El domingo pasado terminamos de leer el debate de Jesús sobre el pan de vida. Lo curioso, y extraño, es que el evangelista no cuenta la reacción final del auditorio. Anteriormente, en dos ocasiones, han interrumpido a Jesús mostrando su desacuerdo. Ahora no dicen nada, como si no mereciera la pena seguir discutiendo. Sin embargo, se cuenta la reacción de los discípulos de Jesús, con dos posturas muy distintas (unos lo abandonan, otros lo siguen) y el aviso de la traición de uno de ellos.
En aquel tiempo muchos de los
discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: «Esto que dice es inadmisible. ¿Quién
puede admitirlo?».
Jesús, conociendo que
sus discípulos hacían esas críticas, les dijo: «¿Esto os escandaliza? ¡Pues si
vierais al hijo del hombre subir adonde estaba antes! El espíritu es el que da
vida. La carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y
vida. Pero entre vosotros hay algunos que no creen». (Jesús ya sabía desde el
principio quiénes eran los que no creían y quién lo iba a traicionar). Y
añadió: «Por esto os he dicho que nadie puede venir a mí si no le es dado por
el Padre». Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y no
andaban con él.
Jesús preguntó a los doce: «¿También vosotros queréis iros?». Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios».
Abandono
«Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y no andaban con
él.» Es un momento de crisis muy
fuerte. Hasta ahora, los discípulos de Jesús no han tenido ningún problema.
Ahora, la mayoría abandona a Jesús. ¿Por qué? Ellos lo justifican diciendo que «este
discurso» es duro, intolerable. No se
refieren solo a la idea de comer su carne y beber su sangre; se refieren a todo
lo que ha dicho Jesús sobre sí mismo: que es el enviado de Dios, que ha bajado
del cielo, que resucitará el último día a quien crea en él, que él es el
verdadero pan de vida. En el fondo, comer el cuerpo y beber la sangre de Jesús
equivalen a «tragárselo», a aceptarlo tal como él dice que es. Y eso, la
mayoría de los discípulos, no está dispuesto a admitirlo. Lo han visto hacer
milagros, pero eso no les extraña. También en el Antiguo Testamento se habla de
personajes milagrosos. Sin embargo, ninguno de ellos, ni siquiera Moisés, dijo
haber bajado del cielo y ser capaz de resucitar a alguien. Si Jesús hubiera
aceptado ser rey, como ellos habían pretendido poco antes, si se hubiera
limitado a hablar de esta tierra y de esta vida, no se habrían escandalizado y
lo seguirían. Ellos quieren un Jesús humano, no un Jesús divino.
En su respuesta, Jesús empieza
echando leña al fuego: si se escandalizan de lo que ha dicho, podría darles más
motivos de escándalo. Su problema es que enfocan todo desde un punto de vista
humano, carnal; y para creer en él hay que dejarse guiar por el espíritu. Pero
esto solo lo consigue aquel a quien el Padre se lo concede. Estas palabras de
Jesús resultan desconcertantes: por una parte, cargan la culpa sobre los
discípulos que se sitúan ante él con una mirada puramente humana; por otra,
responsabiliza a Dios Padre, ya que solo él puede conceder el acceso a Jesús («nadie
puede venir a mí si no le es dado por el Padre»).
Quizá el evangelista está pensando en los cristianos que han abandonado la comunidad a causa de las persecuciones o por cualquier otro motivo. ¿Qué les ha pasado a esas personas? ¿Es solo culpa suya? ¿Hay un aspecto misterioso, en el que parte de la culpa parece recaer sobre Dios? Pensando en la gente que conocemos y cómo han evolucionado en su vida de fe, estas preguntas siguen siendo de enorme actualidad.
Seguimiento
El momento más dramático
se cuenta con enorme concisión. Tras el abandono de muchos solo quedan los
Doce. La pregunta de Jesús («¿También
vosotros queréis iros»), sugiere
cosas muy distintas: desilusión, esperanza, sensación de fracaso… La respuesta
inmediata de Pedro, como portavoz de los Doce, recuerda a su confesión en
Cesarea de Filipo, según la cuentan los Sinópticos: «Tú eres el Mesías».
Pero hay unas diferencias
interesantes. Pedro no comienza confesando: “Nosotros creemos que tú has bajado
del cielo, que eres el pan de vida, que quien come tu carne y bebe tu sangre
tiene vida eterna…”. Nada de esto. Pedro no comienza confesando su fe en Jesús,
sino preguntándole: «Señor, ¿a
quién iremos?» Abandonar a Jesús y volver a sus trabajos es algo que
no se les pasa por la cabeza. Necesitan un maestro, alguien que los guíe.
¿Dónde van a encontrar uno mejor que él? ¿Uno cuya palabra te hace sentirte
vivo? Lo primero que hace Pedro es reconocer que necesitan a Jesús, no pueden
vivir sin él.
Luego sigue la confesión de fe, pero eludiendo comprometerse con fórmulas que no entiende. Jesús ha dicho que la vida se consigue comiendo su cuerpo y bebiendo su sangre. Pedro evita esta expresión tan dura y dice: “Tú tienes palabra de vida eterna”. Es su palabra la que alimenta y da la vida. En cuanto a la identidad de Jesús, prescinde de si ha bajado del cielo; ni siquiera le concede el título de Mesías, sino el de «Santo de Dios», título que sólo aparece una vez en el Antiguo Testamento, aplicado al sumo sacerdote Aarón, con sentido honorífico o por su estrecha relación con el culto (Sal 106,16). Sin duda, Pedro confiesa que Jesús está en una relación especial con Dios, sin meterse a discutir si ha bajado del cielo.
Traición
En el texto litúrgico,
este tema solo aparece de pasada: Jesús sabía «quien lo iba a traicionar». Si no
hubiesen mutilado el evangelio, quedaría mucho más claro. Porque,
inmediatamente después de la intervención de Pedro, Jesús añade: «“¿No os he
elegido yo a los Doce? Pero uno de vosotros es un diablo.” Lo decía por Judas
Iscariote, uno de los Doce, que lo iba a entregar.»
Con ello surge una nueva pregunta y un nuevo misterio: ¿por qué Judas no abandona a Jesús en este momento, cuando tantos otros lo han hecho? ¿Por qué Jesús, si lo sabe, lo mantiene en el grupo? ¿Cómo puede llegar alguien a desilusionarse de Jesús hasta el punto de traicionarlo?
1ª lectura: el compromiso de los israelitas con Dios (Josué 24,1-2.15-18)
Estamos en el capítulo
final del libro de Josué. Josué reúne a todas las tribus en Siquén, les
recuerda los beneficios pasados de Dios y les ofrece la alternativa de servir o
no servir a Yahvé. Es un diálogo espléndido, dramático, en el que Josué, contra
lo que cabría esperar, se esfuerza por convencer al pueblo de que no sirva a
Yahvé. Es un dios celoso que no los perdonará si lo traicionan. Sin embargo,
los israelitas porfían en que quieren servirlo, y todo termina con la alianza
entre el pueblo y Dios.
Quienes han seleccionado el texto han demostrado, una vez más, que no les entusiasma la Biblia: han mutilado la intervención de Josué, el diálogo con el pueblo, y el final. De 28 versículos, solo se han salvado 6.
En aquellos días Josué reunió a todas las tribus de Israel en Siquén. Convocó a los ancianos, jefes, jueces y escribas, y en presencia del Señor dijo a todo el pueblo: «Esto dice el Señor, Dios de Israel: Vuestros padres, Téraj, padre de Abrahán y de Najor, vivían antiguamente al otro lado del río Éufrates y adoraban a otros dioses. Si no os parece bien servir al Señor, escoged hoy a quién queréis servir, si a los dioses a los que sirvieron vuestros padres al otro lado del río o a los dioses de los amorreos, cuya tierra ocupáis; yo y mi casa serviremos al Señor». El pueblo respondió: «Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses, porque el Señor es nuestro Dios; él nos sacó a nosotros y a nuestros padres de Egipto, de la casa de la esclavitud; ha realizado ante nuestros ojos estos grandes prodigios y nos ha protegido durante todo el camino que hemos recorrido y en todos los pueblos por los que hemos pasado. Nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios».
El texto, si se hubiera leído completo, ofrecería una relación más clara con el evangelio. Tanto Josué como Jesús hablan de manera clara y dura, como queriendo desanimar a sus seguidores. La gran diferencia radica en la diversa reacción de los oyentes. El texto de Josué ofrece un final feliz, ajeno por completo a la realidad: los israelitas siguieron sirviendo a otros dioses y abandonando a Yahvé. El evangelio traza un cuadro más realista, incluso pesimista: muchos discípulos abandonan a Jesús; solo quedan doce, y uno de ellos será un traidor.
2ª lectura: ¿Sería mejor suprimirla? (Efesios 5,21-32)
Este es el texto que ninguna novia quiere que se lea el día de su boda. En los tiempos que corren, decirle que «sea sumisa a su marido», que «le debe estar sujeta en todo», porque no hay igualdad entre ambos, sino que «el marido es la cabeza de la mujer», no es lo más agradable. Aunque luego le diga al marido que ame a su esposa como a su propio cuerpo. De esta segunda parte de la lectura, ni se entera.
Hermanos, respetaos unos a otros por fidelidad a Cristo. Que las mujeres sean sumisas a sus maridos como si se tratara del Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, del mismo modo que Cristo es cabeza de la Iglesia, cuerpo suyo, del cual él es el Salvador. Así como la Iglesia está sujeta a Cristo, así también las mujeres lo deben estar a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras esposas, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó él mismo por ella, a fin de santificarla por medio del agua del bautismo y de la palabra, para prepararse una Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa y perfecta. Así los maridos deben también amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie odia jamás a su propio cuerpo, sino que, por el contrario, lo alimenta y lo cuida, como hace Cristo con la Iglesia, pues somos miembros de su cuerpo. Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Éste es un gran misterio, que yo aplico a Cristo y a la Iglesia.
Esta mentalidad sobre el
matrimonio, que hoy día nos escandaliza, era progresista en el siglo I. Basta
mirar lo que ocurre en algunos países árabes. La mujer acepta con naturalidad
estar sometida al marido. Pero el marido no siempre es consciente del cariño y
delicadeza con que debe tratar a su mujer. La corrupción moral, tan extendida
en el siglo I, explica que el autor exija a los matrimonios cristianos un
comportamiento fundado en el respeto mutuo, por fidelidad a Cristo. Ojalá en
todos los matrimonios cristianos actuales hubiera ese mismo respeto.
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