Las lecturas continúan las tres situaciones de la iglesia que comenté el domingo pasado.
Iglesia naciente: modelo de una nueva comunidad (Hechos de los apóstoles)
En aquellos días, Felipe bajó a la ciudad de Samaria y
predicaba allí a Cristo. El gentío escuchaba con aprobación lo que decía
Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban
viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y
muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría.
Cuando los apóstoles, que estaban en Jerusalén, se enteraron de que Samaria había recibido la palabra de Dios, enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban sólo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.
Tras la institución de los diáconos,
Lucas cuenta la actividad de uno de ellos, Felipe, en la fundación de la
comunidad de Samaria. Esto le sirve para indicar las características que
debería tener cualquier nueva comunidad.
1) No debe excluir a nadie. Felipe
se dirige a Samaria, la región más despreciada y odiada por un judío.
2) Felipe predica a Cristo. Los
misioneros no proponen una filosofía moral ni una ética; su intención
primordial no es reformar las costumbres sino dar a conocer a Jesús.
3) La palabra va acompañada de la
acción. Lucas la concreta en signos y prodigios semejantes a los que realizaron
Jesús y los apóstoles: curación de todo tipo de enfermos.
4) El fruto de esta actividad es que
«la ciudad se llenó de alegría». El evangelio no es un mensaje triste.
5) Sólo falta algo que el diácono Felipe no puede dar: el Espíritu Santo. Eso lo concede la oración de los apóstoles Pedro y Juan, que simbolizan al mismo tiempo con su presencia la unión entre la nueva comunidad y la iglesia madre de Jerusalén.
Iglesia sufriente: calumnias y esperanza (1 de Pedro)
Queridos hermanos: Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere; pero con mansedumbre y respeto y en buena conciencia, para que en aquello mismo en que sois calumniados queden confundidos los que denigran vuestra buena conducta en Cristo; que mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal. Porque también Cristo murió por los pecados una vez para siempre: el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios. Como era hombre, lo mataron; pero, como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida.
La carta de Pedro menciona el tema
de las calumnias que sufrían los primeros cristianos. Recuerdo dos de ellas,
tomadas de textos de Tertuliano y Minucio Félix.
Se decía que cuando uno iba a incorporarse a la comunidad e
iniciarse en los misterios, se tomaba a un niño muy pequeño, se lo recubría por
completo de harina y se lo colocaba sobre una mesa. Cuando el neófito entraba
en la sala, le ordenaban golpear con fuerza aquella masa. Él lo hacía, pensando
que no se trataba de nada grave. Y golpeaba una y otra vez hasta matar al niño.
Entonces, todos se lanzaban sobre el niño muerto para lamer su sangre y
repartirse sus miembros, sellando de ese modo la alianza con Dios.
Otra acusación era la del incesto. Según ella, los cristianos se
reúnen en sus días de fiesta para celebrar un gran banquete. Acuden con sus
hijos, hermanas, madres, personas de todo sexo y edad. La sala está iluminada
sólo por un candelabro, al que se encuentra atado un perro. Cuando han comido y
bebido abundantemente, ya medio borrachos, excitan al perro tirándole trozos de
carne a un sitio al que no puede llegar, hasta que el perro tira el candelabro,
se apaga la luz, y todos se abrazan al azar y se entregan a la mayor orgía entre
hermanos y hermanas.
En este contexto, la carta de Pedro recomienda:
1) Saber dar razón de nuestra esperanza con mansedumbre y respeto.
Es decir, saber explicar qué creemos y esperamos, pero sin usar condenas y
descalificaciones.
2) Es mejor padecer haciendo el bien que padecer haciendo el mal.
Esta conducta, humanamente tan difícil, sólo se puede conseguir recordando el ejemplo de Jesús que, siendo inocente, murió por los culpables. E igual que él resucitó, también nosotros recibiremos el premio de nuestra paciencia.
Iglesia creyente: una advertencia y dos promesas (Juan 14,15-21)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos.
Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté
siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo,
porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque vive con
vosotros y está con vosotros.
No os dejaré huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.»
Imaginemos la escena. Jesús está a punto de morir (en el lenguaje del cuarto evangelio, de “volver al Padre”). Es lógico que los discípulos se sientan abandonados. Jesús los anima con una advertencia y dos promesas.
1) La advertencia. Este breve fragmento comienza y termina con palabras muy parecidas: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos.» «El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama». Como dice el refrán: «Obras son amores, y no buenas razones». La relación entre el amor y la observancia de los mandamientos es muy antigua en Israel: se remonta al Deuteronomio, donde amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser, se concreta en la observancia de sus leyes, mandatos y decretos. En el caso de Jesús hay una gran diferencia, sus mandamientos se resumen en uno solo: «Esto os mando: que os améis los unos a los otros como yo os he amado».
2) Primera promesa. Nos prepara para la próxima
fiesta de Pentecostés: «Yo le pediré
al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros». El término griego “paráclito” se suele traducir también como
“valedor”, “consolador”, “intercesor”. En este caso subraya Jesús la relación
del Espíritu con la Verdad. Idea que el evangelio aclara poco después: «El
Valedor, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, os lo enseñará
todo y os recordará todo lo que yo os dije» (Jn 14,26); y «él dará testimonio
de mí» (Jn 15,26). El Espíritu nos ayudará a conocer el mensaje y la persona de
Jesús.
Resulta extraño que, después de decir que pedirá al Padre que les dé un defensor, Jesús añada que ese Espíritu «vive con vosotros y está con vosotros». Parece contradictorio pedir al Padre que nos dé algo que ya vive en nosotros. La solución se encuentra en los dos momentos recogidos por el discurso: el de Jesús, que mira al futuro y pide al Padre que nos dé un defensor; y el nuestro, que ya hemos recibido el Espíritu y vive en nosotros.
3) Segunda promesa. La vuelta de
Jesús. «No os dejaré huérfanos, volveré.» ¿Cuándo volverá? Las opiniones se dividen:
a) Jesús habla de su vuelta al fin de los tiempos, como lo sugiere la fórmula
“en aquel día” (que la liturgia traduce por “entonces”; b) Jesús habla de su
vuelta como resucitado, en las apariciones y en la vida actual de la Iglesia.
En cualquier hipótesis, esa vuelta nos servirá para advertir la unión plena de Jesús con el Padre y nosotros con él: «Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros.»
Reflexión final
A menudo podemos sentirnos, como los
discípulos en la última cena, angustiados y desconcertados. Más aún, Jesús no
está a punto de irse, sino que se ha ido, no lo vemos ni encontramos
fácilmente. Necesitamos alguien cercano, que nos consuele y anime, que nos
asegure que no estamos solos, que Jesús y el Padre están con nosotros. Y la
mejor forma de experimentar todo esto es amar a los demás como nos amó Jesús.
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