos para el encuentro final con Él.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje y dejo su casa, y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!»
La
actividad pública de Jesús termina con un discurso sobre el fin del mundo y su
segunda venida, que no está dirigido a todos los discípulos, como sugiere la
introducción del evangelio de hoy, sino solo a los cuatro primeros llamados por
Jesús: Pedro, Santiago, Juan y Andrés (Mc 13,3-37). Jesús ha dicho poco antes
que de los grandes edificios del templo no quedará piedra sobre piedra. Para
estos cuatro, el fin del templo de Jerusalén equivale al fin del mundo, y
desean saber cuándo ocurrirá y qué señales lo precederán. Un tema que a
nosotros nos parece más propio de los Testigos de Jehová, pero que creaba
enorme preocupación en las primeras comunidades cristianas. El discurso
responde a estas cuestiones, pero termina con esta exhortación a la vigilancia,
que la liturgia, con pleno sentido, aplica a todos los discípulos y a todos
nosotros.
¿En qué
consiste la vigilancia? Se sugiere con muy pocas palabras: «dio a cada uno de
sus criados su tarea». Esa es, en parte, la misión del Adviento: reflexionar
sobre la propia tarea recibida de Dios y examinar si la cumplimos debidamente.
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