El evangelio del domingo pasado contaba el asombro causado por la predicación de Jesús y por su poder sobre los espíritus inmundos. Todo eso ocurrió un sábado en la sinagoga de Cafarnaúm. El evangelio de este domingo nos cuenta cómo terminó ese sábado y qué ocurrió en los días siguientes.
Curación de la suegra de Pedro (Mc 1,29-31)
Quien lee este relato de Marcos no presta atención al hecho de que la curación tenga lugar en sábado. Pero cuando se recuerda que una de las acusaciones más fuertes contra Jesús fue la de curar en sábado, el detalle adquiere mucha importancia. Para Jesús, como él mismo dirá más tarde, la persona está por encima de la ley, aunque sea la ley más santa.
En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a la casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella. Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles.
Curaciones al atardecer (Mc 1,32-34)
Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar.
Al ponerse el sol termina el descanso
sabático. La gente puede caminar, comprar, etc., y aprovecha la ocasión para
llevar ante Jesús a todos los enfermos y endemoniados. No se dice cuánto tiempo
dedicó a curar a muchos de ellos. Se supone que hasta tarde. En Israel, como en
todo el Mediterráneo, la noche no cae de repente.
El relato supone que Jesús realiza las
curaciones sin ningún esfuerzo ni uso de la magia. Es interesante compararlo
con lo que cuenta Plutarco a propósito del rey Pirro, rey de Epiro (+ 272 a.C.):
“Se creía que Pirro curaba las enfermedades del bazo sacrificando un gallo
blanco, haciendo dormir a los enfermos de espaldas y apretándoles suavemente
esa víscera con el pie derecho. (…) Se dice que el dedo gordo de su pie tenía
una virtud divina, hasta el punto de que, después de su muerte, una vez quemado
enteramente su cuerpo, se observó que aquel dedo no había sufrido las llamas y
que estaba intacto” (Plutarco, Vida de Pirro).
En este contexto dice Marcos, casi de pasada, que Jesús «expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar». Esta idea, que ya apareció en el relato del endemoniado del domingo pasado y que se repetirá en otros momentos, la presentó Wilhelm Wrede en 1901 como «el secreto mesiánico». Jesús no quiere que la gente sepa desde el principio su verdadera identidad, tienen que irla descubriendo poco a poco, escuchándolo y viéndolo actuar.
Jesús y sus colaboradores siguen proclamando el
Reino (1,35-39)
Se
levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar
solitario y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron en su busca y,
al encontrarlo, le dijeron:
̶ Todo el
mundo te busca.
Él les responde:
̶ Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para
predicar también allí; que para eso he salido.
Así recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios.
La conducta de Jesús trae a la mente las
palabras del Salmo 63: «¡Oh, Dios, tu eres mi Dios, por ti madrugo!». Estamos
al comienzo del evangelio, y Marcos indica algo que será una constante en la
vida de Jesús: su oración, el contacto diario e intenso con el Padre, del que
saca fuerzas para llevar adelante su misión.
Esta misión no se caracteriza por elegir lo cómodo y fácil. En Cafarnaúm toda la gente pregunta por él, quiere verlo y escucharlo. Sin embargo, él decide recorrer de nuevo toda Galilea. Ya lo había hecho solo, cuando metieron a Juan en la cárcel. Ahora lo hace acompañado de los cuatro discípulos. Y no solo predica, también expulsa demonios.
El demonio de la depresión (Job 7,1-4.6-7)
La primera lectura, tomada del libro de Job, ha sido
elegida pensando en los enfermos a los que cura Jesús. Job pertenece al grupo
de los endemoniados, pero en sentido moderno. No se trata de que esté poseído
por un espíritu inmundo, sino de que se halla sumido en una profunda depresión.
No le encuentra sentido a la vida, la ve como una carga insoportable, una noche
que no se acaba, un futuro sin esperanza. La solución le vendrá por un duro
enfrentamiento con Dios, que le obligará a salir de sí mismo, a abrir la
ventana y contemplar las maravillas que lo rodean, hasta terminar reconociendo
humildemente que no puede discutir con Dios ni culparlo de lo que le ocurre.
Relacionando esta lectura con el evangelio, parece sugerir al deprimido: acude a Jesús, o que alguien te lleve a él. No te hablará duramente, como Dios a Job, pero quizá te ayude a salir de ti mismo y a superar tu depresión. Porque, como dice el Salmo de hoy: «Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas» (Sal 146,3).
Habló
Job, diciendo:
«El
hombre está en la tierra cumpliendo un servicio,
sus
días son los de un jornalero;
como
el esclavo, suspira por la sombra,
como
el jornalero, aguarda el salario.
Mi
herencia son meses baldíos,
me
asignan noches de fatiga;
al
acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré?
Se
me hace eterna la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba.
Mis
días corren más que la lanzadera,
y
se consumen sin esperanza.
Recuerda
que mi vida es un soplo,
y que mis ojos no verán más la dicha.»
«Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados (Sal 146,1)
En las
diversas y numerosas curaciones que ha contado el evangelio, resulta extraño
que nadie dé las gracias a Jesús. Ni la suegra de Simón, ni su familia, ni los
que acuden al ponerse el sol, ni los enfermos de toda Galilea. Pasa haciendo el
bien sin esperar recompensa.
Por eso
es bueno que el Salmo nos invite a alabar al Señor, reconociendo todo el bien
que nos ha hecho. Este himno recoge motivos muy diversos para alabar a Dios:
empieza por la reconstrucción de Jerusalén y la vuelta de los deportados, pero
no pierde de vista a cada individuo, vendando las heridas de los que tienen el
corazón destrozado y sosteniendo a los humildes.
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