Cesarea de Felipe, junto a
las fuentes del Jordán, es uno de los lugares más hermosos de Israel. El
peregrino actual, que parte generalmente de Nazaret, tarda poco más de una hora
en un cómodo autobús con aire acondicionado. Jesús y los discípulos tuvieron
que hacer el camino a pie, salvando un desnivel de unos 800 ms: desde los 200
bajo el nivel del mar (lago de Galilea) hasta los 500-600 sobre él (pie del
monte Hermón). No es un paseo cualquiera. Hay tiempo para callar y tiempo para
hablar.
Hasta este momento, el evangelio de Mc ha ido planteando el enigma de quién es Jesús. Un personaje desconcertante, que enseña con autoridad y tiene poder sobre los espíritus inmundos (1,27), perdona pecados como si fuera Dios (2,7), escandaliza comiendo con publicanos y pecadores (2,16) y se considera con derecho a contravenir el sábado (2,27; 3,4). Los fariseos y los herodianos deciden muy pronto que debe morir (3,6), sus familiares piensan que está mal de la cabeza (3,21), los escribas que está endemoniado (3,22), y los de Nazaret no creen en él, lo siguen considerando el carpintero del pueblo (6,1-6). Mientras, los discípulos se preguntan desconcertados: «¿Quién es este que hasta el viento y el lago le obedecen?» (4,41). Ahora, cuando llegamos al centro del evangelio de Mc, Jesús aborda la cuestión capital: ¿quién es él?
En aquel
tiempo Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo;
por el camino preguntó a sus discípulos:
-¿Quién dice
la gente que soy yo?
Ellos le
dijeron:
-Unos, Juan el Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas.
Para la gente, Jesús no es
un personaje real, sino un muerto que ha vuelto a la vida, se trate de Juan
Bautista, Elías, o de otro profeta. De estas opiniones, la más «teológica» y con mayor fundamento
sería la de Elías, ya que se esperaba su vuelta, de acuerdo con Malaquías 3,23:
«Yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día
del Señor, grande y terrible; reconciliará a padres con hijos, a hijos con
padres, y así no vendré yo a exterminar la tierra». En cualquier caso, resulta interesante que el pueblo
vea a Jesús en la línea de los antiguos profetas. En ello pueden influir muchos
aspectos: su poder (como en los casos de Moisés, Elías y Eliseo), su actuación
pública, muy crítica con la institución oficial, su lenguaje claro y directo,
su lugar de actuación, no limitado al estrecho espacio del culto.
Si la pregunta la hubiera formulado Jesús en nuestros días, la encuesta habría resultado más variada y desconcertante que entonces: Hijo de Dios, profeta, marido de la Magdalena, precursor de la dinastía merovingia…
Examen teórico (8,29)
Él les dijo:
-Y vosotros,
¿quién decís que soy?
Tomando la
palabra Pedro le dijo:
-Tú eres el
Mesías.
Jesús quiere saber si sus
discípulos comparten esta mentalidad o tienen una idea distinta. Es una pena
que Pedro se lance inmediatamente a dar la respuesta; habría sido
interesantísimo conocer las opiniones de los demás. Según Mc, la respuesta de
Pedro se limita a las palabras «Tú eres el Mesías».
¿Qué significaba este
título? En el Antiguo Testamento se refiere generalmente al rey de Israel; un
personaje que se concebía elegido por Dios, adoptado por él como hijo, pero
normal y corriente, capaz de los mayores crímenes. Sin embargo, la monarquía
desapareció en el siglo VI a.C., y los grupos que esperaban la restauración de
la dinastía de David fueron atribuyendo al mesías esperado cualidades cada vez
más maravillosas.
Los Salmos de Salomón,
oraciones de origen fariseo compuestas en el siglo I a.C., describen
detenidamente el papel del Mesías: librará a Judá del yugo de los romanos,
eliminará a los judíos corruptos que los apoyan, purificará Jerusalén de toda
práctica idolátrica, gobernará con justicia y rectitud, y su dominio se
extenderá incluso a todas las naciones. Es un rey ideal, y por eso el autor del
Salmo 17 termina diciendo: «Felices los que nazcan en aquellos días».
Si imaginamos al grupo de Jesús, que vive de limosna, peregrina de un sitio para otro sin un lugar donde reclinar la cabeza, en continuo conflicto con las autoridades religiosas, decir que Jesús es el Mesías implica mucha fe en el personaje o una auténtica locura.
Lo que piensa Jesús de sí mismo (8,30-32)
Y les
conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto. Y empezó a instruirlos:
-El Hijo del
hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos
sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.
Se lo explicaba con toda claridad.
En contra de lo que cabría esperar, Jesús prohíbe terminantemente decir eso a nadie. Y en vez de referirse a sí mismo con el título de Mesías usa uno distinto: «Hijo del Hombre», que parece inspirado en Ezequiel (a quien Dios siempre llama «Hijo de Adán») y en Daniel. Lo importante no es el origen del título, sino cómo lo interpreta Jesús: el destino del Hijo del Hombre es padecer mucho, ser rechazado por las autoridades políticas, religiosas e intelectuales, morir y resucitar. En una concepción popular del Mesías, como la que podían tener Pedro y los otros, esto es inaudito. Sin embargo, la idea de un personaje que salva a su pueblo y triunfa a través del sufrimiento y la muerte no es desconocida al pueblo de Israel. Un profeta anónimo la encarnó en el personaje del Siervo de Yahvé (Isaías 53).
Suspenso de Pedro (8,32b-33)
Entonces
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Pero él se volvió y, mirando a
sus discípulos, increpó a Pedro:
-¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!
Igual que el poema del
libro de Isaías, Jesús termina hablando de resurrección. Pero Pedro se queda en
el sufrimiento. Se lleva a Jesús aparte y lo increpa, sin que Mc concrete las
palabras que dijo.
Jesús reacciona con enorme dureza. Pedro lo ha tomado aparte, pero él se vuelve hacia los discípulos porque quiere que todos se enteren de lo que va a decirle: «¡Retírate, Satanás! ¡Piensas como los hombres, no como Dios!» La mención de Satanás recuerda lo ocurrido después del bautismo, cuando Satanás somete a Jesús a las tentaciones. El puesto del demonio lo ocupa ahora Pedro, el discípulo que más quiere a Jesús, el que más confía en él, el más entusiasmado con su persona y su mensaje. Jesús, que no ha visto un peligro en las tentaciones de Satanás, si ve aquí un grave peligro para él. Por eso, su reacción no es serena, sino llena de violencia.
Ejercicio práctico (8,34-35)
Y llamando a
la gente y a sus discípulos les dijo:
-Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio la salvará. Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?
De repente, el auditorio se amplía, y a los discípulos se añade la multitud. Las palabras que Jesús deberían desconcertarnos y provocar un rechazo. ¿Se imagina alguien a un político diciendo: «El que quiera votarme, que esté dispuesto a perder las elecciones e ir a la cárcel»? Pero el punto de vista de Jesús no es el de los políticos. No pretende ganar las elecciones en este mundo, sino en el futuro. Para Jesús, el mundo futuro es como un hotel de cinco estrellas; el mundo presente, una chabola asquerosa situada en el entorno más degradado imaginable. Todos podemos salir de la chabola y alojarnos en el hotel. Pero el camino es duro, empinado, difícil. Jesús se ofrece a ir delante, y deja en nuestras manos la decisión: el que se aferre a la chabola, en ella morirá; el que la abandone y lo siga, tendrá un durísimo camino, pero disfrutará del hotel.
Y tú, ¿quién dices que es Jesús?
El evangelio de hoy no puede leerse como simple recuerdo de algo pasado. La pregunta de Jesús se sigue dirigiendo a cada uno de nosotros, y debemos pensar detenidamente la respuesta. No basta recurrir al catecismo («Segunda persona de la Santísima Trinidad») ni al Credo («Dios de Dios, luz de luz…»). Tiene que ser una respuesta fruto de una reflexión personal. En la línea del evangelio de Juan: «El camino, la verdad y la vida». Pero, sea cual sea la respuesta, es más importante aún la decisión de seguir a Jesús con todas las consecuencias.
La aceptación del sufrimiento y la certeza del triunfo (Isaías 50,5-10)
El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda; por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Mi defensor está cerca, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos, ¿quién me acusará? Que se acerque. Mirad, el Señor Dios me ayuda, ¿quién me condenará?
En la concepción difundida
a finales del siglo XIX por Bernhard Duhm, este fragmento sería el tercer canto
dedicado al Siervo de Yahvé, un personaje misterioso, que termina salvando a su
pueblo mediante el sufrimiento y la muerte. Es lógico que los cristianos vieran
en él a Jesús (el 4º canto, Is 53, lo leemos el Viernes Santo).
Jesús ha dicho en el
evangelio que «el Hijo del hombre tiene que padecer y ser despreciado». Este breve poema anticipa esas ofensas: golpes, burlas,
insultos, salivazos, antes de un juicio que se supone injusto. En este breve
poema destacan dos detalles: la acción de Dios y la reacción del Siervo.
La acción de Dios consiste
en revelar a su servidor lo mucho que va a sufrir («me ha abierto el oído»), pero asegurándole que se mantendrá junto a él: «Mi Señor me ayudaba», «Tengo cerca a mi defensor», «El Señor me ayuda». Esto supone una gran novedad, porque en la teología
habitual del Antiguo Oriente (y entre muchas personas de hoy día), el
sufrimiento se interpreta como un castigo de Dios. En cambio, el Siervo está
convencido de que no es así: el sufrimiento puede entrar en el plan de Dios,
como un paso previo al triunfo, y en ningún momento deja Él de estar presente y
ayudarle.
Por eso, la reacción del
Siervo es de entrega total: no se rebela, no se echa atrás, ofrece la espalda y
la mejilla a los golpes, no oculta el rostro a bofetadas y salivazos.
Si Pedro hubiera conocido y comprendido este texto de Isaías, no se habría indignado con las palabras de Jesús, que representan el punto de vista de Dios, mientras que él se deja llevar por sentimientos puramente humanos. Pero debemos reconocer que nuestro modo de pensar se parece mucho más al de Pedro que al de Jesús.
Una polémica muy antigua: la fe y las obras (Santiago 2,14-18)
«Genio y figura, hasta la sepultura». Eso le pasó a san Pablo. Radical antes de convertirse,
lo siguió siendo en algunas cuestiones después de la conversión. Y su forma de
expresarse se prestaba a ser mal interpretado. En su lucha con los cristianos
judaizantes, partidarios de observar estrictamente la ley de Moisés, como si
fuera ella quien nos salva, defiende que la salvación viene por la fe en
Cristo. Él no excluye que el cristiano deba comportarse dignamente, todo lo
contrario. Pero insiste tanto en la fe y en la libertad del cristiano que sus
adversarios le acusaban de negar la necesidad de las buenas obras.
En esta polémica se inserta el texto de la carta de Santiago, atacando la postura del que presume de tener fe, pero no hace nada bueno. El ejemplo que utiliza, la respuesta del que presume de tener fe a un hermano que pasa hambre, es esclarecedor y sigue inquietándonos actualmente.
Hermanos, ¿de qué le sirve a uno decir que tiene fe si no tiene obras? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento cotidiano, y uno de vosotros les dice: «Id en paz, abrigaos y saciaos», pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: «Tú tienes fe y yo tengo obras. Muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe.
Si el autor de la carta y
Pablo se hubieran reunido a charlar, habrían estado plenamente de acuerdo.
Pablo podría haberle leído un fragmento de su carta a los Gálatas, en la que
viene a decir lo mismo: «Vosotros, hermanos, habéis
sido llamados a la libertad, pero no vayáis a tomar la libertad como estímulo
del instinto; antes bien, servíos mutuamente por amor» (Gálatas 5,13). Nos salva Jesús y la fe en él, pero esa
fe debe impulsarnos a una vida que no se deja arrastrar por los bajos instintos
(fornicación, indecencia, desenfreno, reyertas, envidias, borracheras,
comilonas, etc.), sino que está guiada por los frutos del Espíritu de Dios
(amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad…,) (Gal 5,19-25).
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