La elocuencia del silencio
Acabamos de celebrar
la fiesta de la Epifanía, con Jesús niño de menos de dos años, y de repente lo
vemos ya adulto, en el momento del bautismo. De los años intermedios, si
prescindimos de la visita al templo que cuenta Lucas, no se dice nada.
Este silencio resulta
muy llamativo. Los evangelistas podían haber contado cosas interesantes de
aquellos años: de Nazaret, con sus peculiares casas excavadas en la tierra; de
la capital de la región, Séforis, a sólo 5 kms de distancia, atacada por los
romanos cuando Jesús era niño, y cuya población terminó vendida como esclavos;
de la construcción de la nueva capital de la región, Tiberias, en la orilla del
lago de Galilea, empresa que se terminó cuando Jesús tenía poco más de veinte
años. Nada de esto se cuenta; a los evangelistas no les interesa escribir la
biografía de su protagonista.
Para explicar este
silencio se aduce habitualmente la humildad de Dios, capaz de pasar
desapercibido tanto tiempo, sin llamar la atención, sin prisas por cambiar al
mundo, a pesar de todo lo que tiene que decir. Esta interpretación es válida, y
deberíamos sacar de ellas consecuencias personales que frenasen nuestras prisas
y deseos de notoriedad. Pero quien viene del Antiguo Testamento percibe también
otro motivo. Los grandes personajes que en él aparecen nunca son importantes en
sí mismos, sino por lo que contribuyen al progreso de la historia de la
salvación. De Abrahán, Moisés, Josué, Isaías, Jeremías, Ezequiel... nos faltan
infinidad de datos biográficos. A veces conocemos detalles pequeños sobre su
familia o infancia. Pero, en general, su biografía comienza con el momento de
la vocación, cuando el personaje queda al servicio de los planes de Dios.
En el caso de Jesús
se aplica el mismo principio, para subrayar la importancia capital del bautismo
como experiencia personal que transforma totalmente su vida. Todo lo anterior,
aunque nos sorprenda, carece de interés. Es ahora, en el bautismo, cuando
comienza la «buena noticia».
El bautismo de Jesús
Es uno de los
momentos en que más duro se hace el silencio. ¿Por qué Jesús decide ir al
Jordán? ¿Cómo se enteró de lo que hacía y decía Juan Bautista? ¿Por qué le
interesa tanto? Ningún evangelista lo dice. El relato de Marcos, el más
antiguo, cuenta el bautismo con muy pocas palabras. Y ni siquiera se centra en
el bautismo, sino en lo que ocurre inmediatamente después de él.
En aquel tiempo, proclamaba Juan:
̶ Detrás de mí viene el que puede más que yo, y
yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con
agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.
Por
entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán.
Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como
una paloma. Se oyó una voz del cielo:
̶ Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.
Marcos destaca dos elementos
esenciales: el Espíritu y la voz del cielo.
La venida del Espíritu tiene especial
importancia, porque entre algunos rabinos existía la idea de que el Espíritu había
dejado de comunicarse después de Esdras (siglo V a.C.). Ahora, al venir sobre
Jesús, se inaugura una etapa nueva en la historia de las relaciones de Dios con
la humanidad.
La
voz del cielo. A
un oyente judío, las palabras «Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto» le
recuerdan dos textos con sentido muy distinto. El Sal 2,7: «Tú eres mi
hijo, yo te he engendrado hoy», e Isaías 42,1: «Mirad
a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero». El primer texto habla del rey,
que en el momento de su entronización recibía el título de hijo de Dios por su
especial relación con él. El segundo se refiere a un personaje que salva al
pueblo a través del sufrimiento y con enorme paciencia. Marcos quiere evocarnos
las dos ideas: dignidad de Jesús y salvación a través del sufrimiento. En este
sentido, es importante advertir que la vida pública de Jesús comienza con el
testimonio de la voz del cielo («Tú eres mi hijo amado, mi predilecto») y se
cierra con el testimonio del centurión junto a la cruz: «Realmente, este hombre
era hijo de Dios» (Marcos 15,39).
El
lector del evangelio podrá sentirse en algún momento escandalizado por las
cosas que hace y dice Jesús, que terminarán costándole la muerte, pero debe
recordar que no es un blasfemo ni un hereje, sino el hijo de Dios guiado por el
Espíritu.
Los tres testigos: el Espíritu, el agua y la sangre
(2ª lectura)
La idea de la
salvación a través del sufrimiento la encontramos también en la segunda
lectura. Hablando de Jesús, dice: «Es el que vino con agua y sangre: no sólo
con agua, sino con agua y sangre.» Clara referencia al bautismo y a la muerte.
Al mismo tiempo, la
lectura ha sido elegida por la referencia al Espíritu, que da testimonio de
Jesús.
Todo el que cree que Jesús es el Mesías, es
hijo de Dios; y todo el que ama al Padre ama también al Hijo. Si amamos a Dios
y cumplimos sus mandatos, es señal de que amamos a los hijos de Dios. Pues el
amor de Dios consiste en cumplir sus mandatos, que no son gravosos. Todo el que
es hijo de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que vence al mundo:
nuestra fe. ¿Quién venció al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de
Dios? Es el que vino con agua y sangre: no sólo con agua, sino con agua y
sangre. Y el Espíritu, que es la verdad, da testimonio. Tres son los testigos:
el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres concuerdan. Si aceptamos el
testimonio humano, más convincente es el testimonio de Dios.
Nuestro bautismo (1ª lectura)
El bautismo de Jesús
es un momento ideal para reflexionar sobre nuestro bautismo. Al parecer, eso es
lo que pretendieron quienes eligieron la primera lectura. Demasiado larga para
una misa (la mayoría de la gente no se enterará de nada), se presta sin embargo
a una lectura tranquila en privado. Divido el texto en cuatro partes, con
brevísimo comentario.
1. Nos ayuda a
vernos como personas con hambre y sed, que intentamos saciar con productos
caros e inútiles, sin buscar el verdadero alimento.
¡Atención, sedientos!, acudid por agua,
también los que no tenéis dinero: venid, comprad trigo, comed sin pagar, vino y
leche de balde. ¿Por qué gastáis dinero en lo que no alimenta?, ¿y el salario
en lo que no da hartura? Escuchadme atentos, y comeréis bien, saborearéis
platos sustanciosos.
2. El bautismo nos
transmite las antiguas promesas y la alianza establecida por Dios con David.
Nosotros somos el pueblo desconocido que corre hacia el Señor.
Prestad
oído, venid a mí, escuchadme y viviréis. Sellaré con vosotros alianza perpetua,
la promesa que aseguré a David: a él le hice mi testigo para los pueblos,
caudillo y soberano de naciones; tú llamarás a un pueblo desconocido, un pueblo
que no te conocía correrá hacia ti: por el Señor, tu Dios; por el Santo de
Israel, que te honra.
3. Si no corremos
hacia él, debemos convertirnos, cambiar de camino, buscarlo; él es rico en
perdón y se dejará encontrar.
Buscad al Señor mientras se deje encontrar,
invocadlo mientras esté cerca; que el malvado abandone su camino y el criminal
sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad; a nuestro Dios, que es
rico en perdón. Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis
caminos ‑oráculo del Señor‑.
4. Y esto, que puede
parecer una ilusión imposible, se realizará porque la Palabra de Dios fecundará
nuestra vida como la lluvia y la nieve hacen germinar la semilla.
Como el cielo está por encima de la tierra,
mis caminos están por encima de los vuestros y mis planes de vuestros planes.
Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá, sino que empapan
la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé semilla al sembrador y
pan para comer, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí
vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.
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