La primera lectura y el evangelio nos hablan de tres clases de pan: el que alimenta por un día (maná), el que da fuerzas para cuarenta días (Elías) y el que da la vida eterna (Jesús).
El domingo pasado, Jesús ofrecía un pan infinitamente superior al del milagro de la multiplicación. Ese pan es él, que ha bajado del cielo. El evangelio de este domingo comienza contando la reacción de los judíos ante esta afirmación. ¿Cómo puede haber bajado del cielo uno al que conocen desde niño, que conocen a su padre y a su madre?
Jesús no responde directamente a esta pregunta. Ataca el
problema de fondo. Si los judíos no aceptan que ha bajado del cielo es porque
no creen en él. Y si no creen en él, es porque el Padre no los ha llevado hasta
él. Esta afirmación tan radical sugiere que todo depende de Dios: solo los que
él acerca a Jesús creen en Jesús. Por eso, inmediatamente después se añade:
«Dios instruye a todos… pero no todos quieren aprender». Solo el que acepta su
enseñanza viene a Jesús, lo acepta, y cree que ha bajado del cielo. Ningún
judío puede echarle a Dios la culpa de no creer en Jesús.
La idea de que Dios instruye a todos cabe interpretarla
como si fuese un profesor sentado delante de sus alumnos, al que pueden ver.
No. A Dios no lo ha visto nadie. Solo el que procede de él: Jesús.
Tras este paréntesis sobre la fe, la acción del Padre y
la visión de Dios, Jesús vuelve al tema del pan que baja del cielo, el que da
la vida, a diferencia del maná, que no la da. Pero termina añadiendo una
afirmación más escandalosa aún: «El pan que yo daré es mi carne por la vida del
mundo». La reacción de los judíos no se hace esperar: «¿Cómo puede éste darnos
a comer su carne?». La solución, el próximo domingo.
En aquel tiempo los judíos criticaban a
Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo», y decían:
«¿No es este Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su
madre. ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?».
Jesús les dijo: «Dejad de criticar. Nadie
puede venir a mí si el Padre que me envió no lo trae, y yo lo resucitaré en el
último día. Está escrito en los profetas: Todos serán enseñados por Dios. Todo
el que escucha al Padre y acepta su enseñanza viene a mí. Esto no quiere decir
que alguien haya visto al Padre. Sólo ha visto al Padre el que procede de Dios.
Os aseguro que el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida.
Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Éste es el pan que
baja del cielo; el que come de él no muere». «Yo soy el pan vivo bajado del
cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente; y el
pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».
Los judíos discutían entre ellos: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?».
Tres notas al evangelio
1. El auditorio cambia. Ya no se trata de los galileos
que presenciaron el milagro, sino de los judíos. En el cuarto evangelio,
los judíos representan generalmente a las autoridades que se oponen a
Jesús. Sin embargo, lo que dicen («conocemos a su padre y a su madre») no
encaja en boca de un judío, sino de un nazareno. Esto demuestra que no estamos
ante un relato histórico, que recoge los hechos con absoluta fidelidad, sino de
una elaboración polémica.
2. El tema de la fe interrumpe lo relativo a Jesús como
pan bajado del cielo, pero es fundamental. Solo quien cree en Jesús puede
aceptar eso. Lo curioso, en este caso, es cómo se llega a la fe: por acción del
Padre, que nos lleva a Jesús. Normalmente pensamos lo contrario: es Jesús quien
nos lleva al Padre. «Yo soy el camino… nadie puede ir al Padre sino por mí».
Aquí se advierte, como en todo el evangelio de Juan, la acción recíproca del
Padre y de Jesús.
3. Tras este inciso, Jesús vuelve a contraponer el maná y su pan. En la primera parte (domingo 18), adoptó una actitud muy crítica ante el maná. Cuando los galileos, citando el Salmo 78,24, dicen que Dios «les dio a comer pan del cielo», Jesús responde que el maná no era «pan del cielo»; el verdadero pan del cielo es él. Ahora añade otro dato más polémico: los que comían el maná morían; su pan da la vida eterna.
El pan de Elías (1ª lectura: 1 Reyes 19,4-8).
El siglo IX a.C. fue de profunda crisis religiosa. El rey de Israel, Ajab, se casó con una princesa fenicia, Jezabel, muy devota del dios cananeo Baal. La gente ya era bastante devota de este dios, al que atribuían la lluvia y las buenas cosechas. Pero el influjo de Jezabel y la permisividad de Ajab provocaron que Yahvé dejase de tener valor para el pueblo. A esto se opuso el profeta Elías, denunciando a los reyes y matando a los profetas de Baal, lo que le habría costado la vida si no llega a huir hacia el sur, al monte Horeb (el Sinaí). El viaje es largo, demasiado largo, y Elías se desea la muerte. Un ángel le ofrece una torta cocida sobre piedras; la come dos veces, y con la fuerza de aquel manjar camina cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte en el que tuvo lugar la gran revelación de Dios a Moisés. Este relato se ha usado a menudo en relación con la eucaristía, y por eso se ha elegido para este domingo.
En aquellos días, Elías llegó a Berseba de
Judá y dejó allí a su criado. Él se internó en el desierto una jornada de
camino y fue a sentarse bajo una retama, deseándose la muerte y diciendo: «¡Ya
basta, oh Señor! Quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres». Luego
se acostó y se quedó dormido debajo de la retama. Un ángel le tocó y le dijo:
«Levántate y come». Miró en derredor, y vio a su cabecera una torta cocida
sobre piedras ardiendo y un vaso de agua. Comió, bebió y luego se volvió a
acostar. El ángel del Señor volvió por segunda vez, le tocó y le dijo:
«Levántate y come, pues te resta un camino demasiado largo para ti». Se
levantó, comió y bebió, y con la fuerza de aquel manjar caminó cuarenta días y
cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb.
Tres clases de panes
Las
lecturas de hoy sugieren una reflexión.
Antes de
la reforma de Pío X, la comunión no era frecuente. Los cristianos más piadosos
comulgaban una vez a la semana; normalmente, una vez al mes. La comunión era
para ellos como el pan de Elías, que da fuerzas para vivir cristianamente
durante un período más o menos largo de tiempo.
Con la
reforma de Pío X, a comienzos del siglo XX, se difunde la comunión diaria,
aunque no se oiga misa. (Recuerdo de joven, en la iglesia de los franciscanos
de Cádiz, la gran cantidad de gente que iba a comulgar en un altar lateral
mientras en el altar mayor se decía una misa que muy pocos seguían). Es como el
maná, que da fuerzas para ese día, pero conviene repetirlo al siguiente.
El evangelio de Juan nos hace caer en la cuenta de que la eucaristía no solo da fuerzas para un día o un mes. Garantiza la vida eterna. Se comprende que Jesús interrumpa su discurso para hablar de la fe y de la acción del Padre.
La vida eterna en la vida diaria (2ª lectura: Efesios 4,30-5,2)
Se
cuenta en el libro del Éxodo que, en la noche de Pascua, los israelitas mojaron
con la sangre del cordero el dintel y las dos jambas de la puerta de la casa
para que el ángel del Señor, al castigar a los egipcios, pasase de largo ante
las casas de los israelitas. Esta costumbre se remonta a los pastores, que al
comienzo de la primavera sacrificaban un cordero y untaban con su sangre los
palos de la tienda para preservar al ganado de los malos espíritus y garantizar
una feliz trashumancia.
El autor de la carta a los Efesios recoge la imagen y la aplica al Espíritu Santo, que nos ha marcado con su sello para distinguirnos el día final de la liberación. Y añade una serie de consejos para vivir esa unidad en la que ha insistido en las lecturas de los domingos anteriores. Sirven para un buen examen de conciencia y para ver cómo podemos vivir, ya aquí en la tierra, la vida eterna del cielo.
Hermanos No
entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, que os ha marcado con su sello para
distinguiros el día de la liberación. Desterrad de vosotros la amargura, la
ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos
unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed imitadores de Dios, como hijos
queridos, y vivid en el amor, como Cristo os amó y se entregó por nosotros a
Dios como oblación y víctima de suave olor.
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