El Discurso de la llanura (domingos 6º, 7º, 8º)
Hasta
ahora, Lucas ha hecho frecuente referencia a la actividad de Jesús como
predicador, pero solo ha ofrecido una intervención algo extensa, en la sinagoga
de Nazaret, donde se enfrentó a todo su auditorio, provocando incluso el deseo
de matarlo.
En esta
segunda intervención, Jesús se dirige a sus partidarios, pero teniendo
presentes a sus enemigos.
La primera parte del discurso contrapone a estos
dos grupos (domingo 6º).
Pero no seguirá una guerra entre ellos. La
segunda parte exhorta a amar a los enemigos (domingo 7º).
¿Y cómo comportarse con los amigos, con los otros
miembros de la comunidad? La tercera parte responde a esta pregunta recogiendo frases
sueltas de Jesús (domingo 8º).
En conjunto, un discurso parecido al “Sermón del monte” del evangelio de Mateo. Mucho más breve, con menos temas, pero de sumo interés y novedad.
Bienaventuranzas y ayes (Lc 6, 17. 20-26) (domingo 6º)
El “Discurso en la llanura”, igual que el “Sermón del monte”, comienza con unas bienaventuranzas. Pero no son ocho, como en Mt, sino cuatro. Las cuatro declaraciones siguientes comienzan con “ay”, término usado por las plañideras en el antiguo Israel para empezar un canto fúnebre. A los cuatro primeros grupos se les promete una vida feliz. A los cuatro siguientes se les anuncia la muerte.
En aquel tiempo,
bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de
discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de
Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo:
Dichosos los
pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Dichosos los que ahora tenéis hambre,
porque quedaréis saciados.
Dichosos los que ahora lloráis, porque
reiréis.
Dichosos vosotros,
cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro
nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de
gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían
vuestros padres con los profetas.
Pero ¡ay de vosotros, los
ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo.
¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!,
porque tendréis hambre.
¡Ay de los que ahora reís!, porque
haréis duelo y lloraréis.
¡Ay si todos los hombres hablan bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas.»
¿Son
en realidad ocho grupos o solo dos? La pregunta no es absurda, y la respuesta
depende de una palabrita que se repite cuatro veces: “ahora” (nun en griego). Prescindiendo
momentáneamente de las declaraciones cuarta y octava, advertimos la siguiente
estructura:
Dichosos los pobres,
los que ahora tenéis hambre
los que ahora lloráis
¡Ay de vosotros, los ricos!,
los que ahora estáis saciados
los que ahora reís
No se trata de
seis grupos distintos, sino de dos: pobres y ricos, caracterizados por la
carencia o abundancia de comida, y por el llanto o la risa.
Las
declaraciones 4ª y 8ª no hablan de personas distintas. Completan lo dicho a
propósito de los dos grupos anteriores fijándose en cómo son tratados por “los
hombres”.
En resumen, solo tenemos dos grupos: el de los pobres, que pasan hambre, lloran y son odiados; y el de los ricos, saciados y sonrientes, alabados por la gente. Al primero lo tratan mal, como a los antiguos profetas; al segundo bien, como a los falsos profetas.
Pobres y odiados
“Dichosos
los pobres, porque
vuestro es el reino de Dios”. Sin el matiz: “de espíritu”, que añade Mateo, y
que se presta a interminables disquisiciones. Los pobres, sin más. Los que
pasan hambre y lloran. Declararlos “dichosos”, precisamente por eso, suena casi
a blasfemia. Pero las desgracias no terminan aquí. Al hambre y el llanto se
añaden las persecuciones. A diferencia de las primeras declaraciones, muy
breves, la cuarta admira por su extensión: “Dichosos vosotros, cuando os odien
los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como
infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo,
porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían
vuestros padres con los profetas”.
Ahora
no hay que esperar a la otra vida para recibir el consuelo. Ya en esta, cuando
se experimenta el odio, la exclusión, el insulto, la descalificación, por ser
discípulos de Jesús y querer seguirlo, ese mismo día, el cristiano debe
alegrarse y saltar de gozo.
¿Está
loco Jesús? ¿Es un masoquista consigo mismo y un sádico con sus discípulos?
Volviendo a releer el evangelio, en su nacimiento van unidas la suma pobreza
(“no había sitio para ellos en la posada”) y la inmensa alegría (“os anuncio un
gran gozo”, dice el ángel a los pastores). Al comienzo de su actividad, en
Nazaret, experimenta el odio y la exclusión, sin que eso lo desanime. No se
trata de locura, masoquismo ni sadismo, sino de una visión distinta de la
realidad. Para Jesús, lo esencial no es la situación presente, sino la futura.
La primera bienaventuranza promete el Reino de Dios; la cuarta, “una recompensa
grande en el cielo”. Aquí, en la tierra, queda el consuelo de ser tratados como
los antiguos profetas.
Las
primeras comunidades cristianas experimentaron también la pobreza, el hambre y
la persecución, sin que esto les impidiese estar alegres. La de Jerusalén debió
solicitar la ayuda de comunidades más ricas para poder sobrevivir a la hambruna
en tiempos del emperador Claudio. Las comunidades de Macedonia, a pesar de su
“extrema pobreza” desbordaban de alegría (2 Corintios 8,2). Y los apóstoles,
después ser azotados, “marcharon del tribunal contentos de haber sido
considerados dignos de sufrir desprecios por su nombre [de Jesús]” (Hch 5,41).
Aunque he interpretado las cuatro primeras bienaventuranzas como dirigidas a las primeras comunidades cristianas (y a las actuales que se les parecen), esto no excluye la interpretación individual. “Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis” anticipa lo que contará Lucas poco después de dos mujeres que lloran por motivos muy distintos: la viuda de Naim, que ha perdido a su único hijo, y una prostituta anónima necesitada de perdón y de consuelo. Ambas historias tienen un final feliz, ya en esta vida, antes de la llegada del Reinado de Dios.
Ricos y alabados
Algunos
pueden pagar 100.000 euros (¡cien mil!) por una noche en un hotel de Macao. Si
su presupuesto no da para tanto, puede contentarse con una noche en Cannes por
25.000. Naturalmente, la cena debe pagarla aparte: bastarán 2.000 euros. Y
mientras come puede mirar la hora en un reloj que le ha costado dos millones. Son casos extremos, pero hay millones de personas que
pueden permitirse una vida de lujo y comodidad.
¿Se
refiere el último “ay” a este mismo grupo? “¡Ay si todo el mundo habla bien de
vosotros!” No parece que “todo el mundo” hable bien de esas personas, aunque
sigan sus andanzas en las revistas del corazón, la televisión y las redes
sociales.
Salvadas
las distancias, los escribas aparecen en el evangelio de Lucas como ejemplo de
personas que desean ser estimadas y amantes del dinero: “Guardaos de los
escribas, que gustan de pasear con hábitos amplios, aman los saludos por la
calle y los primeros puestos en sinagogas y banquetes; que devoran las fortunas
de las viudas con pretexto de largas oraciones. Su sentencia será más severa”
(Lc 20,46).
Y que la riqueza puede ser causa de tristeza, ya en esta vida, lo demuestra el episodio del personaje importante incapaz de renunciar a lo que Jesús le pide: “Al oírlo, se entristeció, porque era muy rico” (Lc 18,23).
El mejor comentario: la parábola del rico y Lázaro
A propósito de las tres primeras
bienaventuranzas y los tres primeros “ay”, el mejor comentario lo ofrece Lucas
en esta parábola. Comienza por el final, por el rico que viste con lujo y
banquetea espléndidamente todos los días; sigue el pobre, cubierto de llagas, ansioso
de comer las migajas que caen de la mesa del rico.
María alabó a Dios en el Magnificat porque “a los pobres los colma de bienes, y a los ricos los despide vacíos”. Si alguien piensa que eso va a ser en esta vida, se equivoca. Jesús deja que Lázaro muera de hambre, en la miseria. Será después de muerto cuando entre en el Reino de Dios para ser eternamente feliz, mientras el rico suspirará por una simple gota de agua, atormentado para siempre. «¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis.»
¿Está condenado el rico?
La respuesta, de acuerdo con la técnica de Lucas, no la encontrará el lector hasta mucho más adelante, en el episodio de Zaqueo. El rico también es hijo de Abrahán, puede acoger a Jesús en su casa y dar a los pobres la mitad de sus bienes.
Una reflexión
¿Por qué puede expresarse Jesús de forma tan radical, proclamando dichosos a los pobres, los que pasan hambre, los que lloran, los perseguidos? Por dos motivos: 1) porque él también era pobre, vivió de limosna y sufrió persecución hasta la muerte; 2) porque creía firmemente en la recompensa futura en el Reino de Dios, donde quedaría saciada el hambre y enjugado el llanto.
Una advertencia
Las cuatro bienaventuranzas se dirigen a comunidades pobres o a los pobres como Lázaro. Las comunidades ricas o las personas que no carecemos de nada no podemos apropiárnoslas; no podemos utilizarlas para tranquilizar nuestra conciencia pensando en la dicha futura de los pobres.
Se ha elegido este texto por motivos literarios, para indicar que la contraposición de bienaventuranzas y ayes es algo conocido por los profetas, aunque Jeremías usa términos distintos: maldito y bendito. Pero los temas y las metáforas se oponen perfectamente. Es una forma de animar a confiar en Dios, no en los hombres.
Así dice el Señor:
«Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza,
apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar
el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita.
Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto.
2ª lectura (1 Corintios 15, 12. 16-20)
Aunque no está elegida buscando una relación con el evangelio, la esperanza en la resurrección encaja muy bien con la recompensa grande en el cielo de la que habla Jesús.
Hermanos: Si
anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que dice alguno
de vosotros que los muertos no resucitan? Si los muertos no resucitan, tampoco
Cristo resucitó; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido,
seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si
nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más
desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de
todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario