Después de contar cómo se formaba una pequeña comunidad en torno a Jesús,
introduce Marcos una serie de parábolas. Algo que el lector esperaba desde hace
tiempo, porque el evangelista ha insistido en que Jesús enseñaba, pero no decía
qué enseñaba. De ese largo discurso (34 versículos), la liturgia ha elegido dos
parábolas y el final del discurso (el resto lo comento en El evangelio de
Marcos, Verbo Divino, Estella 2020, 363-367).
En aquel tiempo decía Jesús
al gentío:
– El Reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche, y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega.
Lo que dice esta primera parábola parece una
tontería: que el campesino siembra y luego se olvida de lo que ha sembrado
hasta llegar el momento de la siega; la que trabaja es la tierra, es ella la
que hace crecer los tallos, las espigas y el grano. Eso lo saben todos los
galileos que escuchan a Jesús. ¿Dónde radica la novedad de la parábola? En que
Jesús compara la actividad del campesino con lo que ocurre en el reino de Dios.
También aquí la semilla termina dando fruto sin que el campesino trabaje,
mientras duerme.
Y entonces surgen los interrogantes: ¿quién es el
campesino?, ¿es Jesús? No parece lógico, porque el campesino de la parábola no
sabe lo que ocurre. ¿Son los apóstoles y misioneros que anuncian el evangelio,
y este da fruto, aunque ellos no se den cuenta? ¿Quién es la tierra? ¿Es cada
cristiano, en el que la semilla va dando fruto mientras el que ha sembrado
duerme? En esta línea personal parece pensar la liturgia, y por eso ha elegido
el Salmo 91, como indicaré al final.
Cabe otra explicación: la parábola habla del
proceso misterioso por el que crece el reino de Dios, la comunidad cristiana,
semejante al de la simiente que crece sin que el campesino intervenga ni se dé
cuenta. Cuando uno piensa en la forma misteriosa en que la simiente plantada
por Jesús y sus discípulos en una región remota y sin importancia del imperio
romano terminó produciendo fruto en todos los países del mundo, el sentido de
la parábola resulta más claro. Es una invitación a confiar en la acción
misteriosa de Dios en la Iglesia y en cada uno de nosotros, renunciando a
considerarnos los protagonistas de la historia y a pensar que todo depende de
lo que hacemos.
Sin embargo, parece que la parábola resultó demasiado extraña y difícil de entender, y quizá por eso Mateo no la copió. También falta en Lucas, aunque en este caso algunos lo atribuyen a que Lucas usó una primera edición de Marcos que no contenía esta parábola.
La mostaza de Marcos (4,30-32) y el cedro de Ezequiel (Ez 17,22-24)
Dijo también:
– ¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra.
La segunda comparación es más clara y de enorme
actualidad, sobre todo en muchos países occidentales, donde el cristianismo
parece andar de capa caída. Jesús compara a la comunidad cristiana, el reino de
Dios en la tierra, con la semilla de mostaza; algo diminuto, pero que, al cabo
del tiempo, se convierte en árbol y puede acoger a los pájaros del cielo. No
hay que desanimarse si la Iglesia es un arbol pequeño, poco mayor que las
hortalizas.
Quien conoce el Antiguo Testamento, advierte que esta parábola recoge una comparación de Ezequiel 17,22-24, modificándola radicalmente. Este profeta se dirige a los judíos de su tiempo, desanimados por tantas desgracias políticas, económicas y religiosas. Para infundirles esperanza, compara al pueblo con un árbol. Pero no con el de la mostaza, sino con un majestuoso cedro, del que Dios arranca un esqueje para plantarlo «en un monte elevado, en la montaña más alta de Israel».
Esto dice el Señor Dios:
– También yo había escogido una rama de la cima del alto cedro y la había plantado; de las más altas y jóvenes ramas arrancaré una tierna y la plantaré en la cumbre de un monte elevado; la plantaré en una montaña alta de Israel, echará brotes y dará fruto. Se hará un cedro magnífico. Aves de todas clases anidarán en él, anidarán al abrigo de sus ramas. Y reconocerán todos los árboles del campo que yo soy el Señor, que humillo al árbol elevado y exalto al humilde, hago secarse el árbol verde y florecer el árbol seco. Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré.
Todo es grandioso en Ezequiel; en el evangelio,
todo es modesto. Pero el resultado es el mismo; en ambos árboles pueden anidar
los pájaros. La comparación de Ezequiel recuerda la imagen de una Iglesia
universal dominante, grandiosa, respetada y admirada por todos. La de Jesús,
una comunidad modesta, sin grandes pretensiones, pero alegre de poder acoger a
quien la necesite.
En resumen, las dos parábolas se complementan. La primera habla del crecimiento misterioso del reino; la segunda advierte que, a pesar de su crecimiento, no debemos esperar que se convierta en algo grandioso. Pero, aunque sea modesto como la semilla de la mostaza, podrá cumplir su misión de acoger a los pájaros del cielo.
Final del discurso (Mc 4,33-34)
Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
«Es bueno darte gracias, Señor» (Salmo 91)
Tanto si la semilla germina y da fruto en cada uno
de nosotros o en toda la Iglesia, la respuesta al evangelio debe ser la acción
de gracias. El salmo usa también una imagen vegetal, aunque no habla del cedro
ni de la mostaza, sino de la palmera. Como ella, el justo «en la vejez seguirá
dando fruto y estará lozano y frondoso».
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