La confesión de Pedro («Tú eres el Mesías»), que leímos el domingo
pasado, marca el final de la primera parte del evangelio de Marcos. La segunda
parte la estructura a partir de un triple anuncio de Jesús de su muerte y
resurrección; a los tres anuncios siguen tres relatos que ponen de relieve la
incomprensión de los discípulos. El domingo pasado leímos el primer anuncio y
la reacción de Pedro, que rechaza la idea del sufrimiento y la muerte. Hoy
leemos el segundo anuncio, seguido de la incomprensión de todos (Mc 9,30-37).
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará».
La actividad de Jesús entra en una nueva etapa: sigue recorriendo Galilea, pero no se dedica a anunciar a la gente la buena nueva, se centra en la formación de los discípulos. Y la primera lección que les enseña no es materia nueva, sino repetición de algo ya dicho; de forma más breve, para que quede claro. En comparación con el primer anuncio, aquí no concreta quiénes serán los adversarios; en vez de sumos sacerdotes, escribas y senadores habla simplemente de «los hombres». Tampoco menciona las injurias y sufrimientos. Todo se centra en el binomio muerte-resurrección. Para quienes estamos acostumbrados a relacionar la pasión y resurrección con la Semana Santa, es importante recordar que Jesús las tiene presentes durante toda su vida. Para Jesús, cada día es Viernes Santo y Domingo de Resurrección.
Segunda muestra de incomprensión (Mc 9,32)
Pero ellos no entendían lo que decía y les daba miedo preguntarle.
Al
primer anuncio, Pedro reaccionó reprendiendo a Jesús, y se ganó una dura
reprimenda. No es raro que ahora todos callen, aunque siguen sin entender a
Jesús. Marcos es el evangelista que más subraya la incomprensión de los
discípulos, lo cual no deja de ser un consuelo para cuando no entendemos las
cosas que Jesús dice y hace, o los misterios que la vida nos depara. Quien
presume de entender a Jesús demuestra que no es muy listo.
La prueba más clara de que los discípulos no han entendido nada es que en el camino hacia Cafarnaúm se dedican a discutir sobre quién es el más importante. Mejor dicho, han entendido algo. Porque, cuando Jesús les pregunta de qué hablaban por el camino, se callan; les da vergüenza reconocer que el tema de su conversación está en contra de lo que Jesús acaba de decirles sobre su muerte y resurrección.
Una enseñanza breve y una acción simbólica nada romántica (Mc 9,33-37)
Llegaron a Cafarnaún y, una vez en
casa, les preguntó:
-¿De qué discutíais por el camino?
Ellos callaban, pues en el camino
habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce
y les dijo:
-Quien quiera ser el primero que sea
el último de todos y el servidor de todos.
Y tomando un niño, lo puso en medio
de ellos, lo abrazó y les dijo:
-El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.
Para
comprender la discusión de los discípulos y el carácter revolucionario de la
postura de Jesús es interesante recordar la práctica de Qumrán. En aquella
comunidad se prescribe lo siguiente: «Los sacerdotes marcharán los primeros
conforme al orden de su llamada. Después de ellos seguirán los levitas y
el pueblo entero marchará en tercer lugar (...) Que todo israelita
conozca su puesto de servicio en la comunidad de Dios, conforme al plan eterno.
Que nadie baje del lugar que ocupa, ni tampoco se eleve sobre el puesto que le
corresponde» (Regla de la Congregación II, 19-23).
Este
carácter jerarquizado de Qumrán se advierte en otro pasaje a propósito de las
reuniones: «Estando ya todos en su sitio, que se sienten primero los sacerdotes;
en segundo lugar, los ancianos; en tercer lugar, el resto del
pueblo. Cada uno en su sitio» (VI, 8-9).
La
discusión sobre el más importante supone, en el fondo, un desprecio al menos
importante. Jesús va a dar una nueva lección a sus discípulos, de forma
solemne. No les habla, sin más. Se sienta, llama a los Doce, y les dice algo
revolucionario en comparación con la doctrina de Qumrán: «El que quiera ser el primero que sea el último de
todos y el servidor de todos». (El evangelio de Juan lo visualizará poniendo
como ejemplo a Jesús en el lavatorio de los pies).
A
continuación, realiza un gesto simbólico, al estilo de los antiguos profetas:
toma a un niño y lo estrecha entre sus brazos. Alguno podría interpretar esto
como un gesto romántico, pero las palabras que pronuncia Jesús van en una línea
muy distinta: «El que acoge a
uno de estos pequeños en mi nombre me acoge a mí…». Jesús no anima a ser
cariñosos con los niños, sino a recibirlos en su nombre, a acogerlos en la
comunidad cristiana. Y esto es tan revolucionario como lo anterior sobre la
grandeza y servicio.
El grupo
religioso más estimado en Israel, que curiosamente no aparece en los
evangelios, era el de los esenios. Pero no admitían a los niños. Filón de Alejandría, en su Apología de los hebreos, dice que «entre
los esenios no hay niños, ni adolescentes, ni jóvenes, porque el carácter de
esta edad es inconsistente e inclinado a las novedades a causa de su falta de
madurez. Hay, por el contrario, hombres maduros, cercanos ya a la vejez, no dominados
ya por los cambios del cuerpo ni arrastrados por las pasiones, más bien en
plena posesión de la verdadera y única libertad».
El rabí
Dosa ben Arkinos tampoco mostraba gran estima de los niños: «El sueño de la
mañana, el vino del mediodía, la charla con los niños y el demorarse en los
lugares donde se reúne el vulgo sacan al hombre del mundo» (Abot, 3,14).
En
cambio, Jesús dice que quien los acoge en su nombre lo acoge a él, y, a través
de él, al Padre. No se puede decir algo más grande de los niños. En ningún otro
sitio del evangelio dice Jesús que quien acoge a una persona importante lo
acoge a él. Es posible que este episodio, además de servir de ejemplo a los
discípulos, intentase justificar la presencia de los niños en las asambleas
cristianas (aunque a veces se comporten de forma algo insoportable).
[El tema de Jesús y los niños vuelve a salir más adelante en el evangelio de Marcos, cuando los bendice y los propone como modelos para entrar en el reino de Dios. Ese pasaje, por desgracia, no se lee en la liturgia dominical.]
¿Por qué algunos quieren matar a Jesús? (Sabiduría 2,12.17-20)
El
libro de la Sabiduría es casi contemporáneo del Nuevo Testamento (entre
el siglo I a.C. y el I d.C.). Al estar escrito en griego, los judíos no lo
consideraron inspirado, y tampoco Lutero y las iglesias que sólo admiten el
canon breve. El capítulo 2 refleja la lucha de los judíos apóstatas contra los
que desean ser fieles a Dios. De ese magnífico texto se han elegido unos pocos
versículos para relacionarlos con el anuncio que hace Jesús de su pasión y
resurrección. Es una pena que del v.12 se salte al v.17, suprimiendo 13-16; los tengo en cuenta en el
comentario siguiente.
En el evangelio Jesús anuncia que «el Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres». ¿Por qué? No lo dice. Este texto del libro de la Sabiduría ayuda a comprenderlo. Pone en boca de los malvados lo que les molesta de él y lo que piensan hacer con él. «Nos molesta porque se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende, nos considera de mala ley; nos molesta que presuma de conocer a Dios, que se dé el nombre de hijo del Señor y que se gloríe de tener por padre a Dios». En consecuencia, ¿qué piensan hacer con él? «Lo someteremos a la afrenta y la tortura, lo condenaremos a una muerte ignominiosa. Él está convencido de que Dios lo ayudará, nosotros sabemos que no será así». Se equivocan. «Después de muerto, al tercer día resucitará».
Se decían los impíos: Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida. Veamos si es verdad lo que dice, comprobando cómo es su muerte. Si el justo es hijo de Dios, él lo auxiliará y lo librará de las manos de sus enemigos. Lo someteremos a ultrajes y torturas, para conocer su temple y comprobar su resistencia. Lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues, según dice, Dios lo salvará.
Envidias, peleas, luchas y conflictos (Carta de Santiago 3,16-4,3)
Esta lectura puede ponerse en relación con la segunda parte del evangelio. En este caso no se trata de discutir quien es el mayor o el más importante, sino de las peleas que surgen dentro de la comunidad cristiana, que el autor de la carta atribuye al deseo de placer, la codicia y la ambición. Cuando no se consigue lo que se desea, la insatisfacción lleva a toda clase de conflictos.
Hermanos: donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencia y todo tipo de malas acciones. En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, intachable, y además es apacible, comprensiva, conciliadora, llena de misericordia y buenos frutos, imparcial y sincera. El fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabaja por la paz. ¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros? ¿No es precisamente de esos deseos de placer que pugnan dentro de vosotros? Ambicionáis y no tenéis, asesináis y envidiáis y no podéis conseguir nada, lucháis y os hacéis la guerra, y no obtenéis porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer vuestras pasiones.
«El Señor sostiene mi vida» (Salmo 53)
El Salmo se aplica tan bien al justo del que habla
la primera lectura como a Jesús. En ambos casos, «insolentes se alzan contra mí y hombres
violentos me persiguen a muerte». Pero
ambos están convencidos de que «Dios
es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida». El Salmo nos invita a acompañar a Jesús
cuando piensa en su muerte y resurrección y a acompañar a quienes sufren, no a
discutir sobre quién es el más importante.
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