El domingo pasado nos recordaba el evangelio de Marcos dos ejemplos de fe:
el de la mujer con flujo de sangre y el de Jairo. Hoy nos ofrece la postura
opuesta de los nazarenos, que sorprenden a Jesús con su falta de fe (6,1-6). El
hecho de que un profeta no sea aceptado entre los suyos no representa ninguna
novedad. Ya le ocurrió a los antiguos profetas. El caso más sangrante es el de
Ezequiel. Dios le avisa, en el momento de la vocación, que su actividad está
condenada al fracaso.
En aquellos días, el
espíritu entró en mí, me puso en pie y oí lo que me decía:
-Hijo de hombre, yo te envío a los hijos de Israel, un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí. Ellos y sus padres me han ofendido hasta el día de hoy. También los hijos tienen dura la cerviz y el corazón obstinado; a ellos te envío para que les digas: «Esto dice el Señor». Te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, reconocerán que hubo un profeta en medio de ellos.
El texto es tan
interesante como desconcertante. Todo el pasado del pueblo de Israel se resume
en una historia de rebeldía y dureza de corazón, y los hijos no son mejores que
los padres. ¿Qué actitud tomará Dios? ¿Desentenderse de ellos, como proponía a
Moisés en el desierto? ¿Acabar con este pueblo pecador y elegirse uno nuevo? La
decisión es seguir hablándole, hacer resonar su voz. El contenido del mensaje
es lo menos importante y no se concreta en este momento. Lo fundamental es que
Dios ha hablado y sigue hablando, como lo demuestra la fórmula: «Esto dice el
Señor».
¿Por qué es esto tan importante? Para que no pueda atribuirse la culpa de todo al silencio de Dios. La trágica experiencia de los campos de concentración nazis hizo escribir a un autor judío: «Después de Auschwitz no se puede hablar de Dios». Ezequiel le responde: «Después de la destrucción de Jerusalén y la deportación a Babilonia se puede seguir hablando de Dios, porque Él sigue hablando». El problema no es su silencio, sino nuestra sordera. Ezequiel, igual que Jesús, son testigos de que Dios habla. Y también testigos del fracaso de Dios.
El fracaso de Jesús (Mc 6,1-6)
En aquel tiempo Jesús se
dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado empezó
a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De
dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos
milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María,
hermano de Santiago, de José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con
nosotros aquí?». Y se escandalizaban a cuenta de él.
Les decía: «No desprecian a un profeta más que en su
tierra, entre sus parientes y en su casa».
No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos
enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe.
Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
Éxito en Cafarnaúm
Resulta interesante comparar lo ocurrido en Nazaret con lo ocurrido al comienzo del evangelio: también un sábado, en Cafarnaúm, Jesús actúa en la sinagoga y la gente se pregunta, llena de estupor: «¿Qué significa esto? Es una enseñanza nueva, con autoridad. Hasta a los espíritus inmundos les da órdenes y le obedecen.» Enseñanza y milagros despiertan admiración y confianza en Jesús, que realiza esa misma tarde numerosos milagros (Mc 1,21-34).
Fracaso en Nazaret
Otro sábado, en la
sinagoga de Nazaret, la gente también se asombra. Pero la enseñanza de Jesús y
sus milagros no suscitan fe, sino incredulidad. La apologética cristiana ha
considerado muchas veces los milagros de Jesús como prueba de su divinidad.
Este episodio demuestra que los milagros no sirven de nada cuando la gente se
niega a creer. Al contrario, los lleva a la incredulidad.
Los milagros de Jesús han
representado un enigma para las autoridades teológicas de la época, los
escribas, y ellos han concluido que: «Lleva dentro a Belcebú y expulsa los
demonios por arte del jefe de los demonios» (Mc 3,22).
Los nazarenos no llegan a tanto. Adoptan una extraña postura que no sabríamos cómo calificar hoy día: no niegan la sabiduría y los milagros de Jesús, pero, dado que lo conocen desde pequeño y conocen a su familia, no les encuentran explicación y se escandalizan de él.
Jesús, motivo de escándalo
En griego, la palabra
escándalo designa la trampa, lazo o cepo que se coloca para cazar animales.
Metafóricamente, en el evangelio se refiere a veces a lo que obstaculiza el
seguimiento de Jesús, algo que debe ser eliminado radicalmente («si tu mano, tu
pie, tu ojo, te escandaliza… córtatelo, sácatelo»).
Lo curioso del pasaje de hoy es que quien se convierte en obstáculo para seguir a Jesús es el mismo Jesús, no por lo que hace, sino por su origen. Cuando uno pretende conocer a Jesús, saber «de dónde viene», quiénes forman su familia, cuando lo interpreta de forma puramente humana, Jesús se convierte en un obstáculo para la fe. Desde el punto de vista de Marcos, los nazarenos son más lógicos que quienes dicen creer en Jesús, pero lo consideran un profeta como otro cualquiera.
Asombro e impotencia de Jesús
A Marcos le gusta presentar a Jesús como Hijo de Dios, pero dejando muy clara su humanidad. Por eso no oculta su asombro ni su incapacidad de realizar en Nazaret grandes milagros a causa de la falta de fe. Adviértase la diferencia entre la formulación de Marcos: «no pudo hacer allí ningún milagro» y la de Mateo: «Por su incredulidad, no hizo allí muchos milagros».
Nazaret como símbolo
Los tres evangelios sinópticos conceden mucha importancia al episodio de Nazaret, insistiendo en el fracaso de Jesús (la versión más dura es la de Lucas, en la que los nazarenos intentan despeñarlo). Se debe a que consideran lo ocurrido allí como un símbolo de lo que ocurrirá a Jesús con la mayor parte de los israelitas: «Sólo en su tierra, entre sus parientes y en su casa desprecian al profeta».
El fracaso no lo desanima
Jesús ha fracasado en Nazaret, pero esto no le lleva al desánimo ni a interrumpir su actividad. Igual que Ezequiel, lo escuchen o no lo escuchen, dejará claro testimonio de que en medio de Israel se encuentra un profeta.
Reflexión
Bastantes veces he oído
decir: «Si fuésemos mejores, si la Iglesia fuera como la quería Jesús, si
actuásemos como él, la gente aceptaría el mensaje del evangelio y no habría
tanta incredulidad». Las lecturas de hoy demuestran que esta idea es ingenua.
Nunca seremos mejores que Jesús, pero él también fracasó. No solo en Nazaret,
sino en Corozaín, Betsaida, Cafarnaún, Jerusalén… Sin embargo, nunca renunció a
cumplir la misión que el Padre le había confiado. Este es el gran ejemplo que
nos da en el evangelio de hoy.
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